domingo, 16 de diciembre de 2012

Doña Austeridad.-

Doña Austeridad se lía

Quién iba a decirnos que doña Austeridad se instalaría un día en nuestras vidas. Hasta no hace tanto tiempo, y como cualquier españolito despreocupado, en casa vivíamos un poco a lo viva-la-virgen, que son cuatro días. Y fueron cuatro días mal contados.

Una tarde había que ir al cine, pues al cine que nos íbamos. Un fin de semana nos apetecía cenar fuera, pues nada, a un restaurante. Llegaban las vacaciones y nos íbamos al extranjero, a ver cómo era el mundo exterior ("como España, ná", decíamos arrebatados de casticismo). Éramos así de irresponsables porque, encima, no íbamos a emigrar en busca de trabajo, como los jóvenes de ahora. Total, vivíamos despreocupadamente y disfrutábamos la vida por encima de nuestras posibilidades de felicidad.

No queríamos acordarnos -según enseña la santa madre Iglesia- que venimos a este valle de lágrimas a sufrir por ser pecadores, a jodernos la vida expiando un pecado original que otros cometieron. (Haciendo un inciso, lo del pecado original bíblico es como lo del desfalco financiero que sufrimos: los bancos especuladores hundieron el chiringo financiero y los ciudadanos pagamos los destrozos). Nosotros hacíamos como si no supiéramos que siempre hay quien pague la culpa primigenia cuando llega el desahucio del Paraíso prometido y no cumplido. Llegó el ángel flamígero y nos echó del paraíso capitalista a patadas en el culo.

Pues, eso, que nos acostumbramos a vivir en el paraíso capitalista, a comer de la fruta prohibida hasta que el árbol primordial dio sus frutos más agraces; hasta ese momento, nos lo habíamos pasado lo mejor posible. Fue entonces cuando doña Austeridad llamó a nuestra puerta. Venía muy recomendada, según nos dijo, por un tal don Mariano de quien teníamos las mejores referencias. Registrador de la Propiedad, era persona de orden, como se decía de las personas de bien, cuando los adictos a la Cosa del Régimen aquél. Régimen supuestamente periclitado y ahora redivivo

Hacerse cargo de la situación doméstica y malbaratar nuestras vidas fue todo uno. Doña Austeridad entró en nuestras vidas y las organizó de acuerdo con criterios de economía, rentabilidad y eficacia. Como el ama de llaves de Rebeca, como la señorita Rotenmeyer de Heidi, como el médico Pedro Recio Agüero con Sancho en la Ínsula Barataria, siempre con gesto adusto y agrio ademán, dice cómo debemos comportarnos. Nos dicta normas, nos exige sacrificios, nos amonesta si ponemos un pie fuera del recto camino de la recuperación económica.

Bendito sea el dinero
Doña Austeridad es un raro híbrido de exigencia calvinista, sentido de culpa judeo-cristiano y agiotismo made in Wall Street. “Hay que trabajar más y ganar menos” porque en el esfuerzo está la salvación – nos amonesta la Doña –. Hay que acumular poder y dinero, señal cierta de que dios nos predestina para la gloria eterna. Qué importa sufrir privaciones en ésta si tendremos la recompensa en la otra vida. Y cuando no, tenemos que asumir el sufrimiento en cuanto castigo purificador.

Si somos pobres es porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; si nos encarecen los préstamos internacionales es por culpa de nuestros pasados derroches. Pero si sufrimos con paciencia la adversidad, si sufrimos los despojos con la resignación del santo Job, día llegará – posiblemente en el día del Juicio Final – en que nos será dicho: ven y siéntate a la diestra del Padre. Entonces, y sólo entonces – añade, ya en trance místico doña Austeridad – seréis dignos del paraíso donde los banqueros conservan sus capitales.

La verdad, a mi santa y a un servidor, las admoniciones de doña Austeridad por boca de su profeta el Registrador de la Propiedad, nos tienen en un sinvivir. Como somos gente de pocas teologías y pensiones en cuarto menguante, nuestra inmediata preocupación es decidir dónde compraremos el turrón para estas navidades: en Dia, en HiperUsera, en AhorraMás… No dejamos de estudiar con aplicación las ofertas en los súper del barrio. Si acaso no nos llegase para mazapán, nos queda el consuelo de saber que comiendo azúcar se caen los dientes, como nos decían de niños. Ya que jubilados y expoliados, al menos no quedemos desdentados.

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