Peñalara desde las Arroturas de Rascafría. |
Todas las mañanas, nada más
levantarnos, la santa y un servidor acostumbramos a dar un paseo desde el
pueblo hasta el monasterio de El Paular, ida y vuelta, por el bonito camino
paralelo a la carretera y que transcurre, en parte, próximo al río.
En una pradería junto al Lozoya
crecen enhiestos, a pesar de su vejez– sólidos, rugosos y casi eternos - un
grupo de chopos centenarios que observan al caminante desde su solidez vegetal,
a modo de gigantes cansados. Ya eran viejos y rugosos cuando, siendo niño hace
casi sesenta años, pasaba cada mañana camino de las clases que, a un grupo de
chavales del pueblo, nos daba el hermano José María en el Monasterio.
Desde entonces, este caminante ya
ha navegado por muchos senderos y caminos de montaña; siempre buscando el
silencio rumoroso de bosques y arroyos y la sensación de grandiosidad que
transmite la naturaleza a quien se acerca a ella con pie quedo y ánimo abierto
a la contemplación y al disfrute de los grandes espacios.
A veces, por los caminos anchos
del fondo del valle, mientras se deja llevar por sus botas
montañeras un poco al azar, este jubilata se olvida de que vive en la gran
ciudad ruidosa, donde el tiempo no es más que un cúmulo de afanes por taponar
los agujeros por donde se escapa la vida manchada de vulgaridad, y se entrega a
sus ensoñaciones:
Observar las dehesas donde pacen esas vacas serranas que rumian apacibles su propia existencia, ver corretear por entre las piedras de las tapias a las lagartijas mientras sueña que son minúsculos dinosaurios asustadizos, recordando aquella greguería de Ramón Gómez de la Serna: Dios creó al gato para que el hombre pudiera acariciar a un tigre. Así, con la contera de su bastón, el caminante persigue, a modo de juego, a esos pequeños saurios que se esconden en las resquebrajaduras y, por un momento, se cree tan gigante como los antiguos chopos de la orilla del río, solo que sin raíces que lo aten a la tierra.
Observar las dehesas donde pacen esas vacas serranas que rumian apacibles su propia existencia, ver corretear por entre las piedras de las tapias a las lagartijas mientras sueña que son minúsculos dinosaurios asustadizos, recordando aquella greguería de Ramón Gómez de la Serna: Dios creó al gato para que el hombre pudiera acariciar a un tigre. Así, con la contera de su bastón, el caminante persigue, a modo de juego, a esos pequeños saurios que se esconden en las resquebrajaduras y, por un momento, se cree tan gigante como los antiguos chopos de la orilla del río, solo que sin raíces que lo aten a la tierra.
Camino de los Batanes |
Recortándose contra el azul del
cielo, observa las evoluciones de los cigoñinos que aprenden a volar. Deslizándose sobre una térmica, casi sin esfuerzos, con leves batidos de alas, se entrenan para emigrar a tierras más cálidas en cuanto el verano empiece a
dar muestras de cansancio y el sol vaya declinando su elíptica, aproximándose, cada día un poco más, hacia el perfil de las montañas. Mientras, en el prado,
alguna cigüeña adulta, en equilibrio sobre la percha de una sola pata, parece reflexionar con
su largo pico apuntando a tierra.
Pero, a veces, uno no camina sobre
sus pies, sino con los ojos del espíritu curioso que se deslizan sobre las
páginas de un libro. En la biblioteca pública, de manera vicaria, también este
caminante recorre los parajes que, hace un siglo, conociera y describiera el
poeta y montañero Enrique de Mesa, y lee sus Andanzas Montañeras, y siente – salvando las distancias que van de
un poeta caminante a un caminante pedestre – que comparten las mismas emociones, aunque son las palabras del poeta las que mejor expresan esos sentimientos compartidos: Bruñe el sol vivo la seda azul del cielo, y sus rieles de oro recaman el verdor aterciopelado de los pinos.
Y por las tardes, tras las largas
paseatas, cuando el sol poniente entra por el ventanal, nuestro apartamento de
alquiler se convierte en sala de lecturas: otra forma de recorrer los caminos
del mundo desde el sillón. Mientras, el reloj del ayuntamiento va,
periódicamente, desgranando campanadas escuetas, poniendo racionalidad en el
transcurso del tiempo. El reloj municipal es esa campana cívica que regula,
desde hace siglos, los quehaceres de la población; es ese gran invento bajo
medieval que liberó a las poblaciones de los burgos industriosos del
sometimiento al campanario de las iglesias y a la omnipresencia de la religión
en el ritmo de las labores civiles.
Las horas marcadas son, también –
piensa este jubilata caminante - un camino que recorremos inexorablemente hasta
el final de cada uno de nosotros. También a don
Pío Baroja le llamaron la atención aquellos relojes de campanario en las aldeas
vasco-francesas, en cuya esfera estaba escrito: Vulnerant omnes, ultima necat (todas hieren, la última, mata).
Claro que, nosotros, aún tenemos muchos caminos que recorrer mientras que el reloj municipal, con espíritu cívico y obsesión mecánica, gira en torno a la idea del tiempo y su devenir.
Claro que, nosotros, aún tenemos muchos caminos que recorrer mientras que el reloj municipal, con espíritu cívico y obsesión mecánica, gira en torno a la idea del tiempo y su devenir.
Mejoras como el vino de nuestra tierra. Saludos matritenses
ResponderEliminarYa me ha amargado usted la tarde...
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