viernes, 20 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo, II. Bichos.-



Querido aunque improbable lector:

Esta vez me gustaría hablarte de insectos, cánidos y otras divagaciones. Aunque no estoy seguro de que por ese orden.

Subía la otra mañana, con la fresca, por el camino del robledal que lleva desde las Arreturas hacia la pista que cruza la subida al puerto del Reventón. Apenas eran las ocho de la mañana, el bosque olía a silencio y a los restos del frescor de la noche pasada, cuando sentí espeluznárseme el vello de los brazos y ponérseme carne de gallina. Y no era por el frío, sino por una sensación como de alerta que me sobrevino de forma, digamos, tan imprevista como irracional. 

Antes de ser consciente de ningún peligro, percibí el ruido de un animal deslizándose sigilosamente por entre el matorral del sotobosque por sobre el talud del camino y que me cerraba el paso a mis espaldas, en caso de yo querer retroceder. Pensé: algún perro asilvestrado que me sale al camino, y saqué el artilugio espanta-perros que llevo para las ocasiones. Es un mecanismo que emite ultrasonidos. Los perros son tan sensibles a ellos que se alejan con el rabo entre las patas y no tienes que defenderte de ellos a bastonazos.

El animal, agazapado a mis espaldas, entre las matas, se mantuvo a distancia prudencial. Pero mi sensación de peligro permanecía; la respiración entrecortada, los músculos en tensión, los ojos asustadizos, intentaba localizar de dónde vendría el posible riesgo… ¡Joder!, me dije con la sorpresa previa al pánico: Ante mí, un lobo adulto, el jefe de la manada por su aspecto, me miraba a varios metros de distancia, camino arriba. A un lado, un poco por detrás suyo una loba y dos lobeznos. Una familia lobuna que acababa de tropezarse con el desayuno, se me ocurrió pensar con un resto de humor negro, previo al terror incontrolable que empezó a apoderarse de mí.

Pero, vaya usted a saber por qué me dominé, me acordé del Pobrecito de Asís y su diálogo con el hermano lobo, así que controlé mis ansias de salir corriendo monte abajo, forma segura de convertirme en despensa ambulante de la troupe lobuna. Decidí hablarle, siempre con el artilugio espanta-perros a mano. Con voz pausada, controlando los trémolos de miedo que querían escapárseme de la garganta, le dije: Tengamos la fiesta en paz, amigo lobo. Sepas que, si me coméis, mi carne tendrá sabor a plomo; al plomo que os van a meter en el cuerpo en cuanto mis congéneres descubran vuestra fechoría. Harán batidas con escopetas y fusiles de mira telescópica hasta daros caza y os dejarán la piel como un colador. En el mejor de los casos, apresarán a los lobeznos, que terminarán  en una reserva, convertidos en espectáculo para turistas y en eunucos sobrealimentados. Los adultos habréis perdido la vida y ellos, los pequeñuelos, la libertad y, lo que es peor, la dignidad de animales salvajes. Así que, amigo lobo, cada cual por su camino y este encuentro como que no ha tenido lugar.

Según le hablaba, su mirada, de feroz y calculadora – no olvidemos que yo era su presa y él quería cobrarla sin riesgos – fue adquiriendo una expresión así como reflexiva. Sus colmillos, que hasta el momento asomaban amenazantes, en gesto previo al ataque, se fueron ocultando tras los belfos. Puede notar que el animal se distendía. Avanzó hacia mí con gesto de amo de la situación, me olisqueó la media ortopédica que llevo en la pierna izquierda, y, para no perder la dignidad ante los suyos, al pasar, me golpeó con su flanco en mi pierna, de modo que me hizo perder ligeramente el equilibrio.

A un gesto suyo, se agrupó la pequeña manada: él delante, la hembra con los dos cachorros después, y el lobo joven cerrando la comitiva. La loba, me fijé entonces, tenía las mamas colganderas, como de haber criado a sus retoños, y se le marcaba el costillar bajo la piel. Los lobeznos, por lo que parecía, debían haberle exprimido las ubres sin consideración hasta dejar a la madre en los huesos. Ella volvió la cabeza hacia mí, me miró con ojos golosos y hambres atrasadas. Se le notaba que, gustosa, hubiese arriesgado la vida con tal de llevarse a las fauces unas chuletas de jubilata, aunque la carne estuviese acecinada por la edad y con sabor a plomo futuro de escopetas al acecho.

