Sobre esta cima solitaria os
miro,
campos que nunca volveréis por
mis ojos,
piedra del sol inmensa entero
mundo
y el ruiseñor tan débil que
en su borde lo hechiza.
Vicente Alexandre. (En el monumento al hombre del campo, en Alameda
del Valle)
¿Alguna vez el improbable lector ha oído cómo suena el vuelo de una
mariposa…? ¡Ah, no…? Eso es porque no ha prestado la debida atención. Sin
embargo, todo el mundo ha oído hablar del “efecto mariposa”, pues dicen que su
aleteo aquí al lado puede provocar un tornado en el otro extremo del mundo. ¿Un
aleteo de un lepidóptero puede provocar desastres en tierras lueñes, pero no
emitir sonidos armónicos junto al caminante que lo observa? Lo dicho, es que no
se le ha prestado la atención debida.
Este jubilata, sin ánimo de ponerse exquisito, yendo la otra mañana
por el camino del Palero, y de regreso hacia El Paular, se paró a observar un grupo de ellas que
andaban alborotando en un rosal silvestre, y oyó la música de sus aleteos. Es
cierto que hace falta cierto entrenamiento: hay que saber caminar por los senderos
del monte y saborear la sonoridad de sus silencios. Para ello es fundamental
apagar cualquier aparato emisor de ruidos y desenchufarse de los pinganillos.
Si no eres capaz de prescindir del móvil, por ejemplo, ni te molestes. Tampoco
es conveniente llevar un cigarrillo encendido; de hecho, es deplorable: aparte de
que el herbazal está seco y puedes organizar una chamusquina de órdago, el
sabor acre del tabaco atora las papilas gustativas que perciben los sonidos más
tenues del entorno. No conviene, ni mucho menos, llevar en la mano una lata de cerveza o de refresco cocacolero:
la gente acostumbra a tirarlas en mitad del monte y eso perjudica gravemente el
equilibrio que la naturaleza va tejiendo con tanta paciencia. Eso sin contar
que en mitad del bosque, las músicas enlatadas, colillas chuperreteadas,
envases de cualquier tipo, son una auténtica guarrería; son como una tos de
bronquítico rompiendo la armonía del paisaje sonoro. Si, de verdad, quieres oír
el vuelo de una mariposa, olvida esas costumbres de urbanita. Si no, en
Rascafría (donde pasamos el verano) hay muchas terrazas donde puedes hablar
fuerte, chupar caladas de nicotina y beberte buenas birras. Si, además, eres de
esos que van en coche a comprar el pan a cien metros de casa, olvida estas
recomendaciones para oír el aleteo de
las mariposas y pasa de largo.
Puede el improbable lector creerlo, tal como se lo estoy contando. Fue el otro
día, bajando del Mirador del Robledo, al cruzar el bosque mixto de pinos y
roble melojo, de camino a la Casa de la Madera y el Paular. Pero no es la única
experiencia. También en el arroyo Aguilón, mientras descansaba sobre una piedra
en la orilla, y miraba a un zapatero trepar con pequeños impulsos corriente
arriba sobre la lámina de agua… El zapatero es un insecto hemíptero
heteróptero, conocido por quienes saben de estas cosas como Gerris lacustris, que se desliza sobre
unas almohadillas apicales en el extremo de sus patas, lo que le impide hundirse
en el agua. Excurso que se hace aquí para que se vea lo complejas que pueden
ser las criaturas minúsculas que el caminante se encuentra en su camino, a poco
que se pare a observar el entorno.
Pues eso, estaba observando al zapatero dando enérgicos impulsos corriente
arriba para mantenerse en el mismo lugar, cuando una mariposa limonera vino a
revolotear por donde estábamos el hemíptero heteróptero de marras y un servidor. Él empeñado en que no le
arrastrara la corriente, y yo en observar sus golpes de remo para mantener el
rumbo. Con el revoloteo de la cleopatra limonera, el arroyo empezó a cantar una
melodía acuática formada por las notas que producían los pequeños saltos de
agua como si se accionase un órgano hidráulico. El zapatero y yo pudimos
distinguir – al menos, nos lo imaginamos – la melodía que cantaba un oboe entre
los sauces de la orilla deslizándose sobre la superficie quebradiza del agua, la cual, en
aquellos instantes, dejaba sonar una trompetería de gotas en cascada cayendo
sobre una pequeña poza donde se desperezaba una trucha. Al poco, la limonera,
tan volátil e imprevisible, voló aguas arriba, y el zapatero volvió a su empeño
de no dejarse arrastrar aguas abajo. Roto el encanto, este jubilata se afianzó
sobre sus botas camineras, requirió el bastón de asenderear caminos y siguió
con sus ensoñaciones arroyo abajo.
Tal y como te lo cuento, improbable aunque siempre amigo lector.
Gracias por recordarme de los días felices en las Montañas Rocosas donde pasé mí juventud escuchando a los sonidos de la Madre Naturaleza.
ResponderEliminarEste rotundo momento mínimo ha sido como un remanso de paz para este, todavía, íncola insumiso del gran Madrid. Gracias, JJ
ResponderEliminarMuy bien juanjo, no puedes tomar vacaciones por que entonces ¿que vamosa leer?
ResponderEliminarMuy bien juanjo. No puedes tomarvacaciones por que necesitamos tus relatos naturistas
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