Lo cierto es que los últimos tiempos tengo esta bitácora como nave al pairo. Mientras tanto, navego por otros mares que ocupan las horas que un jubilata debe dedicar a cuestiones de mayor calado. Estas son tales como atender los menesteres domésticos al alimón con la santa, dar esas largas caminatas recomendadas por el reumatólogo para que las lumbares no se descalcifiquen y otras más, igualmente necesarias pero con las que no voy a aburrir al improbable lector.
Total, que mientras ocupo la vida en asuntos tan vitales, dejo al paciente lector esta historieta que escribí allá por el 2004 y llamé En la piel de otros, por si quiere entretenerse leyéndola un rato. Mientras, me ocuparé de mis asuntos. Le deseo sea una feliz, liviana y breve lectura.
El cuento que aquí cuento dice así:
"La verdad es que
ya estaba un poco harto. Aquel cuerpo en el que había vivido con intermitencias los cincuenta y seis últimos años empezaba a quedárseme pequeño. Además, en los últimos meses el
traumatólogo me le había diagnosticado una artrosis de la quinta cervical, lo que
unido a una hipertrofia de la próstata y a una presbicia galopante, lo
convertían en una envoltura francamente incómoda. Por eso, un buen día
prescindí de él.
La cosa no tenía
excesivas complicaciones. Aquella noche me lo desabroché como quien se
desabrocha la camisa para ponerse el pijama antes de dormir. Me despojé de
aquella armazón de huesos y tendones, con su entramado muscular más bien
fláccido y su bandullo intestinal maloliente, y lo metí en una bolsa de basura
que deposité en el contenedor naranja para residuos orgánicos.
Con la habitual
falta de previsión que me caracteriza, no me había preocupado de cuál sería mi
siguiente corporeidad, ni siquiera si ésta había de ser meramente física o
sólidamente imaginaria. Respecto a la
primera, estaba tentado de corporeizarme –por decirlo de alguna forma- o
encarnarme, si se prefiere, en la vecina del 7º C. Era ésta una mujer próxima a
los 40 años; una venus calipigia de anca bien moldeada, fuente inagotable de
mis sueños eróticos. Sólo pensar en poseerla desde dentro me disparaba los
niveles de testosterona hasta límites insospechados. Ser ella me parecía el
colmo de la dicha. Otra solución era adoptar la personalidad de cualquiera de
los miles de personajes de ficción que pueblan mi biblioteca.
Si, en el último
momento, no me decidí a ser la vecina del 7º C, la del glúteo hermoso, fue
porque no me caía bien el castrón de su marido. No me veía yo como
recipiendaria de sus afanes concupiscentes; vamos, que si aquel tipo llegaba a meterme mano, lo fostiaba sin remedio. Y
tampoco era el caso. El temor a una reacción tan primaria fue lo que me decidió
por la segunda opción, la de usurpar el cuerpo de un personaje literario. Digo lo de usurpar
porque los derechos de autor siempre han sido una traba a mi libre deambular
por seres imaginarios. Lo convierten en una especie de furtivismo literario,
obligándome a soltar mi presa cuando ya estaba cómodamente instalado en ella.
Recuerdo bien mi
transmutación en Juan de Mairena, aquel célebre profesor apócrifo, sentencioso
y senequista, que se inventó un poeta al que puso por nombre Antonio Machado.
Poeta para el que recreó una vida y una obra tan verosímiles que, desde
entonces, ocupa un puesto de privilegio en todas las antologías poéticas en
lengua española.
Pero no es
momento de hablar de mis experiencias literarias desde la mismidad de los
personajes que habito a salto de mata, que no quiero dejar pistas. Que luego
Claro que esta es
sólo una de mis preocupaciones de transmigrador por vidas prestadas, porque los
servicios de limpieza del ayuntamiento descubrieron mi viejo cuerpo en el cubo
de basura. Aquella piltrafa se convirtió en el centro de atención de la policía
y, por ciertos indicios, llegaron a la conclusión de que yo era el responsable
de su abandono. Un juez decretó mi búsqueda y captura y, por esa incomprensible
lógica de la burocracia judicial, me convertí en víctima y asesino de mí mismo.
Acosado por los
derechos de autor, por un lado, y acusado de autor de asesinato, por otro, no
vi más salida que borrar mi rastro. Por eso, una noche, a escondidas, regresé a mi casa, donde nadie
esperaría verme. Para ello había comprado un ejemplar del Lazarillo de Tormes,
que por ser obra anónima está libre de herederos literarios, me escabullí
dentro del personaje del ciego, primer amo de Lázaro, limosneador y marrullero,
y envié por correo certificado el ejemplar a mi propia dirección. Esto me
permitió vivir meses de anonimato, oculto en las estanterías de mi biblioteca,
e incluso ganar algún dinero vendiendo cupones de
Lo de vender
lotería de los ciegos era un poco incómodo, pero gratificante. Como fui el último en llegar,
no me dieron plaza en ningún quiosco del barrio y tenía que ponerme en la esquina de mi
calle. La vecina del 7º C pasaba todas
las mañanas delante de mí, camino de la compra, con ese meneo de nalgas que me
traía loco y yo, al descuido, me tropezaba con ella y le rozaba el culo.
- Disculpe,
señora –, le decía con voz lastimera. – Esto de ser ciego es una desgracia. Un
castigo divino –, insistía yo, compungido –, por mi mala vida pasada.
