sábado, 2 de junio de 2018

... Y fueron felices.-

Fragmentos de una autobiografía que no pudo ser:

La capacidad de ubicuidad imaginaria de los niños es un don del que yo disfruté durante mi infancia franquista, cuando la mesa escasa y la carencia alimenticia se suplían con leche en polvo y queso amarillo de la ayuda americana, a la vez  que la voracidad imaginativa se alimentaba de los cuentos maternos. Sin aparente esfuerzo, aquel niño que alguna vez fui, saltaba desde la famélica y muy patriótica reserva espiritual de Occidente hasta el mundo de los sueños donde podía ser indistintamente príncipe, sastrecillo valiente o apuesto caballero.

 ¡Ah! Aquellas madres de derechas, de escapulario al pecho, novena a Santa Rita y Primeros Viernes de mes que, amorosamente, contaban a sus retoños unas terribles y, a veces, incongruentes  historias de niños abandonados en medio de bosques plagados de brujas y ogros; de estúpidas princesitas que se levantaban de la cama ojerosas por culpa de un guisante debajo del colchón; de príncipes hermafroditas que besaban remilgosos a bellas durmientes; de caperucitas irresponsables que cruzaban sombrías florestas habitadas por lobos hambrientos y falaces; de príncipes-sapo que incitaban a puras doncellas a escabrosas relaciones de zoofilia con la excusa de un beso redentor; o, en fin, de enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello... Mundos irreales que hacían olvidar los agujeros en las suelas de los zapatos, las culeras remendadas en los fondillos del pantalón, o los regletazos del maestro en el pulpejo de los dedos...

Jamás me pregunté por qué los cuentos infantiles, oídos una y otra vez, terminaban con la muletilla de “...y fueron felices y comieron perdices” A lo que, con cierta malicia, se añadía a veces aquello de “y a mí no me dieron porque no quisieron”. Y uno, niño sentado a la mesa de manteles pobres, era feliz con la feroz inocencia de quien sabe que al lobo de Caperucita le estaba bien empleado que le rajaran la tripa para sacar a la abuelita incólume, quizás por indigesta a causa de su provecta edad, y se la llenaran de piedras, la tripa, que no la abuelita.  

Y no me cuestionaba tampoco el hecho de que príncipes y princesas, felizmente casados y gozosos herederos de fabulosos reinos sin revoluciones bolcheviques, pasasen el resto de su vida comiendo suculentas perdices mientras que el niño hambriento de mundos fantásticos que yo era,  saciaba sus hambres infantiles con un tazón de leche ensopada con pan moreno y edulcorada con sacarina.

Y durante las diarreas estivales que dejaban al niño en los huesecillos, y el agua de limón era el remedio más socorrido, y al niño soñador se le marcaban las costillas como tiernos sarmientos y se le agrandaban los ojos brillantes de fiebre y de mundos imaginarios, la madre lo transportaba dulcemente hasta su cuento preferido, allí donde Pulgarcito robó las botas de siete leguas al gigantón y daba enormes saltos que le llevaban hasta la casa de sus papás; ésos que, pasado el tiempo de la niñez, descubrió horrorizado que eran unos desnaturalizados porque abandonaron a su prole en medio del bosque.
Muchas veces me he preguntado a qué dios cruel se le ocurrió inventar la infancia, con ese maravilloso don de la bilocación que me permitía estar en la escuela cantando la tabla del siete – la más difícil, con mucho – y matando dragones, en el mundo de Irás y No Volverás, para salvar de sus garras a aquella vecinita mocosa de las trenzas negras y los lazos rojos, que jugaba a las muñecas en cuclillas, mostrando en su inocente indiferencia unos muslos sonrosados que al niño-paladín le perturbaban con premonitorios deseos.

Cierro los ojos, salgo de mí mismo, abandono este cuerpo de hombre hecho de materia orgánica y de frustraciones y me zambullo en el líquido amniótico de aquella matriz primordial  que me aísla de un universo que detesto y que me niego a comprender. Buceo en el claustro materno de la imaginación infantil y me acomodo en un rincón desde el que observo sin ser visto. Soy de nuevo el niño que no sabía de la existencia de horarios laborales, de Agencias Tributarias o de los mil suplicios que los humanos inventan para vivir en sociedad.  Soy, de nuevo, el pequeño y tímido niño que construía paraísos en una España muerta de hambre y de glorias guerreras; libre en tierras donde los campesinos sudaban las cosechas y los miedos al glorioso Movimiento; feliz en una familia de derechas que remendaba dignamente su pobreza y educaba a su prole en el temor de Dios  y del Satán comunista.

Me agito incómodo en mi rincón de soñar que soy niño que sueña cuentos, tan reales como la imaginación del mocoso que, en una lejana y ya imposible infancia, fui. ¡Dios! Si todavía recuerdo que era tan bonito el cuento de Blanca Nieves, con su madrastra envidiosa y cruel, y esos enanitos encantadores y aquella muchachita tan dulce... ¿Por qué el hombre que ahora soy se niega a creer aquellas fábulas inocentes?

