Este jubilata no recuerda, nunca en su vida, haber hecho el oficio de veraneante hasta este verano. Puestos a elegir un lugar próximo a la capital de los recortes del PP, por razones prácticas y no por afinidades, dimos en alquilar un apartamento en Rascafría y aquí pasamos estas semanas.
Un veraneante, si bien se mira, es un quiste en una sociedad de carácter rural que se instala en ella durante el periodo canicular, llevándose con él todas las pautas de comportamiento que caracterizan a un urbanita asfalteño: va al bar, a la compra, a la piscina municipal o al centro del pueblo en coche; lleva puestos los ruidos musicales que tanta compañía le hacen en los atascos de la M 30; tira la basura por las calles y pasea su perrito para que cague allá donde le plazca. Fuera de las calles asfaltadas no se mueve, salvo para ir a lugares donde todo el mundo va (en coche, claro), como, en el caso de este pueblo, a las Presillas o a algún merendero. Los montes que circundan este valle – los Carpetanos por el norte y la Cuerda Larga por el sur, con sus robledales y pinares – los ve cuando levanta la vista de la cervecita que se está tomando en la terraza del bar. En fin, se ha traído consigo modos de comportamiento urbanos (en el sentido de urbe=ciudad, no de urbanidad) y el pueblo serrano no es más que el medio pasivo sobre el que se instala provisionalmente, de la forma más confortable posible.
Un servidor, que es veraneante, también se ha traído sus rarezas a veranear. Con ese carácter cascarrabias que se le va poniendo con la edad, echa pestes de la chavalería que monta sus saraos en el puente de Manola, pasarela que atraviesa el Artiñuelo, llenan el suelo de envases de chuchearías y tiran las latas de refresco al lecho del arroyo. ¡La pobre Manola! Debió ser una lavandera que lavaba la ropa en este lugar y, para recordarla, le erigieron una estatua de tamaño natural, con su cesto de ropa y la taja propia de su oficio. A la pobre la tienen mártir los adolescentes asfaltícolas. Si no fuera poco arrojar desperdicios al suelo y al arroyo, a la pobre lavandera le han pintado los habituales "polla-huevos" a la altura de donde se suponen sus partes pudendas por proa y popa, y unos borrones de rotulador en las mejillas, como si estuviera arrebolada de tantas vejaciones como sufre.
Este jubilata, por tratar de comprender un poco la sociedad tradicional, ganadera y rural, que conformaba el valle de Lozoya, y dado que tiene por delante tantas horas que ha de rellenar con lecturas, está leyendo un estudio etnográfico, Vecinos y Forasteros en el Valle de Lozoya, de doña Martine Guerrier Delbarre, afincada en esta tierra desde hace decenios, que define con precisión la mentalidad de unos pueblos cerrados históricamente sobre sí mismos (cerca de la gran ciudad, pero mal comunicados y olvidados de las Administraciones), tecnológicamente atrasados, apegados a unas pautas de comportamiento, usos y ritos sociales que les daban cohesión frente al forastero, al desconocido que perturbaba, con su presencia, la regularidad de sus vidas. Actualmente, bien poco queda de aquella sociedad rural.
Es difícil encontrar muestras de la arquitectura serrana, salvo alguna casa ya remozada, algún pajar o algún cercado de piedra que aún sigue en pie. Abundan los chalés de mil diseños, a capricho de sus dueños y de arquitectos ignorantes que no supieron integrar los nuevos edificios en el entorno; puede uno encontrarse adosados y chaletes individuales coronados de mil tejaditos inútiles y pretenciosos, y algunas horribles casas de pisos de pobre construcción adaptados al espacio de antiguos patios tras las reparticiones entre herederos. No hay un plan de urbanismo claro y el caserío moderno se reparte por antiguos prados, huertos y callejuelas que hace decenios dejaron de cumplir su función de elementos integradores de una sociedad rural.
Pero que no digan que este veraneante cascarrabias desprecia el lugar que le acoge por un par de meses. Todo lo contrario; es que lamenta el desastre urbanístico y la zafiedad infraurbana en un lugar tan bello como es este pueblo serrano y que este jubilata conoció y vivió unos años, siendo niño. La sociedad cambia, más desde los setenta del siglo pasado hasta ahora, pero uno desearía que los cambios no hubieran supuesto un atropello, sino una integración armoniosa, un conservar el vino viejo en odres nuevos.
¡Pero, madre qué odres! Más bien bodrios urbanísticos, recortes de urbanizaciones traídos de Majadahonda o Las Rozas a un entorno natural al que le sientan como un kalasnikov al santo Job. Por eso, este jubilata, con sus rarezas y todo, cada mañana se calza las botas y se pierde por el monte. Prefiere la compañía de las vacas a la de los urbanitas, que de éstos los hay en abundancia el resto del año
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