Por culpa de la escasa adaptación mía a la posmodernidad, en eso de las cosas de comer ando bastante perdido, es la verdad. Este jubilata, por razón de su edad provecta y su consiguiente, aunque lenta, oxidación neuronal, ha renunciado a comprender, y no digamos a practicar, tantas tendencias en lo referente a la ecología y sus aledaños.
Eso sí, aún soy capaz
de estar al corriente de las noticias que se publican sobre esa compleja
relación que la posmodernidad tiene con el mundo que nos sustenta y que el
Antropoceno va fagocitando no por inconsciencia o egoísmo, sino por la mera supervivencia de la especie humana.
A nosotros los jubilatas, acostumbrados desde los tiempos de
la cartilla de racionamiento de nuestra primera infancia a comer lo que nos
ponen en el plato, se nos hace cuesta arriba comprender si lo que está en el
puchero se ha criado con respeto al entorno o es consecuencia de una
explotación abusiva de los recursos del planeta. De resultas, la cucharada que
uno se lleva a la boca presupone previas y sesudas dilucidaciones respecto a la
elaboración del alimento que uno va a ingerir, no sea que no se ajuste a las
teorías canónicas más en boga y estemos contribuyendo a la auto destrucción del
género humano.
También es verdad que uno está muy concienciado con eso de la
huella de carbono. Sin ir más lejos, el otro día teníamos de postre uvas (¡Uvas
en febrero!) y las comí con un enorme cargo de conciencia, ya que procedían del
Perú. Imagínese el improbable lector la cantidad de fuel – toneladas – que
quemó el barco que las trajo. Y no digo si hablamos de las piñas de Costa Rica
o de los kiwis de Nueva Zelanda, o de las naranjas de Suráfrica.
A punto estuve de profesar la fe de los climarianos
cuando fui consciente de las emisiones de gases de efecto invernadero del
puñetero barco que había traído las uvas a mi mesa. También es verdad que a
ello me movió la comodidad. Porque, reconozcámoslo, ser climariano es
menos complicado que ser regenívoro, que ha de expertizar qué empresas
trabajan en favor del medio ambiente cada vez que va al súper.
Aunque sí podría adscribirme, en principio, al gremio de los reducetarios.
Y eso – seamos sinceros – no porque reducir la cantidad de carne, pescado,
lácteos, huevos en la dieta se deba al objeto de proteger el medio ambiente y
evitar sufrimiento a los animales. Más bien es cosa propia de la edad. Uno come
menos porque quema menos energías y así tiene las digestiones más ligeras. Así
que, seamos sinceros una vez más: no es por amor al planeta o a la variada
pécora que nos sirve de sustento. Es por prudencia.
Porque, si el jubilata hace una auto reflexión, debe aceptar
que, en cuestión de ingesta alimenticia, sigue estando donde le pusieron cuando
lo educaron para apañárselas en la vida. Es decir, si uno observa el plato de
cada día, debe aceptar que sigue siendo omnívoro, como lo fueron los homínidos
que se alimentaban de caza, de carroñas, de bayas, de moluscos y cualquier cosa
que se llevasen a la boca y fueran capaces de digerir. Solo que un servidor ha
pasado por el tamiz de la civilización y ya no deglute cualquier cosa. Pero sigo
siendo carnívoro, carpófago, piscívoro, leguminívoro o comedor de legumbres,
aunque no “leguminivora”, que es un género de polilla, según leo.
Que un servidor recuerde, según la ingesta habitual de cada
hijo de vecino, se ha venido clasificando a la especie humana, según sus
apetitos de subsistencia, en omnívoros, carnívoros, vegetarianos y veganos.
Pero, según parece – lo leí en La Vanguardia –, eso es tratar el asunto con
puntada gorda, porque olvidamos las distintas corrientes y sensibilidades en
eso de la deglución de alimentos, tales como climarianos, reducetarianos,
regeníveros, sustentatarios, planetarios, flexitarianos. Y eso
mientras no surjan nuevas tendencias aún más estrictas o perfiladas con más
sutileza conservacionista.
Y mientras leía cosas de tan difícil discernimiento en La
Vanguardia, ya digo, y carente de una sensibilidad posmoderna que me permitiera
adaptarme al medio tan cambiante, me dio por pensar en una anécdota de mi
juventud que no tiene nada que ver, o casi:
Vine a acordarme de cuando estudié Filosofía y Letras en la
Complutense en los años del Rey que Rabió. En aquellos años, unas excavaciones
arqueológicas habían sacado a la luz unos depósitos de restos orgánicos
peculiares que los expertos dieron en llamar, provisionalmente, cultura
osteo-odonto-queróntica, o puede que cultura odonto-osteo-queróntica, que ya no
me acuerdo. Eran restos de homínidos junto a restos varios de animales, dientes
y cuernos. Rápidamente se elaboró la teoría de ser un refugio de bípedos
humanoides que almacenaban alimentos.
Los sufridos alumnos tuvimos que aprendernos la existencia de
esa nueva cultura prehistórica, sus características, y las brillantes teorías
que se montaron al respecto por los gurús de la arqueología, junto con las
culturas líticas acreditadas: achelense, auriñaciense, solutrense,
magdaleniense… y, encima, podía caer en el examen final. Años después, por puro
casual, leí sobre la tal cultura osteo-odonto-queróntica, o bien
odonto-osteo-queróntica, que ya digo no recuerdo bien. Quedó demostrado que
aquellos abrigos eran, en realidad, depósito de carroñas que almacenaban allí
las hienas, siendo los restos de homínidos parte de la despensa. Aquellos
bípedos antecesores nuestros no hacían reserva de alimentos, sino que eran
parte de la dieta de las hienas.
Otro día contaré el caso de un compañero de curso, quien
aseguraba que aquella teoría era un “bluf” y se las tuvo tiesas con la
profesora por obligarnos a estudiar teorías sin contrastación científica. El
muchacho, que, por cierto, estaba muy cabreado con aquellos engorros
arqueológicos, tenía toda la razón del mundo, como el tiempo demostró.
Pues eso, que no hay relación de la despensa prehistórica de
las hienas con las mil sensibilidades que esta sociedad está desarrollando
respecto a la forma como la humanidad se está alimentando, a fuerza de explotar
los recursos del planeta.
Ahora bien: como las hienas prehistóricas, no hacemos ascos a
nada. Aunque lo disfracemos de nuevas tendencias.
Yo respeto mucho al planeta, pero cuando voy a comprar en lo primero que me fijo es en el precio, y en lo segundo, y en lo tercero...
ResponderEliminarSAludos.
Caro D. JuanJo: no sé qué decir ante esa retahila de comeres diversos como son los climarianos, regenívoros, reducetarios. Nunca había oído esas palabras y te agradezco mucho tu difusión para la plebe comilona. Yo también soy del tiempo de las cartillas aquellas, en el que siempre, siempre, comíamos lo que nos ponían ( díselo ahora a mi nieto). Sí quiero añadir que, entonces, si un trozo de pan caía al suelo o a otro lugar, nos teníamos que levantar, cogerlo y oir la admonición de "El pan es de Dios". Y qué verdad en los tiempos de Carpanta. Hoy, yo me adhiero a este otro producto de la huerta de las palabras: " ¡Cómo comes!/ ¿Cómo, como como? /¡ Como como como!" Y ¡A la paz de Dios!
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