Caminaba la otra mañana, tempranito, hacia el banco para sacar algo de
pasta para la supervivencia doméstica, cuando en mi propia calle, en el número
12, vi a un espécimen de apariencia humana con un espray pintarrajeando la
fachada.
No pude por menos de decirle que aquello que estaba haciendo era una
guarrería. Resulta que el fulano estaba pintando, aparte lo que parecían unas cifras,
unos símbolos nazis. Se lo reproché de buenas maneras, y el quidam aquel me soltó las consignas habituales en los de su especie: que esto era una
democracia, que él hacía lo que le daba la gana, y que nadie le decía lo que tenía
que hacer. Parece que con estos elaborados razonamientos se acababa su argumentario de manual porque, a mis
reproches, no supo contestarme más que con consignas de patriotismo manido.
La verdad sea dicha, lo del pintarrajeo de la
fachada se lo reprochaba yo en plan jubilata cívico, no por lo que simbolizaba – que también, una vez
que me di cuenta – sino por el incivismo que suponía ensuciar la pared sin más razón
que el impulso nacido de su gonadario ideológico.
Discutimos, controlando no se
le disparase la agresividad, porque uno es provecto y no está en edad de
enfrentarse a las hordas de la barbarie totalitaria. Más, teniendo en cuenta,
como resultó evidente, que me encontraba ante un espécimen de la escala evolutiva al que le
faltaban varios hervores, y estaba, por lo tanto, poco dotado para el
raciocinio.
Le pregunté que qué iban a opinar los vecinos del inmueble cuando viesen sus pintadas y tuvieran que limpiar la fachada con el dinero de la comunidad, a lo que el bípedo me contestó que él vivía allí. Su respuesta me convenció de que, si a un débil mental le fanatizas convenientemente, en caso de llegar a mayores, tienes en tu poder una maquina de cometer estropicios sin sentido de culpa.
Le pregunté que qué iban a opinar los vecinos del inmueble cuando viesen sus pintadas y tuvieran que limpiar la fachada con el dinero de la comunidad, a lo que el bípedo me contestó que él vivía allí. Su respuesta me convenció de que, si a un débil mental le fanatizas convenientemente, en caso de llegar a mayores, tienes en tu poder una maquina de cometer estropicios sin sentido de culpa.
La cosa acabó en un soltarme: “Vaya usted a sus cosas” y “arriba
España”. Yo repliqué que sí, que iba a mis asuntos pero que aquellas pintadas seguían siendo una guarrería. Aquel espécimen humano se metió en el portal y yo me fui a
sacar los euritos para hacer la compra del día.
Se lo contaba yo a mi vecino el depresivo, al cual encontré por el
parque del Calero cumpliendo la saludable consigna de “Camina deprisa y piensa poco”. El hombre, que últimamente me rehuye porque soy una mala influencia,
según su psicóloga de plantilla, sin aflojar el paso, me contestó: “Hay gente
que caga donde tiene el puchero”, en referencia al individuo que había
pintarrajeado su propia casa.
A mi insistencia sobre la conveniencia de educar
a estos radicales escasos de entendederas, él, moviendo la cabeza con desánimo,
me dijo: furioso cedendum. La cosa me
sonó a latines (mi vecino el depre es depre, pero un rato culto), así que le
puse cara de “Mí no comprender”. ¡Al
loco, puerta!, tradujo con la soltura de quien conoce al dedillo los
aforismos erasmistas.
La verdad, después del tropiezo mañanero con el patriota algo falto de
hervores, me alegró la firmeza con que mi vecino el depre me contestó. Se ve
que estaba en vías de mejora. Vista la buena predisposición, aproveché para preguntarle si su depresión
nacía de factores endógenos o exógenos, curiosidad que me corroe desde hace
años.
Creo que metí la pata, ya que se paró en seco, me miró con mirada de
cordero que espera la cuchilla del matarife, y dos lagrimones comenzaron a
correrle por las mejillas. Se echó mano al bolsillo, sacó un puñado de
pastillas que llevó a la boca, metió la cabeza en el vaso de la fuente
ornamental del parque y empezó a tragar agua. Trabajo me costó sacarle la
cabeza de la fuente, que por poco se ahoga.
Este barrio de la Concepción, donde vivo, tiene gente francamente
rara. Lo mismo te tropiezas con un patriota de meninges a medio hervor pintarrajeando la fachada de
su propia casa, como que das con un depresivo al que no puedes preguntarle ni por su
propia enfermedad sin que parezca que le estás mentando la bicha. Yo creo que las personas normales que vivimos aquí no somos
tantas. Y encima, nos estamos haciendo viejos.
Mira, yo te dejo la pole y luego me tomo un POLEO menta.
ResponderEliminarPues sí, tienes razón, pero entre los jóvenes también hay personas "normales".
ResponderEliminarPor lo demás, los especímenes con apariencia humana son seres humanos y no marcianos.Esto es lo más grave y lo que nos rompe las neuronas a más de uno, que no acabamos de comprender ni aceptar la coexistencia con ellos.Otra cosa son las gamberradas, que se curan con el paso del tiempo. Amén.
Las gamberradas se curan con educación; dejarlas en manos del tiempo es lo mismo que disculparlas como "cosas de la juventud". Pero a lo que iba, soy el abogado del señor al que usted interrumpió mientras decoraba la fachada de la casa. No puedo permitir que considere falta de hervor su actitud artística. Si fue tan supremacista como para hablar con él pontificando, espero que se atreve a mantener un diálogo con un letrado como yo. Le mando un padrino, perdón, un privado, y hablamos. Saludos.
ResponderEliminarVale, Gerardín, yo también le envío mis padrinos. El duelo, a florete y a primera sangre.
EliminarEs interesante el relato mañanero.
ResponderEliminarEso pasa cuando en los dos días en que los jubilatas salimos de la casa con los ojos abiertos e incumpliendo la orden de correr sin pensar.