El regreso de las vacaciones veraniegas y comienzo de curso (también los improductivos iniciamos curso, aunque sea de mentirijillas) es buena ocasión para dar un repaso a lo hecho antes del parón estival. En este caso, ha servido para echar un vistazo retrospectivo a esta bitácora y sus entradas, publicadas casi semanalmente, y comprobar que ya van 384. Si pudiese dárseles un sentido temático único y una coherencia narrativa, mire usted por dónde, saldría un tocho literario considerable que pusiera a su autor en el parnasillo de los literatos populares. Aunque, cosas de la huidiza fama, uno se quedará en bloguero del montón.
Leyendo hace ya algunos tiempos Le Nouvel Observateur, me tropecé con esta
frase: On n´écrit pas impunément huit mille pages de “Journal” sans raconter
des conneries (No se escribe impunemente un Diario de ocho mil páginas sin decir alguna gilipollez).
La cosa venía a propósito de los Diarios
de Paul Léautaud, literato francés, muerto en los años cincuenta del pasado
siglo, del que yo no tenía mayor idea y sigo sin tenerla. Viene al caso porque
no es que este jubilata lleve miles, pero sí algunos cientos de páginas desde
que le tomó esta afición por la crónica encapsulada en forma de bitácora internautica - que el
improbable lector tiene ante sus ojos - y seguro que entre ellas las conneries son
abundantes y hasta de grueso calibre.
Claro que un servidor no tiene una fama literaria que defender, lo cual es
un alivio enorme. Aunque, por otra parte, el pundonor le exige a uno un acto de
rebeldía, aunque sea testimonial. Para eso nada como recurrir al popular chasonier Georges Brassens: Trompettes de la Renommée, vous êtes bien mal
embouchées! Pues sí, las trompetas
de la Fama desafinan horrorosamente.
Por
esa razón, lo mejor es aceptar el destino con estoicismo senequista sin necesidad de
abrirse las venas. Basta con recordar lo que dice el poeta Horacio: Ducunt volentem fata, nolentem trahunt: el Hado guía a quien lo acepta; a quien no lo
acepta, lo arrastra. Y uno, la verdad, no querría verse arrastrado por un dios
tan imprevisible y veleidoso. Para ello no es necesario practicar la fe del
carbonero (creo porque no comprendo), basta con echar mano de la filosofía
casera para encontrar algún consuelo.
Lo que me
recuerda a Herminio aquella vez que estaba filosófico. Herminio es mi relojero;
o sea, el que me limpia y arregla los relojes de bolsillo desde hace más de 30
años. El hombre estaba sentido todavía por la muerte de su padre, que sucedió
hace ya un tiempo. La fugacidad del tiempo es cosa de su oficio, puesto que él
repara las máquinas que lo miden, y sabe que detrás de todo tiempo hay un
mecanismo, con su tic-tac imparable, que nos lo va devorando con la excusa de
su medición.
Lo que me llamó
la atención fue que sus reflexiones filosóficas sobre la finitud de las cosas
tenían un componente hedonista del que él no era consciente. En una esquina del
mostrador estaban las herramientas que usaba el padre para desmontar y limpiar
relojes, cuyas piezas ya limpias, colocadas en cajitas, brillaban como la
patena. Se echaba de ver que era un
hombre minucioso y trabajaba con la meticulosidad propia del oficio. Allí seguía todo y, Herminio, echando un vistazo al rincón vacío donde siempre había trabajado su padre, el viejo relojero, me habló de todos los afanes de la vida para, al final, no llevarse nada
material al otro barrio, y que la única realidad es lo que uno haya podido
disfrutar de la vida.
Me invitó a que
viviese y disfrutase, porque es el único bagaje que tiene algún valor. Un ejemplo
de filosofía práctica, un carpe diem
de comercio de barrio que nacía de la experiencia y de los afanes diarios.
Cuando me cobró 40 euros por el arreglo del reloj y me quejé de lo caro que era
el apaño, me consoló diciendo que lo importante era que lo disfrutase. Yo pensé,
pero no se lo dije, que hubiese disfrutado más si, en lugar de los 40, me
hubiese cobrado 25. Claro que tampoco merece la pena interrumpir unas
reflexiones filosóficas por culpa de un puñado de euros.
Y, como estábamos a primeros
de años, a modo de consolación, me regaló un calendario con esta recomendación:
“Para que sepas en qué día vives”. Definitivamente el tiempo hace de los
relojeros, filósofos.
“Gelatinosa textura cromática”. La frasecita es una exquisitez
que soltó un refinado comentarista de Radio Clásica, a propósito de una pieza que ya ni recuerdo. La frase era más llamativa que la propia pieza musical y
por eso la anoté, y he encontrado la nota por ahí; por eso, ya que me tomé el trabajo de
apuntarla, la dejo aquí escrita. El comentarista de marras, a su modo, les dio
un meneo a las trompetas de la Fama.
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