martes, 9 de julio de 2019

Estival, 1.- Caminata por el robledal.-


…Bajo el ala aleve del leve abanico. (Era un aire suave, de pausados giros. De repente, Rubén Darío)

El sol ya ha despuntado. La brisa de primera hora despereza los caminos del robledal. El silencio de la noche pasada hace rato que se ha ido llenando de esos sonidos que, de tan habituales, el oído del caminante no los percibe. Son como los últimos bostezos del bosque antes de decidirse a agitar sus ramas y dejar que los rayos de sol atraviesen su celaje. La grava del camino suena con pequeños chasquidos bajo las botas. Un ritmo regular de pisadas al que sirve de contrapunto el golpeteo rítmico de la contera del bastón.  A lo lejos, un perro ladra inquieto. Sabe que los pasos pausados del caminante, no visto pero sí percibido, son una nota discordante en medio del robledo, como de alguien extraño a las criaturas que habitan el bosque. Ese espécimen concreto de hombre – El Hombre, ese Bípedo borracho de tecnología – se ha internado en el robledo, pisa con aplomo, golpea el suelo con su bastón y camina por los senderos como amo que se sabe respetado por las criaturas que pueblan el bosque.
Pero este hombre en  concreto, el setentón, de barba entrecana y nariz afilada, cabeza rasurada, andares como los de sus antepasados campesinos, y mirada que mira para sus adentros, observa a su alrededor: esos gamones que florecen; las cañaejas con sus mínimas flores amarillas, en torno a una esfera de radios perfectos; un espino albar escondido entre un grupo de robles; el rosal silvestre que exhibe sus flores blancas y de un malva claro, con sus sépalos barbados o no (duo erant barbati, sine barba duo…, que aprendió con los primeros latines); el diente de león con sus vilanos a punto de desperdigarse al menor soplo de brisa…, Ese hombre, inactivo laboral y jubilata vocacional – ambas cosas por fuerza de la edad – querría pararse en un claro del monte y decirle a sus habitantes: a los robles que enseñorean el lugar, a los fresnos de los cercados, a los chopos que hacen hileras, a todas las saucedas junto a las corrientes de agua, a los mostajos dispersos, a los majuelos…; pero también a los  endrinos que se pegan a las tapias de piedra, a las zarzas que lanzan sus zarzos buscando apoyos para colonizar espacios, a las yedras que ahogan árboles con sus abrazos…; y también a los cantuesos que alfombran, a los tomillos que aromatizan a cada pisada que das, a las matas de orégano que creen en los ribazos del camino, al poleo que perfuma algunos prados, incluso a la modesta menta de burro que crece al borde de algunos navazos… También querría hablarle al arrendajo, de plumas coloridas y voz de fumador impenitente; a los rabilargos en bandada y tan desconfiados ellos…; y a los confiados petirrojos, bolitas de plumas anaranjadas que salen al camino a contonearse ante el caminante; y al pinzón, y al carbonero y al gorrión en el alero. A todos ellos y a tantos y tantos habitantes pequeños que ve en torno pero no sabría nombrar, y a las lagartijas y a las culebras de escalera y las bastardas, incluso a las víboras (como aquella que el otro día picó a un niño y se lo tuvieron que llevar en el helicóptero), y a los escarabajos que llaman ciervos voladores, con su torpe vuelo y sus maxilares como enormes cuernos, como de toros inofensivos, y a las puñeteras moscas que vienen a sorberte el sudor del esfuerzo monte arriba, y a las mariposas de vuelo errático, y… 
En fin…, a todos ellos querría decirles el caminante que es uno de los suyos, que le consideren uno de los suyos. Que no le miren como a un extraño; que, cuando le vean errando por los senderos que abrieron las vacas en su mínima trashumancia entre el rodal de hierba donde rumian y el arroyo donde beben, es uno de tantos, es uno de ellos. Eso sí, calza botas de senderismo y lleva un móvil en el bolsillo (por si una urgencia), y una cámara de fotos, y un cuaderno con un boli (para no olvidar, que la memoria enflaquece con los años). Pero, si no fuera porque la edad limita y los prejuicios sociales atan tanto, al jubilata no le importaría haber sido un loco Cardenio con el que se tropezó don Quijote (ese caballero de la Triste Figura que hizo penitencia en la Peña Pobre por la simpar Dulcinea, en camisa (no muy limpia) y con las vergüenzas y las canillas al aire, dando zapatetas como de loco enamorado), un Cardenio en lo más fragoso del monte, saltando de peñasco en peñasco, durmiendo en el hueco de los árboles, con el juicio trastornado por los celos y rabiando por culpa de los desdenes de la hermosa Luscinda. Aunque, bien pensado, eso no, el jubilata no andaría por el bosque alborotando con sus despropósitos a sus habitantes, que tampoco tiene por qué. Disfruta de una pensión digna que le permite internarse en el robledal después de bien aseado y bien desayunado. Liberado de los duros afanes de la supervivencia, solo quiere andar por las sendas a su aire, sintiéndose parte del paisaje. No es mucho pedir.
A lo mejor, si el robledal, si sus criaturas se lo permitieran, el jubilata, a la vez que se internaba en el bosque, se iría desprendiendo del teléfono móvil, de la cámara de fotos, del boli, de la cartera con su DNI y su Visa…, de su condición de bípedo social. A lo mejor, a fuerza de practicar y con todo el verano por delante…

2 comentarios:

  1. Cómo me ha gustado, amigo, tu sensibilidad se ha sentido a sus anchas, has flotado como si eso se pudiera hacer; como si fueses un perdulario de tu condición humana, como que eres un escritor.

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  2. Hola Juan José. Me ha gustado tu forma de fusionar tus pensamientos y sentimientos con las bonitas vivencias de las que disfrutas en la grandiosa naturaleza donde te gusta espandirte y sentir su gran poder para mimetizarte con ella gracias a ser un jubilata como dices en tu relato .
    un abrazo y felices vacaciones

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