domingo, 29 de noviembre de 2020

De sólidos y líquidos.-



Sobre mi mesa de jubilata improductivo hay actualmente dos libros que voy leyendo al alimón, sin conexión aparente entre ellos, pero que sirven de excusa para el título de esta entrada. Uno de ellos es la
Regla de los monjes, de Benito de Nursia; el otro, Sobre la educación en un mundo líquido, de Zygmunt Bauman.

Y, antes que nada, una excusa obligada. Más que otra cosa, para que el improbable lector no se me mosquee ante esta aparente exhibición de ocioso cultureta. Y es la que sigue: Los expatriados del mundo laboral por causa de la edad no tenemos otra alternativa para ocupar nuestras mentes que la siguiente: O bien le damos caña al intelecto para que el ocio vacuo no nos lo oxide, o, por el contrario, vegetamos de la parte de las neuronas hasta que el alzheimer del desuso las atrofie y terminemos en vegetales bípedos, embobados ante una pantalla de tele. Así que estamos obligados a engrasar las conexiones neuronales, amén los preceptivos paseos diarios para que la artrosis no nos atasque las articulaciones.  El resto son minucias de supervivencia que practicamos por mero hábito.

De los sólidos aludidos en el título, la edición bilingüe de la regla benedictina, regalo de mi amigo Chusma Celarius (como él se denomina a veces en nuestra correspondencia); de los líquidos, las conversaciones de Zygmun Bauman con Ricardo Mazzeo, préstamo de mi amigo Luisote. Ambos (amistades a un lado, y sin ánimo de señalar), tipos fuera de norma, si se tiene en cuenta el tipo de lecturas a que me empujan. Ninguno de ellos parece que hagan caso de la advertencia de Bauman respecto a “Lo que los ciudadanos del mundo moderno líquido descubren pronto es que en ese mundo no hay nada destinado a perdurar, mucho menos para siempre… Todo lo que brota o se hace, sea o no humano, es desechable y existe sólo hasta próximo aviso.

Es cierto que Benito de Nursia nació en el S. VI, y el hombre, por muy santo y fundador que fuera, no tuvo medio de imaginar nuestra actual sociedad de consumo del “lo quiero para ya” y la fragilidad de compromiso ético (y de cualquier otro). Por eso escribió una colección de normas que regularan la vida monástica en común. Y si el lector desapasionado y tocado de agnosticismo las lee como un prospecto de uso, descubre que son el puro sentido común, entreverado de empatía por la debilidad humana. Es una regla hecha para durar, firme y disciplinada, pero no rígida (… nihil asperum, nihil grave, nos constituturos speramus: “…esperamos no establecer nada duro ni gravoso”). Eso aparte que el sometimiento a ella es voluntario: decides vivir de una determinada forma y aceptas la norma que la rige. No es tan complicado, aunque un poco difícil de asimilar por una sociedad de posmodernidad licuada.

Y, si hubiese que hacer un parangón entre la sociedad de compromisos provisionales que nos habita y las formas de monacato que dejó dichas el de Nursia, podríamos adscribirnos a las dos categorías últimas de monjes: la de los Giróvagos y la de los Sarabaítas. Giróvagos por la incapacidad de adaptarnos a una norma duradera y exigente, yendo de un compromiso provisional a otro, como los monjes giróvagos iban de un monasterio a otro, hasta que la disciplina les pesaba y cambiaban de nido. Sarabaítas, por la agrupación temporal, sin grandes vínculos. Siempre lejos de la soledad comprometida y cerca del bullicio de las gentes, a modo de masa gelatinosa que se adapta sin mayores problemas a las realidades que conforman el momento siempre presente y siempre fluyente.

Algunas reflexiones más, a propósito de estas lecturas, se quedan en el tintero y no se verterán en esta bitácora por no cansar al siempre paciente lector, que no está para monsergas. En último caso, tomemos ejemplo del lema de la universidad de Cervera: lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir. Frase (si non è vero è ben trovato) muy a propósito para dar fin a esta entrada.

 

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