Nunca recibió tantas muestras de solidaridad como aquellas navidades que pretendió vivirlas en solitario. Su mujer, cuya tediosa vida había llegado a la plenitud el día que consiguió parir la parejita, decidió, en un insospechado arranque de autosuficiencia, que cogía a los niños y pasaba la Nochebuena en familia, con su mamá, no sin antes colmar de reproches al marido adusto y misántropo que despotricaba ante el besugo de a 60 euros el kilo.
Él, al verse abandonado en tales fechas, con gesto compungido para ocultar una alegría que se le salía por las comisuras de los labios, le juró con toda desvergüenza que la echaría de menos en noche tan señalada.
Una tortilla francesa y una ensalada serían su cena, mientras escuchaba el Oratorio de Navidad de Juan Sebastián Bach. Un rato de lectura y la dicha de vivir el silencio serían actos satisfactorios que culminarían sus más íntimas y elementales necesidades.
Pero, ya a media tarde, la suegra le telefoneó para reprocharle el abandono en que dejaba a su familia, a la vez que, sin sutileza ninguna, se hacía en voz alta alguna reflexión sobre la lamentable suerte que había tenido al tocarle tal yerno, más raro que un gato verde y más antisocial que un drogata.
Compañeros de oficina hubo cuyo empeño en llevárselo a casa a cenar fue repelido con gruñidos que le valieron odios para el resto de su vida laboral. Amigos bondadosos y plastíferos estuvieron a punto de echarle la puerta abajo para secuestrarlo en nombre del amor fraterno que emponzoña en estas fechas el espíritu navideño. Hasta los vecinos de al lado, partícipes, a través del tabique, de las broncas familiares, se brindaron con melíflua hipocresía a sentarlo a su mesa. Incluso hubo alguna ONG, de esas que socorren a solitarios y desamparados en los fríos días invernales, que pretendió llevárselo a un comedor comunal donde compartir la sopa de la beneficencia, turrón de DIA y villancicos cantados con voz vinosa por los desheredados de la tierra.
Deprimido por tantos atentados a su intimidad y angustiado por la opresión de una sociedad solidaria a plazo fijo, decidió tirarse por el viaducto, ya que éste sería el único acto estrictamente personal en el que nadie podría interferir.
Caminaba por la calle de Bailén cuando fue observado por una patrulla de la policía municial que, con profesional celo y perspicacia deductiva, fruto de largos años de servicio, se olió la tostada del suicidio e impidió cualquier intento de auto inmolación sobre el asfalto de la vía pública.
Le metieron en el coche celular y se lo llevaron a los calabozos de los juzgados. Allí, un picoleto de buen corazón le dió un café con leche de la máquina y le dejó a solas con sus pensamientos.
Por primera, y única vez en su vida, vivió unas horas de soledad.
Me decepciona que no aparezca el Sr. Ánsar ofreciéndole mesa y mantel o lo que sea. No haga caso de los que le critican por no meterlo en sus relatos. Por favor, añádale un apéndice. Dé gusto a la audiencia.
ResponderEliminarDoña Aurora, que exigentes son mis escasos lectores. Intentaré complacerla en otro momento.
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