El habitual improbable lector recordará que esta
señora fue gobernadora de Alaska, miembro destacado del Tea Party, algo así como la
derecha ultraconservadora del conservador Partido Republicano de las Américas
del Norte. Mal comparado, como si el Tea Party fuese la FAES respecto al aparato genovés del PP.
Pues bien, esta doña Sara Palin, enfrascada en una pelea dialéctico-ideológico-religioso-gastronómica con un bloguero vegetariano, argumentó: Si Dios no quisiera que comiéramos animales, ¿cómo es que los hizo de carne? Según parece, esta dama es muy aficionada a las hamburguesas de carne de alce, cosa que complace sobremanera al Supremo Creador, según el telepredicador reverendo Pat Robertson, quien considera el budismo una abominación y afirma que los rojos son unos mariquitas con pluma.
Pues bien, esta doña Sara Palin, enfrascada en una pelea dialéctico-ideológico-religioso-gastronómica con un bloguero vegetariano, argumentó: Si Dios no quisiera que comiéramos animales, ¿cómo es que los hizo de carne? Según parece, esta dama es muy aficionada a las hamburguesas de carne de alce, cosa que complace sobremanera al Supremo Creador, según el telepredicador reverendo Pat Robertson, quien considera el budismo una abominación y afirma que los rojos son unos mariquitas con pluma.
Y aunque no tiene pajolera relación con lo anterior,
salvo que apareció escrito en una cuartilla en el mismo montón de papeles que han
terminado en el contenedor de reciclaje, no está de más contar la siguiente historia
familiar. Se la conté, abreviada, a mi amigo Chus cuando me pilló un gazapo en
un correo electrónico en el que trabuqué caya
por ¡calla! Una coz ortográfica en
toda la boca que le solté a la lengua escrita y que él no dejó de advertirme, aunque con amistosa ironía.
La historia es tal que así: Vivía en el pueblo de mi santa un primo
segundo suyo, Pepe, casado con Caya, fruto de cuya unión sacramentada fue
Milagritos, mocita poco agraciada pero besucona en buen plan; es decir, según
cruzabas el arco de las Arrejas y embocabas la calle Santiago, Milagritos te
salía al encuentro, te decía zalamera, “¡Hola,
primo!”, y te plantaba un par de besos húmedos de salivilla en ambas
mejillas. Y así todas las veces que te topabas con ella.
Según contaba el primo Paco (don Francisco, le
llamábamos cariñosamente, porque tenía la voz engolada y calzaba un rolex de
oro en la muñeca y un sello de lo mismo en el dedo anular), Caya tenía un
saquete con dos buenas docenas de doblones de plata perulera escondido en un
rincón de la cuadra. Los guardaba para el mozo que llevara a Milagritos al altar
y la tomara por legítima esposa. Solo que Caya tenía puestas sus esperanzas en
Paquito, hijo del primo Paco (don Francisco, para los íntimos), chaval más dado
a la bici que al cortejo de primas besuconas y con posibles.
Cada vez que el primo don Paco pasaba por delante de
la casa de la prima (no consanguínea sino política) Caya, ésta corría a la
cuadra, sacaba el saquete y, por el ventano del gallinero, hacía tintinear los
doblones. Al sonido cantarín de la plata acuñada, el primo don Paco se limitaba a mirar su rolex y apretar el
paso. Si Caya insistía con el repiqueteo de los pelucones, el primo don Paco le
reconvenía con su voz de barítono wagneriano: ¡Calla, Caya! El peculio no compra amores. Pero Caya no callaba y dale que le daba al saquete de
doblones de plata bien batida.
Hasta que un día Caya paró al primo don Paco en mitad
de la calle de Santiago y le propuso el contubernio matrimonial: casaban a
Paquito con Milagritos, juntaban las haciendas, y el saquete con las dos buenas
docenas de doblones peruleros vendría por añadidura a colmar la felicidad
de los contrayentes. Y el primo don Paco, sin perder las maneras, con voz grave y buena
prosodia, le contestó: A tu Milagritos no
va a desvirgarla mi Paquito ni aunque se
meta los doblones por la espelunca venérea. Así que, ¡Hospe de aquí, tía cesto!