Ella, más buena
que el jamón de Guijuelo, no me lo tomaba a mal. Incluso me cogía del brazo y
me dejaba instalado en la esquina. Yo aprovechaba para pegarme a ella y rozarle
la teta, que me veía muy necesitado con tanta soledad. Incluso, en los días más
crudos de invierno, mi vecina del 7º C me bajaba un café con leche a la esquina
y yo sentía su cimbreo de hembra jaquetona. Hambriento de ella, soñaba con
tomar posesión de su cuerpo, aunque me repateaba la idea de hacer de súcubo
para el huevón de su marido.
Entre el deseo de
aposentarme en el cuerpo de mi vecina y el temor a que el cuernario del marido me sobara creyéndome ella, pasé por una fase depresiva. Durante las
noches, desvariando de amores, me convertía en Margarita Gautier y paseaba por
las páginas de
Un día que
libraba de vender cupones, me decidí por fin; fui a la estantería donde estaban
las novelas de Salgari. Tenía allí una edición de Saturnino Calleja con las
aventuras de Sandokán y adopté su personalidad. En guisa del Tigre de
Mompracem, subí al séptimo piso y llamé en el C.
- Lo siento, buen
hombre –, me dijo ella, confundiéndome con un magrebí vendedor de alfombras. –
Pero en casa tenemos moqueta.
Y, al cerrar la
puerta, oí que decía: – Qué moro más guapo.
No era para
menos, porque para la ocasión me había puesto unos bombachos de seda anaranjada, un
chaleco de terciopelo, una faja de moaré con dos pistolones de chispa y una
daga malaya al cinto, y un turbante de tisú que realzaba unos ojos verdes y una
tez morena igualitos al protagonista de la película.
Aquella noche,
sin consuelo posible, de nuevo hecho una Margarita Gautier, estuve llorando a
moco tendido y paseando en salto de cama por todo el piso, con una vela
encendida en la mano. Los vecinos, asustados de los ruidos y las luces,
cogieron las mantas y los niños y se bajaron a dormir al garaje. Al día
siguiente se convocó, por el procedimiento de urgencia, Junta Extraordinaria de
Propietarios y votaron contratar a una vidente y conjurar al espíritu. ¡Como si
yo no tuviera bastantes preocupaciones!
Una semana me
duró la murria. Pero mi segundo intento no tuvo más éxito que el primero. Me
pareció que tanto exotismo no era asimilable por una mujer que, aunque
poseedora de unas caderas afrodisíacas, no dejaba de ser de barrio. Pensé que
no hay fémina que se resista a un hombre elegante y me transmuté en Armado, que
tenía yo a mano un libreto de
- ¡Jodá, El
cobrador del frac! – gritó nada más verme. Y cerró de un portazo.
Creí morir. Era
tal la desesperación que embargaba mi corazón herido que, en un arrebato de
amante desdeñado, quise suicidarme con uno de los pistolones de Sandokán. Pero
me lo pensé mejor y me fui a un bistró, donde me puse de absenta hasta el culo.
De regreso a casa a altas horas de la noche, por desahogar mis penas de amor, di de patadas
a los muebles y empecé a tirar libros por la ventana, mientras recitaba a voz
en cuello aquello de Espronceda:
Me gusta un cementerio / de muertos bien relleno / manando sangre y cieno /
que impidan respirar,
Con el estruendo
y los gritos que yo pegaba, la gente se asustó de veras. Muchos vecinos corrían
escaleras abajo y huían dejando sobre la acera un rastro de zapatillas, rulos,
niños de teta, preservativos y otros enseres nocturnos. Yo, poseído por la
desesperación, me puse a tirar muebles por la ventana, clamando como un poseso:
.. .Y allí un sepulturero / de tétrica mirada /con mano despiadada /
los cráneos machacar.
Aquella noche, la
policía acordonó la zona, al resto de los vecinos los sacaron en pijama y los repartieron
por hoteles y pensiones, y los bomberos entraron a golpe de piqueta en casa.
Yo, despavorido, me refugié en la novela El Recurso del Método, bajo la especie
del Primer Magistrado, atrincherado tras un rimero de medallas y
condecoraciones, hasta ver si escampaba.
A la mañana
siguiente, sacaron del piso dos camiones llenos de libros que se llevaron para
combustible de una térmica. Los pocos que quedaban por el suelo, entre ellos la
novela de Alejo Carpentier conmigo dentro, terminaron en el contenedor de papel
de frente a casa, donde me quedé agazapado.
Aquí dentro del contenedor, entre cartones de embalaje, revistas de cotilleo, periódicos viejos y otros papelotes, paso mis días espiando por la ranura los contoneos de la vecina del 7º C cuando sale a la compra. Y ella, por lo que tengo observado, echa de menos los magreos de cuando yo ejercía de ciego en la esquina".
Perfecto descoloque para un colocado en el Instituto Nacional del Jubilado. Esas cosas a mí no me pasan, paciente con soy con mi triste indumentaria corpórea, incluída la estructura, la masa molecular y sus densidades; así que no podré deshacerme de mi carcasa, ni anunciándome en el Idealista. Soy más a lo bestia, pero por dentro. De todos modos lo que yo nunca haría es dejar mis entretelas en el contenedor naranja de residuos orgánicos pues el contenedor naranja es para basura en general. La de residuos orgánicos es el marrón. Con dios y gracias.
ResponderEliminarPues como resulta, amigo Chus, que el cuento fue escrito en 2004, es imposible ya cambiar el bandullo del prota del contenedor naranja al marrón. En el naranja se queda pa' in eternum: mantenella pero no enmendalla.
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