lunes, 20 de agosto de 2012

Un paseo con recuerdos y chopos centenarios


No sé si el improbable lector sigue leyendo esta bitácora durante estas semanas de calorina veraniega y políticos sumisos a los dictados de doña Merkel. Un servidor las está pasando tan ricamente en la sierra madrileña. Ya he dicho en una entrada anterior que nunca había practicado el oficio de veraneante con mando en plaza; quiero decir, con casa abierta de forma permanente durante los meses veraniegos.
Es una experiencia que, a estas edades trabajadas por las artritis y oxidaciones articulares, resulta gratificante y cómoda sobre todo. No tienes que andar tirando de maletas por las terminales de aeropuertos, ni pasando controles con esa cara que se te pone de borrego desorientado ante los guardias que te palpan, te escanean y te miran como si fueses secuaz de Ben Laden. Aquí no, aquí eres un inofensivo veraneante de calzón corto y sombrero para el sol.
Por cierto, este jubilata anda por ahí con un sombrero panamá, imperturbable ante la ridícula figura que hace con su sombrero de hacendado, su pantalón de pernera por debajo de la rodilla y los cintajos (debe ser moda) que le cuelgan por los laterales, y esas camisetas veraniegas compradas en el mercadillo. Para completar el atuendo, sale a pasear con una cacha de contera metálica.
Al fin y al cabo, es la primera vez que uno hace de veraneante a tiempo completo y, puestos a ello, quiere hacerlo con todas las consecuencias, con pintas de turista total. No tiene por qué exhibir, por poner un ejemplo traído por los pelos, ese empaque un tanto siniestro del arzobispo de Madrid; ni ir de chaqueta pero sin corbata, uniforme de los políticos en verano, que quieren significar: estamos de vacaciones, pero vigilantes ante los desplantes de la prima de riesgo. No, el veraneante puede exhibir una facha ridícula que evidencie su condición de pájaro de temporada, sin menoscabo de su dignidad de jubilata responsable.
Con esas pintas, se va con la santa a pasear las mañanitas por el paseo que va desde Rascafría a El Paular. Un paseo entre prados, arboleda y el río donde, cada mañana, se cumple un ritual social. Porque el lugar está muy concurrido, en esas horas tempraneras, por jubilatas, autóctonos y foráneos, quienes caminan a buen paso, se cruzan en el camino y se saludan con unos ¡Buenos días! ¡Adiós! y se intercambian sonrisas corteses. Así cada mañana y sin que decaigan esos pequeños cumplidos sociales que nos hermanan en la ruta del colesterol y la buena crianza.

Hay en este paseo un lugar especialmente hermoso. En una explanada, próxima al río, existen varios chopos centenarios que se yerguen airosos. Tienen unos troncos de gran perímetro (que no logran abrazar entre tres personas), rugosos y carcomidos, de los que brotan enormes ramas verdes que se pierden a lo alto, tan gruesas como árboles, sombreando la pradera. Este jubilata, que vivió por aquí unos años de su niñez, los recuerda tan sólidos como ahora los ve. Tenían ya entonces esa solidez de las criaturas vegetales con vocación de permanencia. Ahora, casi sesenta años más viejos, siguen aferrados al suelo con ese empeño casi mineral por durar.
Un poco más allá, el paseante pasa ante el arboreto Giner de los Ríos. Si alguien tiene curiosidad por entrar – cosa poco frecuente – puede observar distintas especies vegetales representativas de varias partes del mundo. Es un homenaje a la Institución Libre de Enseñanza, cuyos fundadores fueron los primeros en inculcar el amor a la naturaleza en los escolares.

Y, pasado el arboreto, se llega a la finca de los Batanes, con su Aula de la Naturaleza, el puente del Perdón y un cercado donde pastan diez ovejas negras. Aquí, en la finca de Los Batanes, existió un molino papelero, primero propiedad de los cartujos de El Paular y luego desamortizado, que estuvo en funcionamiento hasta bien entrado el siglo XX. Si la puerta de acceso está abierta, se puede regresar al pueblo atravesando la arboleda de la finca, donde está el llamado “bosque de Finlandia”, con sus coníferas. Tiene, a la izquierda del camino, un antiguo estanque donde el caminante propenso al romanticismo (si pertenece a esa especie decadente) puede entregarse a sus ensoñaciones.
Y un poco más allá, las ruinas del antiguo colegio San Benito, de la extinta Sección Femenina de Falange. El lugar le trae a este jubilata algunos recuerdos de niñez-pubertad porque allí vivían internas unas docenas de niñas en esa época de la vida en que dejan de serlo para convertirse en pollitas de turgencias apenas disimuladas por el uniforme. Todavía, este jubilata con costra, siente un cosquilleo erótico recordando cuando, siendo mozalbete, las veía, mostrando bajo las faldas, aquellos pudorosos pololos con encajes y cintas de seda. Para un chaval que empezaba a sentir el aguijón del sexo eran tan sonrosaditas, tan aseadas y tan apetecibles aquellas criaturas a las que el régimen franquista educaba para madres cristianas y buenas esposas…

1 comentario:

  1. Muy bonito, pero, hombre, que ya no estás para esos trotes, que escucha tu santa...

    Abrazo!

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