En nada se parecía a la mirada del chucho abandonado con el que me tropecé el otro día cerca de las piscinas municipales. A las ocho y media de la mañana estaba saliendo de casa para iniciar una marcha desde las Arreturas hacia la presa colmatada del Artiñuelo, por su margen derecho, cuando vi aquel perro abandonado cerca de la piscina municipal. El tercero que veo en los días que llevamos aquí. Era un dálmata, tumbado sobre el asfalto, al calor de los primeros rayos de sol, que se levantó nada más verme – tenía un aspecto bastante perjudicado, el pobrete –, y, con esa mirada de pena perruna que se les pone a los animales de compañía que han perdido al amo, se echó a un lado para que el rey de la creación pasara sin ser molestado, y me miró como si esperara un poco de compasión por mi parte.

Tengo yo una relación ambivalente con los perros. Por un lado, de fobia, consecuencia de cuando me he tropezado con alguno de sus congéneres en medio de algún camino. Animales agresivos que te enseñan los dientes, gruñen, y defienden un territorio que, si fuesen seres racionales, sabrían que es público y de libre tránsito. De otro lado, en cuanto que animales de compañía, les tengo una cierta simpatía. Siempre sin olvidar que no dejan de ser una especie invasora del espacio doméstico, pues casi no hay casa en la ciudad que no tenga alguno; se cagan por las calles y sus sucios dueños (con las excepciones que haya lugar) no recogen las heces. Si en vez de un perro, o a la vez, hubiese un par de niños en cada casa, la pirámide poblacional ensancharía por la base y los viejos seríamos una especie en extinción y no en expansión, como en estos últimos decenios.

Quienes sí me caen simpáticas, son las luciérnagas. Suelen encender sus luces fosforescentes, como minúsculos semáforos entre la hierba y por las tapias, a la caída de la noche. En el jardín de nuestra casa sobre el museo, siempre vemos alguna. Las hembras lucen sus galas luminiscentes a la espera de los machos que sobrevuelan buscando acoplamiento, y nuestro pequeño jardín se ilumina de puntitos de fosforescencia, como una verbena en miniatura. Lástima que la contaminación lumínica del alumbrado público les hace dura competencia y distrae a los machos de su función reproductora. Aunque aún está por saberse si hay algún luciérnago enamorado contra natura de una farola municipal.

¡Ah! No se me olvide decírtelo, improbable aunque imprescindible lector: el encuentro con los lobos de la otra mañana, fue cosa de la imaginación fabuladora, a la que dejé que se desbocara mientras chuzaba camino arriba y así me distrajera de los sudores y afanes camineros. La loca de la casa, la llamaba Teresa de Ávila, y no debía de faltarle razón, ya que sigue sus propios vericuetos mentales sin lógica aparente. En este caso, inventó, porque le vino en gana, la historia que te acabo de contar. Así que, de lo dicho, menos lobos, Caperucita.

Pero, si algún día, lector carísimo, te tropiezas con algún lobo en algún andurrial perdido, recuerda a Francisco de Asís y el lobo de Gobbio, según nos cuenta Rubén Darío:

…Francisco, con su dulce voz, 
alzando la mano al lobo furioso,
dijo: ¡Paz,  hermano lobo! El animal  
contempló al varón de tosco  sayal;
dejó su aire arisco, 
cerró las abiertas fauces 
agresivas, y dijo: 
Está bien, hermano Francisco.

Y si las suaves palabras franciscanas no funcionan con el lobo, tú, por si acaso, invoca al poverello d’Asís para que interceda, porque la cosa es peliaguda. Y si tampoco, date por jodido, hermano.

Por hoy no tengo más qué contarte, lector amigo. En nuestra casa, cada tarde, se instala el calor y, mientras tecleo esta carta, de las axilas, aunque bien lavadas, sale un leve tufo a sobaquina. Perdona la vulgaridad que antecede y el abuso de confianza al sincerarme contigo sobre materia tan poco apta para una confidencia, fruto, sin duda agraz, de la amistad que te profeso. 

Piensa que hubiera sido peor - lo digo en mi descargo - si hubiese hecho una descripción morosa del dicho fenómeno de sudoración al estilo de Marcel Proust, quien invirtió unas 30 páginas para describir, con minuciosidad de entomólogo, el beso en las mejillas sonrosadas que le dio a su amiguita Albertina. Lo digo porque estoy leyendo Du côté de Guermantes, lectura muy veraniega, apta para tiempos de lento discurrir de las horas caniculares.

Quedo tuyo afmo.,

1 comentario:

  1. Con esto de la calorina hasta las mentes más centradas caen en la exageración, y lo digo porque la aparición de la familia lobuna, contada con tal morosidad que más que literatura parecería hecho canicular,estâ mostrando que el suceso fué cierto y que el instinto del que eso escribe lo quiere ocultar, para tranquilidad de sus seguros lectores. Proust no ocultó el beso sino solo a quién lo dirigía, Albert.
    D.Juan José, hoy nos oculta que la aparición del lobo fué real.
    Qué le vamos a hacer, la literatura tiene estas cosas!

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