El improbable lector puede creer bajo palabra que un servidor nunca antes había
oído hablar de Carl Andre, hasta que el museo Reina Sofía ha traído esta
muestra. Sí sabía algo del arte minimalista, aunque no que mr. Andre se
adscribiera a este movimiento en un intento de borrar la subjetividad expresiva
mediante el empleo de materiales industriales donde su frialdad geométrica anula el impulso
vital, la impronta que todo artista deja en sus obras. Dicho sea lo anterior sin
otro ánimo que el de expresar lo que el espectador creía entender a la vista de lo que allí veía.
Pero, según es costumbre en todo creador, Carl Andre juega con las cartas
marcadas, y el avisado espectador, que lleva mucha mili hecha desde las korai
arcaicas griegas hasta los ready-made de Duchamp, lo sospecha con fundamento. “Mi
arte surge de mi deseo de que haya en este mundo cosas que, de no ser así,
nunca estarían allí”, dice Andre; por eso la exposición Escultura como lugar, 1958-2010.
Por eso estas “cosas” que el artista pone en el mundo, porque, si no las
pusiera él de una determinada forma, nunca estarían allí, no tendrían
existencia en cuanto que conjunto de objetos organizados según una disposición
preconcebida.
Para reducir la obra a su mínima expresión, Andre emplea materiales industriales
como ladrillo refractario, planchas de metal laminadas, troncos rectangulares
de abeto canadiense, rodamientos, tubos y tornillos distribuidos aleatoriamente. Y lo
hace para que el observador se lo crea. Para que se crea que el artista ha
minimizado su creatividad hasta verla reducida a no ser más que un lugar escultórico de
objetos sujetos a geometría y proporcionalidad de volúmenes. Tres dimensiones
en el espacio, huérfanas del élan vital del que nos hablaba Bergson. ¿Qué mayor
minimalismo que borrar la huella del creador?
Pero este cronista, en su papel de espectador curioso, caminando con tiento
por los espacios blancos de la sala de exposiciones, ya ha caído en la cuenta
que la mera disposición de los elementos en el espacio nos habla de la
intención del artista. Su ego creativo es tan grande, salvando todas las
distancias y sin que se me escandalice el improbable lector, como el de
Velázquez en medio de sus Meninas. Con supuesta modestia de genio creador, nos pone
ante una espiral de chapa metálica tendida en el suelo o ante una fila de
ladrillos refractarios y parece decirnos: "Veis, he reducido eso que llamamos
convencionalmente arte a una sucesión de objetos manufacturados en serie. He
reducido el espíritu artístico a su mínima expresión".
Solo que nos escamotea otra realidad que, de puro evidente, ni la vemos:
los materiales empleados, sus texturas rugosas, ásperas o pulidas, la
disposición en el espacio, responden a una intención artística preconcebida: "Las cosas son así porque yo las he dispuesto así, y tú, espectador, calla, observa y
trata de entender mi forma de modelar la realidad", parece como si nos estuviera advirtiendo. Pero, ¿qué pasaría si el
espectador decidiera suplantar al artista y cambiar esa realidad?
Bien podría ser que cada visitante cogiese uno de esos maderos rectangulares
de abeto canadiense, se los echase al hombro y los soltase en el cercano
estanque del Retiro. Sin proponérselo, habrían conseguido una escultura
fluctuante a merced del pequeño oleaje que se produce en el estanque; una escultura
siempre cambiante, como la no-silenciosa composición musical 4.33 de John Cage. Porque
el espectador – y quien dice el espectador dice el ciudadano –, o participa en
la creación artística y en su propio devenir, o es un burro de ramal que va por
donde creadores, artistas, salva-crisis, funda-patrias, mistagogos de toda ralea y demás manipuladores de la
estética y la puñetera realidad quieran llevarlo.
En esas cosas y otras que no se dicen para que el jubilata no pase por más alambicado de lo que conviene para medrar en el rebaño, pensaba mientras observaba las diagonales en el alineamiento de
100 piezas de hormigón que, bajo el título Lament
for the children, había en el centro de la sala.
Si no te fías - y no te faltaría razón -, suspicaz lector, ve y compruébalo tú. Además, los árboles se están vistiendo de otoño y eso ya justifica un paseo por el Retiro.
Si no te fías - y no te faltaría razón -, suspicaz lector, ve y compruébalo tú. Además, los árboles se están vistiendo de otoño y eso ya justifica un paseo por el Retiro.
Este tipo de parásitos enchufados, perfecto ejemplo de hasta dónde la dictadura de la clase burguesa despilfarra y reparte entre sus bufones las migajas del festin que esta gentuza se da a expensas del sudor y la sangre de una clase trabajadora irredenta cuya única esperanza estriba en la conquista violenta del poder y la completa eliminación de las estructuras que sustentan un estado criminal que conduce a la humanidad a la más absoluta barbarie deben ser exterminados por un gobierno obrero cuyo fin último sea la construcción de una sociedad comunista y sin clases, gérmen de una nueva civilización en la que las artes estén al servicio del ser humano y del amejoramiento de la especie y no de una clase parasitaria y explotadora, ejemplo criminal de todos los vicios, corrupciones y depravaciones humanas.
ResponderEliminarAlgunas comas no vendrían mal.
EliminarDéxese vuestra mercede de vergulerías y añada de una vez por todas una pole digna, ¡caramba!
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