sábado, 16 de junio de 2018

Reincidencias.-


Lamento muchísimo verme en la obligación de comunicar a los improbables lectores de esta bitácora que no he sido invitado al selecto Grupo de Bildelberg, cuyas sesiones se han celebrado en Turín entre los días 7 y 10 del mes actual. Lo cual me ha obligado a cambiar, sobre la marcha, mis planes para este fin de semana. Por ello, he devuelto mi billete low cost de Ryanair, he echado al bolsillo mi acreditación de Amigo de los Museos – que, encima, tiene desgravación en la declaración del IRPF – y he reincidido en las visitas a las exposiciones del Reina Sofía: primero a la recién inaugurada exposición Dadá ruso 1914-1924 y luego, en el Palacio de Velázquez, a la muestra de la colombiana Beatriz González.

A este jubilata, desde su lejana juventud, siempre le han atraído las vanguardias artísticas de aquella frustrada Rusia Socialista de todos los soviets, desde los años previos a la revolución hasta que la burocracia soviética las metió en cintura e impuso el realismo socialista. Acabado el jolgorio futurista, dadaista, constructivista, suprematista, fue aquello una especie de academicismo de covachuela ministerial donde el artista es un propagandista del régimen, un funcionario sometido a obediencia y un productor de arte a mayor gloria de la revolución debidamente reglamentada. Dicho sea, por supuesto, salvando las excepciones al caso que el lector, improbable pero curioso de saberes, conoce. Quede como ejemplo Shostakovich, con sus sinfonías Leningrado, o El año 1905 (le valió el Premio Lenin), o esas populares Suites para orquesta de jazz que todo aficionado ha escuchado alguna vez.

Lo primero que llama la atención del visitante es una de las habituales contradicciones de eso que nos empeñamos en llamar Arte: El dadá ruso se niega a sí mismo la condición de arte y rechaza la originalidad y autoría personal, que son, precisamente, condiciones indispensables para que una obra se acredite como artística. Incluso - dicho sea a modo de ejemplo - ese urinario que Duchamp pretendió exponer en la muestra de la Asociación de Artistas Independientes de Nueva York, en 1917, está santificado por la originalidad artística: bastan el título de “Fuente” y la descontextualización de su función como recipiente mingitorio (por decirlo así), para que el objeto haga referencia a una idea original y el hallazgo se considere artístico.  Un urinario o un irónico bigote sobre el labio superior de Monna Lisa pueden hacer de ti un artista. Si sabes epatar al burgués, claro está.

Precisamente, eso es lo que niegan los dadá rusos. Niegan la originalidad individual y adoptan el Todismo como forma de expresión: obras colectivas que dan como resultado construcciones extravagantes, con materiales no utilizados en arte, para lo cual cualquier objeto o material sirven. Es lo que conocemos bajo el nombre de ready made, o mejor, objets trouvés, como nos gusta decir a los que vamos de jubilatas exquisitos y visitamos exposiciones raras solo por labrarnos un prestigio cultureta.  Estos Dadá rusos usan la burla para reírse del arte “serio” y eso, para ellos, es garantía de la seriedad con que practican lo que llaman “antiarte”. Tatlin, el diseñador del monumento a la Tercera Internacional, ya lo decía: Nada de arte… a la mierda el arte.

Y así pasa, claro. Llega el visitante dispuesto a darse un baño de arte de vanguardia y lo primero que le dicen sus protagonistas es que aquella muestra que está viendo, de arte, nada. Que, en realidad, lo que hicieron los dadaístas viene a ser como una broma de niños grandes; un juego de tipos excéntricos dispuestos a burlarse de todas las mayúsculas del ARTE y a negarse como artistas. Ya lo dicen los Nadistas: Si alguien afirma con delicadeza: “el arte está por encima de la vida, el arte nos enseña”, le atizamos con un palo en la cabeza. 

Así que el jubilata, desorientado, no acaba de entender que todos esos objetos curiosos, absurdos, raros, cuyos autores definen como no arte, quepan en un museo tan serio como el Reina Sofía. Pero debe ser por aquello cuya sospecha se va confirmando a lo largo de la exposición; esto es, que el arte de vanguardia es contradictorio y muchas veces se define por aquello que niega: niega ser una forma, (a lo mejor absurda, de un absurdo ex profeso, no lo olvidemos), de expresión artística. Afirma su negativa a reconocerse como una creación original, de forma que su da-da (sí-sí, en ruso) lo convierten en niet-niet, no-no.

Con ese embrollo enfebreciendo las meninges, el visitante se detiene ante las escenas de Asalto al Palacio de Invierno, una peli en plan parodia, en la que un indolente zar se pasea arriba y abajo entre los agasajos cortesanos, mientras burgueses con sombrero de copa corren de aquí para allá llevando enormes sacos cargados de dinero. Viene a ser una versión burlesca de la película heroica de Eisenstein sobre el mismo tema. La revolución es una cosa, la visión que ellos tienen de ella, es otra.

Con el propósito de ir digiriendo los desvaríos dadaístas rusos, y también por descansar de ellos, y como jubilata curioso de novedades que es uno, encaminé mis pasos al parque del Retiro, a echar un vistazo a las obras de la colombiana Beatriz González que se exhiben en el Palacio Velázquez.

Si esperaba el espectador disfrutar de un arte colorista, de una ingenuidad de pintura popular, con colores planos y brillantes, al punto se da cuenta de su error: Lo que esta colombiana nos está enseñando es la muerte, el sufrimiento de un pueblo que traslada a sus muertos arrebujados en sacos de plástico, que llora en silencio y con temor. A través de los duelos de sus personajes, de esas cajas de muertos llevadas a hombros, trata de recordarnos que Colombia es un país sometido a cincuenta años de guerra, corrupción, asesinatos políticos, narcotráfico, expulsión de campesinos de sus tierras… En fin, según dice el folleto, el arte cuenta lo que la historia no puede contar.

Querría este jubilata explicar las reflexiones y sensaciones que tuvo mientras recorría esta exposición, pero no es cuestión de abrumar al lector paciente que ha llegado hasta aquí en su lectura. Si le vale esta recomendación, mejor que deje la lectura y se dé una vuelta, con curiosidad y sin prisas, por el Reina Reina y sus salas satélite. A lo mejor no acaba de enterarse de qué está viendo, como le ocurrió a un servidor, pero tendrá noticia del movimiento dadá ruso y otros artistas de los que nunca hubiéramos tenido noticias si no fuese por este museo tan cercano a nosotros. No es poco.

Un servidor, en vez de ponerse estupendo, como decía don Latino de Hispalis, preferiría hacer lo que dijo el futurista Igor Terentief: Nunca pierdas la ocasión de decir algo estúpido.
A lo mejor lo ha logrado.

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