La de este pasado sábado ha sido una paseata que hicimos con la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid. Como ya he dicho en otras ocasiones, en esta agrupación se conjugan paseos por esos campos y montes, y afanes culturales, que ambas actividades se complementan a las mil maravillas.
El Duratón es un pequeño río que nace madrileño, cerca de Somosierra, al pie de la Cebollera, pero con vocación de castellano, pues, al poco de nacer, ya transcurre por tierras segovianas y rinde su caudal en la orilla izquierda del Duero, cerca de Peñafiel, en la provincia de Valladolid.
Desde la autovía A-1, según se traspone el alto de Somosierra en dirección norte, si uno mira a su derecha, verá un macizo rocoso en la falda de la montaña por donde se despeña la chorrera, a pocos kilómetros del nacimiento del río. Un lugar agreste muy visitado por los excursionistas madrileños. Pero si uno quiere internarse en el parque natural de las Hoces del Duratón, tiene que ir a Sepulveda y, desde allí, tomar la entrada junto al puente Talcano: un puente romano descarnado donde nace la senda que le llevará, próximo a la orilla del río, hasta el puente de Villaseca. Apenas 12 kilómetros.
El recorrido de este camino sigue el fondo del cañon que ha labrado el río en tierras calizas. Un vergel cubierto de vegetación de ribera que contrasta con la paramera castellana que se extiende por encima de los farallones calizos por donde trascurre encajado el río. Mientras arriba, en el páramo, los llanos amarillean y se tachonan de sabinas y enebros, en el fondo del escarpe, por donde discurre el Duratón, abundan los alisos, fresnos, sauces y álamos, y el entorno está cuajado de viejas choperas plantadas por mano del hombre, así como antiguos frutales ya asilvestrados: almendros, nogales, ciruelos, avellanos, higueras...
El Duratón es un pequeño río que nace madrileño, cerca de Somosierra, al pie de la Cebollera, pero con vocación de castellano, pues, al poco de nacer, ya transcurre por tierras segovianas y rinde su caudal en la orilla izquierda del Duero, cerca de Peñafiel, en la provincia de Valladolid.
Desde la autovía A-1, según se traspone el alto de Somosierra en dirección norte, si uno mira a su derecha, verá un macizo rocoso en la falda de la montaña por donde se despeña la chorrera, a pocos kilómetros del nacimiento del río. Un lugar agreste muy visitado por los excursionistas madrileños. Pero si uno quiere internarse en el parque natural de las Hoces del Duratón, tiene que ir a Sepulveda y, desde allí, tomar la entrada junto al puente Talcano: un puente romano descarnado donde nace la senda que le llevará, próximo a la orilla del río, hasta el puente de Villaseca. Apenas 12 kilómetros.
El recorrido de este camino sigue el fondo del cañon que ha labrado el río en tierras calizas. Un vergel cubierto de vegetación de ribera que contrasta con la paramera castellana que se extiende por encima de los farallones calizos por donde trascurre encajado el río. Mientras arriba, en el páramo, los llanos amarillean y se tachonan de sabinas y enebros, en el fondo del escarpe, por donde discurre el Duratón, abundan los alisos, fresnos, sauces y álamos, y el entorno está cuajado de viejas choperas plantadas por mano del hombre, así como antiguos frutales ya asilvestrados: almendros, nogales, ciruelos, avellanos, higueras...
Este jubilata, inveterado caminante y discreto amigo de la naturaleza, no ha podido resistirse a las bellezas de aquellos parajes y ha castigado duramente sus cervicales mirando tan pronto al suelo como a lo alto de las paredes rocosas, que llegan a alcanzar los 100 m de altura. Ha sido capaz de distinguir endrinos, majuelos, rosales silvestre, saúcos, arces mompellier; y junto al río, en los lugares no cubiertos por el bosque de ribera, juncos, espadañas y esos herbazales jugosos entre las choperas que le hacían pensar en el locus amoenus que tanto ponderaban los escritores clásicos.
Sobre nuestras cabezas, los buitres leonados trazaban círculos con esa cadencia silenciosa y solemne que tienen estas aves para desplazarse sin esfuerzo aparente. También, un par de veces, pudimos ver por encima de nosotros una bandada de chovas anárquicas y gritonas, que alborotaban como queriendo desviar nuestra atención del vuelo señorial de los buitres.
Puesto que el camino era cómodo de transitar y el paraje ameno, un amigo y yo entretuvimos nuestro ocio caminero charlando y dimos en recordar aquellos pasajes del Quijote en que su cronista, Cide Hamete Benengeli, cuenta cómo amo y escudero descansaban de sus asendereadas aventuras en lugares tan plácidos como aquél por el que paseábamos en ese momento. Y dice el señor Hamete Benengeli que... "habiendo andado más de dos horas por él (por el bosque, tras la pastora Marcela), buscándola por todas partes y sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar".
Nosotros, asfaltícolas y sin una rústica pastora cuya búsqueda despertara nuestro afanes, nos hacíamos ilusión de transitar por lugares similares a los que se describen en el Quijote, aunque bien sabíamos que las hoces del Durantón no constan en las crónicas quijotiles.
Pero el río -bien que menguado de caudal en estos principios de seco otoño- corría rumoroso a nuestro lado y nos regalaba su frescor y todo el verdor de sus arboledas.
Llegados al puente Villaseca, continuamos por la senda de la Molinilla, apenas kilómetro y medio, hasta llegar a una pequeña playa donde termina. Mas allá comienza la recula del pantano de Burgomillodo y, si se quiere seguir el curso del río, hay que trepar por senda de cabras hasta lo alto del llano. Pero eso no era lo previsto para este día, así que volvimos sobre nuestros pasos hasta el merendero que hay junto al puente.
Allí dimos cuenta del bocata y charlamos reposadamente, hasta que el bus vino a recogernos.
Cerca de este puente de Villaseca, excavada en la pared, hay una cueva llamada Siete Altares. Es una antigua iglesia rupestre visigótica, del S. VIII, en cuyo interior hay labradas otras tantas hornacinas, algunas flanqueadas por unos toscos arquillos de herradura, que debió ser un eremitorio en aquellos tiempos que la morisma enseñoreaba las tierras del Duero. Una verja de hierro impide el acceso al interior, no por temor a los adeptos de Alá, sino como prevención ante el incivismo de gentes desavisadas, quienes pudieran confundir el antiguo templo con un contenedor de residuos urbanitas. O lo que es peor: lo tomasen por discreto lugar donde desaguar necesidades corporales. Que de todo ve uno por esos montes en sus caminatas...
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