Artistas que una vez identificaban el valor de
su trabajo con su duración eterna, y por lo tanto luchaban por alcanzar una
perfección que imposibilitara cualquier cambio posterior en su obra, ahora
organizan instalaciones destinadas a ser desmontadas una vez se acaba la
exposición, o bien organizan eventos que terminarán en el preciso momento en
que los actores miren hacia otra parte. (Zygmunt Bauman. Sobre la educación
en un mundo líquido.)
Precisamente en el señor Bauman pensaba este
jubilata mientras visitaba una instalación – ahora no son ni pueden llamarse
exposiciones – en el palacio de cristal del parque del Retiro. Contra la
extravagancia del deseo, así ha llamado Carlos Bunga (creo que portugués
él) aquella instalación de grandes pilares con apariencia de soportes en hierro
y paredes con un enlucido en blanco con muestras de deterioro, que parecen
cerrar un edificio en desuso. La sensación de lugar abandonado y estructura
arquitectónica descarnada es lo primero que percibe el visitante. Esa es la apariencia de una realidad sólida. Pero los
materiales en cartón, sujetos con cinta de embalaje, nos hablan de lo efímero
de aquella estructura, como símbolo de la inútil pretensión de durabilidad de
las cosas humanas.
Una construcción sólida, si se mira desde el exterior. Un decorado de cartón piedra, útil mientras se representa la función, si uno siente curiosidad y mira el interior del andamiaje. La fragilidad de los materiales nos habla de la limitación en el tiempo de su valor de uso y de la caída en el olvido en cuanto deje de ser útil; en cuanto, como dice Bauman, los actores miren para otro lado. Y ya se sabe que los espectadores somos actores de esas obras efímeras que cobran sentido mientras las observamos. Cuando nuestra curiosidad momentánea se desplaza a otro objeto, tan sin consistencia como el ya visto, éste se “desinstala” y se almacena hasta que vuelve a suscitar interés en otro lugar y a otros espectadores ansiosos de novedad.
Es lo fastidioso de esta forma de entender la expresión artística, que su propia irrelevancia, su escaso valor como objeto fuera del contexto para el que se ensambló, obligan al espectador ocioso a plantearse por qué coños algo que carece de valor estético lo consideramos arte o transmisor de algún tipo de mensaje que debemos desentrañar. Porque el artista nos obliga a pensar, nos obliga a repensar aquel conjunto de materiales, que por separado no tenían intencionalidad artística, como un toque de atención sobre la falsa solidez de nuestra sociedad de aparente consistencia, mero andamiaje. Nos obliga a sentirnos inseguros y a no encontrar un disfrute estético. Lo que, la verdad, es un fastidio porque nos estamos “comiendo el coco” sin necesidad. Y uno no tiene por qué gastar su tiempo de jubilata en tales elucubraciones. Solo que uno reincide porque en algo tiene que ocupar sus ocios.
Visitando exposiciones como ésta, recuerdo con frecuencia aquella vez, en los años 80, que la santa y yo visitamos el museo de la Academia de Florencia. Todo turista que entraba allí se sentía obligado a admirar la belleza del David ceñudo e imponente. Yo quedé impresionado por aquellos esclavos, pura energía vital, pugnando por salir del bloque de mármol y cobrar forma humana. Eran como el signo más claro del optimismo del hombre renacentista, dispuesto a romper los moldes del oscurantismo eclesiástico medieval y a dominar el mundo con su fuerza intelectual. La aparente tosquedad del non finito de Miguel Ángel no era más que un exceso de energía, un élan vital hubiera dicho Bergson, que daba paso a una sociedad con conciencia de su valer.
Pero, ahora, mientras visito esta instalación en
el palacio de cristal, solo veo un remedo de edificio industrial abandonado, de
pilares herrumbrosos y paredes desconchadas que no es más que un artilugio de
quita y pon hecho con materiales deleznables. Hago unas fotos con el móvil,
algún selfi para dejar constancia de mi paso (que colgaré en mi estado de
guasap para que las amistades vean lo culto que es el jubilata), tomo unas
notas por si me sirven para una entrada en el blog (que sí servirán) y continúo
mi paseo por el parque.
Y para convencerme de que lo que he visto es arte, recuerdo lo que leí en la exposición de Mondrian este invierno pasado: El Arte siempre está relacionado con la realidad. La realidad cambia con el tiempo El arte tiene que cambiar su expresión. El contenido del Arte permanece, es inalterable, como lo es el contenido esencial de la realidad.
Ya ve el improbable lector en qué ocupa
uno su efímero tiempo…
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