lunes, 9 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo. (I)


Querido aunque improbable lector:

El verano, en el valle, es tiempo de vida pausada, largos paseos por los caminos del robledal y los pinares, y cavilaciones sin objeto definido, sólo para que la mente no esté ociosa. Al menos así transcurre para los septuagenarios andariegos, como este jubilata que suscribe.

Posiblemente, amigo lector (improbable o no) de las cosas de esta bitácora, a ti no te importen demasiado la vida pausada, que puede parecerte tediosa; las caminatas por el monte, tan molesto con sus moscas pegajosas, sus caminos irregulares y sus zarzas traicioneras; y menos todavía, las cavilaciones sin fundamento de un provecto improductivo. Aún y así pienso  dedicarte estas cartas. Aunque tú pienses que soy por un coñazo insoportable, yo, escribirte, pienso hacerlo. Tú podrás leerme o no, según te pete. No me ofenderé si no lo haces.

Si Alphonse Daudet escribió sus Lletres de mon Moulin y ahora es una de las glorias de las letras francesas, a ver por qué puñetas este jubilata no va a poder iniciar correspondencia escrita con sus lectores. Lo de llegar a gloria de las letras es harina de otro costal. No se trata – esa es la pura verdad – de hacerme un hueco en ningún Parnaso literario; un servidor tiene ya ganadas todas las medallas que le correspondían, y bastantes batallas perdidas. Se trata, simplemente, de encontrar una justificación para dar rienda suelta a toda esa molienda de pensamientos difusos, observaciones al paso de las botas camineras y reflexiones sin objeto que vienen a la cabeza mientras el caminante sigue las sendas un poco al azar.

Todo lo cual no dispensa de explicar el porqué de las cartas desde el museo. Es que la santa y yo vivimos en un bonito apartamento, luminoso, soleado, que está sobre el pequeño museo etnográfico de las Hermanas Miñambres. Ellas, nuestras caseras, con tesón, paciencia y mucho esfuerzo, han logrado reunir una colección de trajes, prendas y objetos de uso habitual en generaciones anteriores, y los exhiben en la pequeña sala que sirve de exposición.

Así que ya lo sabes, lector que, a lo mejor, resulta que sí lees estas letras. Si pasas por Rascafría, no sólo visites El Paular o te bañes en las Presillas, o deglutas sabrosos chuletones serranos, acércate hasta el museo (abre sábados por la tarde y domingos por la mañana) que sirve de sustento de nuestro apartamento. Sustento, quiero decir, porque sus paredes sustentan nuestra vivienda, no porque se cobre entrada que nos facilite la manduca, y dedica media hora a visitarlo. Luego, si te apetece, deja una nota en su libro de visitas. Lo del libro se dice, y perdona la vanidad, porque es donación que un servidor hizo cuando se inauguró la sala. Con más afición que habilidad lo encuaderné en el taller de encuadernación al que asisto.

Si lo haces, lo de escribir en el libro de visitas, será como cabalgar sobre ese bucle de lecturas/escrituras en el que tú escribirás porque me has leído lo que antecede, y yo bajaré a leer lo que tú hayas dejado escrito. Así, yo seré tu lector, el mismo que te ha incitado a la lectura/escritura, escribiendo para que me leas y repliques con tu texto manuscrito en el libro de visitas. No sé si me explico. Si te parece demasiado complicado, olvida este capricho, nacido del ocio veraniego de este jubilata, quien va dándole vueltas a las cosas que le cruzan por su bosque neuronal como esos corzos fugaces que, cuando menos lo piensas, se ven cruzar por entre la arboleda.

Como esta primera carta veraniega no parece tener otro objeto que justificar su existencia, me gustaría darle un poco de sustancia; así parecerá que hay alguna razón para enviártela. Pero difícilmente podré hacerlo a menos que muestres algún interés por la naturaleza, porque de ella y de sus aledaños se va a hablar en las próximas. Supongo, a pesar de tu condición de asfaltícola, que eres perfectamente capaz de distinguir entre un roble y un pino. Si es así, vamos por buen camino. Tampoco pienso ser muy exigente contigo, como tú no lo serás con mis textos. Eso espero.

Me hago cargo que, si te pregunto por un mostajo o por un serval, un acebo o un enebro, y no tienes pajolera idea, el mundo seguirá rodando tal cual. Yo tampoco sé distinguir entre el sabor de una cerveza Alambra y una Mahou, y mi ciencia en degustación de bebidas no va más allá de esa marca de aguas del grifo, tan conocida, del CYII. Tampoco te voy a exigir que quedes prendado de los guiños de un semáforo, como yo quedo fascinado ante el rumor de un arroyo. Ni punto de comparación.

Porque sabrás que hace unos días  bajé bordeando el arroyo Aguilón y oía cantar sus aguas saltarinas por entre las piedras. Pensaba: si hubiese tenido un oído sutil para la música, en lugar de esta alpargata que tengo por el órgano auditivo, hubiese compuesto, como Liszt hizo de las fuentes de la Villa d´Este, una obra que recogiese los murmullos y las sutiles vibraciones del agua de un arroyo de montaña con su canción de espuma y frescor montaña abajo.

Pero cada cual tiene sus limitaciones. Además, no conviene olvidar que tú llevas una vida muy ajetreada en la ciudad y no estás para estas sutilezas, mientras que a mí, aunque mi oído no sea fino, me sobra tiempo para observar el aleteo de un abejorro que va libando de una flor de gamón a otra de digital. ¿Que no sabes qué es un gamón, un digital, una cañaheja, un gordolobo? Ni te preocupes. Son plantas bien modestas que estos días estén en plena floración. Y, sépaslo, si te hablo de ellas es por puro postureo, por irme labrando fama de connaiseur de las cosas campestres, que a mí también me llevó su tiempo aprenderlas.

Amigo lector, no quiero robarte más tiempo. Disfruta del verano. Léeme si te apetece, y recuerda que, en mis caminatas, te tengo presente. Lo cual no sé si es bueno para ti.

Quedo tuyo afmo.,

3 comentarios:

  1. Pues a mí, D. J.J. me producen una paz inefable que invade mi alma estas descripciones campestres que tiene ud. la amabilidad de ofrecernos a sus, a veces, constantes lectores, de las que quedo tan agradecido como maravillado,. por la cuidada prosa que recuerda a la de Unamuno en algunos de sus escritos de viajes. Para mi, y no es lisonja de zalamero, creo, sus entregas son de un alto contenido poético y me hacen incluso hacer llegar hasta mis narinas algunos olores que imagino que ud. está recibiendo en ese camino, esa parada junto a un árbol, a la fresca en un arroyo.

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  2. Me recrea tu escrito, y nos haces pensar en ese verde de las montañas, que en la ciudad no vemos por el gris del cemento .

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