Tal como oí la historia, así la cuento. A Milagritos
la casaron con un labrador y del saquete de doblones nunca más se supo. No obstante, las
comadres de la calle Santiago dicen que, a escondidas del yerno, en el chiscón de los gochos, Caya cuenta
los pelucos y los hace sonar en noches de luna llena. Pero éstas
son hablillas sin constatación empírica.
También en el cartapacio de mis viejas notas
manuscritas encontré dos citas históricas que no me resisto a incluir aquí,
siquiera porque me tomo la licencia de mezclar distintos ingredientes en esta
olla podrida, en la confianza de que el paciente lector no se me lo tome demasiado
a mal. Los jubilatas somos tozudos con nuestros recuerdos, único bagaje que nos
queda.
Decía, pues, que entre mis papeles aparecieron dos citas
de personajes de muy distinta catadura moral, aunque ambos dijeron, palabra por
palabra, casi lo mismo. “Una mentira
repetida mil veces se convierte en una verdad”, decía Göebbels. Siempre
hemos oído esta frase como si fuese una originalidad del pensamiento
goebbeliano, pero hemos olvidado que hubo un personaje francés, político y
literato, que ya la había dicho algo más de un siglo antes. Y fue Chateaubriand
en sus Memorias de Ultratumba (Libro 27, por más señas).
No pudiendo resistir mi inclinación por la lengua
francesa, la transcribo: Tout mensonge
répété devient une vérité. Y añadía: On ne saurait avoir trop de mépris pour les opinions humaines : « Toda
mentira repetida se convierte en una verdad. No se puede tener mayor desprecio
por la opinión humana ». Göebbels era un cínico, Chateaubriand un
pensador.
Pasé toda la tarde dedicado al expurgo de papeles,
pero al improbable lector no voy a darle más la tabarra. Basten estas muestras
que le he ofrecido para que se haga cargo de la inutilidad de almacenar
papeles.
Permítame que, como historiador, valorice la versión de Gobbles al atreverse a cuantificar el número de veces que hay que decir una mentira para convertirla en verdad. Ciertamente, la frase de Chateubrien es poco concisa y puede inducir a error: ¿si repito una trola diez veces la gente la da por buena? Creo que hasta que Gobbles cifró en 1.000 el número de repeticiones necesarias, y hay ya no hay duda. Es más meritorio, ¿no le parece? Y que nadie me acuse de nazi, por favor. Si me lo permite, es como si alguien observa que al sumergir un cuerpo en un líquido, aquél recibe un empuje. Pero ¿cuánto? Ése es el mérito de Arquímedes (es que además de historiador soy físico).
ResponderEliminarPerdón por la errata:_ dije "hay" donde quise decir "ahí" (y eso que también soy lingüista). Por tanto, la frase debe ser "... y hay ya no ahí duda". Perdone.
ResponderEliminarPues mejor que no la hubiera vd. corregido la frase, D. Facundo, pues la corrección debe ser esta otra: ..."y ahí ya no hay duda." Y no le damos una tercera, pues esa ya es esta misma. Creo que le vendría bien dejar alguna de sus profesiones de las que no todas es vd. profeta. Mis respetos.
ResponderEliminarResumen please.
ResponderEliminarDeje usted las poleas que se le pueden atragantar.
ResponderEliminarPero si quiere resumen, vea:
"“Decimos una necedad y a fuerza de repetirla acabamos creyéndola.”
―Voltaire" O sea que no es de Chateaubriand, que es el del filete a la Chateaubriand, corte de solomillo de vacuno buenísimo; ni de Goebbels, que ya sabemos de qué hacia los filetes.
Admirado me tienen los cultos lectores de esta bitácora. Quede constancia de mi agradecimiento por su colaboración.
ResponderEliminarSegún parece, la frase ha sido repetida por ilustres pensadores a lo largo del tiempo.Ya puestos, me gustaría añadir ésta que, según cuenta Aulo Gelio, oyó a su maestro Favorino: "Mendacium crebre dicas, veritas videtur". Lo que viene a significar: miente con frecuencia y parecerá una verdad.
¡Toma ya con la cultura del Jefe, ni más ni menos que D. Aulio también la dijo, gracias!
ResponderEliminar