Estos días de invierno hace un frío del carajo, así que me he puesto a viajar sin salir de mi pequeño estudio. Y el viaje que estoy haciendo no es cualquier cosa, oiga: casi todo él en tren, desde Londres hasta Singapur; luego, en avión hasta Japón para, desde allí, dar un salto a Manchuria, atravesar toda la antigua Unión Soviética y regresar por el norte de Europa hasta llegar de nuevo a Londres. Todo ello, ya digo, sin moverme de la silla.
Como el mío no es un cuerpo astral, ya puede suponerse que el viaje lo hago a través de un libro: El gran bazar del ferrocarril. En tren a través de Asia, editado por Plaza & Janes, Barcelona, 1978.
Su autor, Paul Theroux, nació en EEUU de padres emigrantes y es viajero inveterado y novelista. Dio clases en universidades norteamericanas, en países africanos y en la universidad de Singapur. De su gran afición a viajar nació la obra a la que me refiero. De todos los medios de transporte siempre ha preferido el tren, y el viaje que describe lo realizó en 1973 enlazando líneas férreas que le llevaron hasta Turquía e Irán. Atravesó Afganistán utilizando transportes de ocasión (no hay ni una sola línea férrea en ese país). Cruzó Pakistán, atravesó la India y saltó a Sri Lanka. De nuevo en la India, costeó el Golfo de Bengala, atravesó Tailandia, llegó a Singapur. Desde aquí, en avión, se desplazó a Japón, país que recorrió en tren hasta Sapporo, en el norte y, de nuevo, al continente asiático para atravesar la URSS, Polonia, Alemania, Holanda y rendir viaje en Londres. Un viaje que me ha llevado muchas y gratas horas de lectura.
Uno ha hecho un largo kilometraje de lecturas de libros de viajes y encuentra que cada uno de ellos es peculiar y no ve el mundo de la misma forma. De El gran bazar… me ha llamado la atención que se trata de un viaje por el puro placer de viajar en ferrocarril; el objetivo es el propio viaje. Es como ese empeño de Phileas Fogg por dar la vuelta al mundo en ochenta días, saltando de transporte en transporte, sin dignarse echar una mirada curiosa sobre el mundo que recorre. A Paul Theroux le pasa un poco lo mismo, no le importa tanto observar las gentes, los lugares, las culturas por las que transita, como encontrar plaza en los variopintos ferrocarriles que usa a lo largo de su recorrido.
Yo creo que Paul Theroux y el personaje de Julio Verne están aquejados, lo mismo que el turista actual, de lo que Unamuno llamaba topofobia, que no es más que el ansia de llegar a un lugar para salir de allí corriendo. Bien al contrario que Ryszard Kapuścińki. Cuenta éste en Viajes con Herodoto que, siendo joven reportero en un periódico polaco, su gran obsesión era "atravesar la frontera". Ni siquiera viajar, sólo el hecho de atravesar la frontera colmaba todas sus aspiraciones. Pero ha hecho mucho más que atravesar físicamente infinidad de fronteras. Sus viajes como corresponsal a la India y China y las largas estancias en la convulsa África de los años de independencia colonial no le convirtieron en un viajero que echa una mirada curiosa o distraída: le enseñaron a ver a “los otros”. Descubrió lo que él llama la otredad; esto es, tuvo ojos para ver a las gentes con las que se codeaba a diario en Addis Abeba, Jartum, Teheran, Dar es Salam… y tratar de comprender qué pensaban, cómo era su universo mental, el por qué de sus formas de vida.
Como el mío no es un cuerpo astral, ya puede suponerse que el viaje lo hago a través de un libro: El gran bazar del ferrocarril. En tren a través de Asia, editado por Plaza & Janes, Barcelona, 1978.
Su autor, Paul Theroux, nació en EEUU de padres emigrantes y es viajero inveterado y novelista. Dio clases en universidades norteamericanas, en países africanos y en la universidad de Singapur. De su gran afición a viajar nació la obra a la que me refiero. De todos los medios de transporte siempre ha preferido el tren, y el viaje que describe lo realizó en 1973 enlazando líneas férreas que le llevaron hasta Turquía e Irán. Atravesó Afganistán utilizando transportes de ocasión (no hay ni una sola línea férrea en ese país). Cruzó Pakistán, atravesó la India y saltó a Sri Lanka. De nuevo en la India, costeó el Golfo de Bengala, atravesó Tailandia, llegó a Singapur. Desde aquí, en avión, se desplazó a Japón, país que recorrió en tren hasta Sapporo, en el norte y, de nuevo, al continente asiático para atravesar la URSS, Polonia, Alemania, Holanda y rendir viaje en Londres. Un viaje que me ha llevado muchas y gratas horas de lectura.
Uno ha hecho un largo kilometraje de lecturas de libros de viajes y encuentra que cada uno de ellos es peculiar y no ve el mundo de la misma forma. De El gran bazar… me ha llamado la atención que se trata de un viaje por el puro placer de viajar en ferrocarril; el objetivo es el propio viaje. Es como ese empeño de Phileas Fogg por dar la vuelta al mundo en ochenta días, saltando de transporte en transporte, sin dignarse echar una mirada curiosa sobre el mundo que recorre. A Paul Theroux le pasa un poco lo mismo, no le importa tanto observar las gentes, los lugares, las culturas por las que transita, como encontrar plaza en los variopintos ferrocarriles que usa a lo largo de su recorrido.
Yo creo que Paul Theroux y el personaje de Julio Verne están aquejados, lo mismo que el turista actual, de lo que Unamuno llamaba topofobia, que no es más que el ansia de llegar a un lugar para salir de allí corriendo. Bien al contrario que Ryszard Kapuścińki. Cuenta éste en Viajes con Herodoto que, siendo joven reportero en un periódico polaco, su gran obsesión era "atravesar la frontera". Ni siquiera viajar, sólo el hecho de atravesar la frontera colmaba todas sus aspiraciones. Pero ha hecho mucho más que atravesar físicamente infinidad de fronteras. Sus viajes como corresponsal a la India y China y las largas estancias en la convulsa África de los años de independencia colonial no le convirtieron en un viajero que echa una mirada curiosa o distraída: le enseñaron a ver a “los otros”. Descubrió lo que él llama la otredad; esto es, tuvo ojos para ver a las gentes con las que se codeaba a diario en Addis Abeba, Jartum, Teheran, Dar es Salam… y tratar de comprender qué pensaban, cómo era su universo mental, el por qué de sus formas de vida.
Lo que me recuerda, y termino ya para no alargarme – que luego el improbable lector se me aburre –, esta frase de Alexandra David-Neel que leí no sé dónde: Celui qui voyage sans rencontrer l´autre ne voyage pas, il se déplace. Un servidor, que está viajando mucho últimamente caballero en la letra impresa, no se desplaza; más bien quiere encontrar al otro, a la humanidad, a través de quienes vivieron la experiencia y nos la contaron.
La frase esta es buenísima.
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