Eso de que, en épocas de carestía, los personajes de los cuentos comiesen perdices mientras que los niños nos asombrábamos de tales dichas culinarias, solo podía sustentarse en la inocencia imaginativa y en la ausencia de toda conciencia distributiva que es patrimonio de niños subdesarrollados, como yo lo fui. Aunque, en cierto modo, también nos alimentábamos de su felicidad y de los volátiles que fagocitaban entre ternezas de enamorados.

Nunca el chavalillo, cuyo régimen alimenticio bordeaba el mínimo de aportes energéticos por vía oral, reforzado por las cucharadas de aceite de hígado de bacalao, se cuestionó la licitud de aquellos banquetes reales – reales por ser propios de mesas de reyes, aunque imaginarios por pertenecer al mundo de la ficción – ni se preguntó por la enorme cantidad de aquellas simpáticas aves sacrificadas para satisfacción de tan egregias personas.

¿Es que  nunca nadie les explicó a aquellos personajes que estaban esquilmando la fauna de sus campos? Si se pasaban la vida siendo felices y comiendo perdices... y faisanes, y conejos, y venados, forzosamente estaban destruyendo el equilibrio ecológico. Así nos pasa, que ya casi no quedan aves rapaces ni carroñeras, si no es en los documentales sobre naturaleza que echan por la tele. Pero no es lo mismo...

Con sus eternos banqueteos e  irresponsable felicidad dejaron a las generaciones venideras en la inopia y a los niños faltos de conciencia ecológica.  Lo cual resulta penosísimo cuando ese dios cruel - del que he hablado antes - nos arrebata la infancia y nos arroja en medio del asfalto y de la sociedad neoliberal que cambia, previo pago, nuestros sueños por infectos juegos de ordenador.

Perdida la fe en los sueños y resentido porque me han arrebatado la ingenuidad, descubro el terrible contubernio de las madres con los poderosos del sistema para cerrarnos los ojos ante la realidad con historias en apariencia incongruentes, pero que cumplían una función adormecedora de la conciencia social.  Y si no, que alguien me explique qué razones había para contarnos el cuento de Caperucita, por ejemplo.

El niño soñador jamás se dio cuenta de que la fábula de esta niña irresponsable estaba perversamente trucada hasta en el nombre: Caperucita “Encarnada”, en vez de “Roja”, sobrenombre que le venía de del capisallo con capucha de aquel color con que se cubría. Y es que no se podía consentir que un niño nacional-católico descubriese que el rojerío, ni siquiera como pigmento textil, fuese capaz de buenas acciones.

Si pudiese retornar hasta la infancia, buscaría al niño crédulo que jugaba al Guerrero del Antifaz por las calles polvorientas y le advertiría del engaño. Le diría que el lobo pasaba hambre porque los humanos habían invadido su hábitat hasta el punto de tener que buscar alimentos fuera de su entorno natural; que su agresividad no era más que la respuesta desesperada de su instinto de supervivencia; que, si realmente había alguien peligroso, era el cazador machote y bigotudo quien, escopeta al hombro, se dedicaba a abatir los animales que eran el natural sustento del hermano lobo.

¿Acaso, el niño que yo había sido, no se daba cuenta de la crueldad que suponía llenarle la barriga de piedras al lobo? Solo a los humanos se les ocurre matar con saña y disfrutar con ello. ¿Cómo se podía dar tan horrible fin a un animal inteligente, que hasta hablaba el lenguaje de los humanos?

Pero... mejor, no. No destruiré la felicidad ficticia de quien, al correr de los años, será, ya es, un hombre que pasa sus días tropezando con las realidades más duras e indigestas que los pedruscos con que lastraron la tripa del pobre animal.

4 comentarios:

  1. Vicente Cedilla Apostro2 de junio de 2018, 20:27

    Usted escribe muy bien, don Juan, pero es una pena que la realidad no le acompañe en un relato que pretende basarse en ella. Le recomiendo "Psicoanálisis de los cuentos de hadas" de Bruno Bettleheim y luego vuelva a reescribir el texto (no hace falta que sean 100 veces).

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    1. Gracias por la información. Será cuestión de leer a ese autor. Pero ya es un poco tarde para reescribir. Esta que ha leído es historia antigua que no voy a modificar porque, entonces, el relato no sería lo que fue en su momento, sino otro. Salió de un cajón olvidado y allí seguirá, salvo el fragmento que he publicado.
      Eso que los lectores den caña da vidilla.

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  2. "enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello...". Hombre, no. Esto vale para Pajares y/o Esteso en los 80, pero no para usted. Como mujer y seguidora habitual de su blog, me parece mal que deje caer en estos días, todavía asqueados por la "hombría" de la basurienta manada, una expresión tan despectiva hacia la mujer, y más cuando Blancanieves era solo una niña. En fin, ese machismo izquierdoso... ¿Recuerda esa letra del admirado Aute: O me llevo a esa mujer, o te la cambio por dos de 15 si puede ser? Bromas, las justas.

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    1. Este relato tiene ya 20 años y he decidido mantenerlo tal cual fue en su momento por no caer en la hipocresía de quien reescribe la historia en función de los vientos que soplan.
      Sabía que habría alguna reacción, comprensible, a este episodio, y asumo la queja y el tirón de orejas, pero uno ha de ser consecuente incluso con sus errores.

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