martes, 16 de noviembre de 2010

Una alegoría de Lucas Jordán.-

Hacía ya tiempo que no nos acercábamos al Museo del Prado, y este fin de semana hemos ido. Pero no a hacer esas interminables colas para ver la exposición de Monet, sino para disfrutar viendo y oyendo las explicaciones sobre una pintura de Luca Giordano, llamado también Luca fa Presto por sus contemporáneos (como quien dice: "Lucas el Rápido", por su soltura en el trazo, su facilidad con los pinceles y por su enorme producción). Lucas Jordán para los españoles, era una máquina de pintar, de pincelada rápida y algunos dicen que descuidada, pero de una vistosidad e imaginación sorprendentes. También se le achacó ser un copista de grandes maestros e imitador de coetáneos, debido a su facilidad para aprender y reproducir técnicas y estilos de maestros como Rafael o Rubens.
Este pintor napolitano aprendió el oficio con José Rivera, el Españoleto y recibió la influencia de la obra de Caravaggio. También trabajó con Pietro da Cortona y aprendió de la Escuela Veneciana la luz y el colorido, que tanto influyó en sus obras. En 1692 vino a España, a trabajar en la corte de Carlos II, donde se relacionó con Claudio Coello y Carreño de Miranda. Vamos, que era un krak de la pintura, dicho en terminología actual.
Su obra Rubens pintando la Alegoría de la Paz la datan aproximadamente en 1660, pero se ignora quién se la encargó. Formó parte del patrimonio del VII Marqués del Carpio, Gaspar de Haro y Guzmán, quien fue embajador ante el Vaticano y, luego, en Nápoles, y que negoció, a la par del embajador francés, la paz de Nimega en 1679. También formó parte de la colección del Marqués de la Ensenada, cuyos herederos se la vendieron a Carlos III, pasando, a partir de entonces, a formar parte de la colección real.
Esta alegoría de la paz puede entenderse si nos situamos en su contexto histórico, en un siglo lleno de guerras entre las naciones europeas y con la monarquía austriaca en el ojo del huracán: El S. XVII hereda la guerra del siglo anterior, que se conoce como de los Ochenta Años (terminada en 1648), sufre la guerra de religión de los Treinta Años (finalizada con la Paz de Wesfalia), más la guerra de veinte años con Francia y Tregua de Ratisbona, en 1684. Un siglo turbulento salpicado de frágiles treguas y decaimiento del poderío español, es lo que conoció Lucas Jordán. En fin, para hacerse idea es mejor acudir a los manuales de historia, y uno entenderá que Jordán pintase esta alegoría.


Como obra de su tiempo, pleno barroco, la profusión de personajes alegóricos, la distribución de masas y volúmenes, el dinamismo que envuelve a la obra, le dan una complejidad que requiere tiempo y observación para poder apreciarla en todas sus facetas. Uno, que no pasa de simple y asombrado espectador, dirá lo que buenamente pueda de ella, procurando mantener un mínimo de racionalidad en su explicación.
La composición se divide en dos ambientes bien diferenciados:
Uno, interior y en penumbra, el más próximo al espectador, enmarcado por el muro de la izquierda y la columna de la derecha. Rubens, ataviado como caballero y con la venera de Santiago en su ropaje, pinta la alegoría de la Paz, representada por Venus/Afrodita, quien rechaza con un gesto a Marte/Ares, dios de la guerra, tras la columna. Rubens está con los pinceles en la mano, en actitud reflexiva, modo de expresar que la pintura no es un bajo oficio mecánico, sino un arte liberal. No se olvide que, en la mentalidad estamental de la época, el trabajo manual es propio de gente baja, de menestrales, por lo que el pintor no está dando pinceladas, sino pensando cómo representar el mundo mental que aparece ante su imaginación y ante nuestros ojos tras ser plasmado por él. De ahí que aparezca con símbolos de la Orden de Santiago (nunca perteneció a ella), para mostrar su dignidad y merecimiento social.
El otro ambiente, exterior y más luminoso, donde se ven sendos cañones que atruenan con sus disparos, las columnas del templo de Jano, dios romano protector de la Urbe en caso de guerra (sus puertas permanecían abiertas durante la actividad bélica), y el propio Marte, rechazado por la Paz.
Sobre el pintor vuelan la Fama, que hace sonar su trompeta, Atenea/Minerva, diosa de la sabiduría, y la Abundancia. Todas ellas cualidades de tiempos de paz. Las musas, con instrumentos musicales (una de ellas tañe un laúd, y una ménade una pandereta) contraponen sus sonidos al estrépito de los cañones.
En el ángulo inferior izquierdo, una “Vanitas”, símbolo de la fugacidad de los dones de la paz, y un amorcillo que hace pompas de jabón, para mostrar la fragilidad de sus logros. Casi en el centro de la composición, abajo, en primer plano, un amorcillo con alas de mariposa que tiene en la mano la cinta atada a las patas de una paloma en actitud de elevar el vuelo. Es también de un simbolismo complejo, ya que tanto significa que va a darle suelta como que la impedirá que eleve el vuelo. Vamos, una paz bajo caución.
La complejidad de la mente barroca es algo que se escapa a la linealidad del pensamiento actual. Visto el cuadro, resulta tan abigarrado para nuestra mente racionalizadora y utilitaria que nos perdemos en él. Hay que pensar que el cuadro que pinta Rubens – dentro del cuadro de Jordán – es una realidad ficticia dentro de la realidad física de la composición que estamos viendo. Es como un juego de espejos donde las alegorías aparecen físicamente representadas, a la vez que reflejadas en el lienzo desde el punto de vista de Rubens. Uno, enseguida, piensa en Las Meninas, donde se emplea, con más complejidad, el mismo artificio, o en la Venus del Espejo.
En cuanto al movimiento de la composición, uno casi es incapaz de apreciar todas las fuerzas dispares, centrífugas y centrípetas que le dan dinamismo y lo convierten en un torbellino de energías. Si no, obsérvese en el ángulo izquierdo la disposición de la Paz/Venus/Afrodita y la Musa a sus pies que arrastran la vista en línea oblicua ascendente, introduciéndonos en la composición, hasta que el brazo derecho de la diosa y el izquierdo de la musa coronada de flores, tras la columna, nos empujan a rodear ésta y mirar hacia el exterior, donde está Marte, quien se inclina obligándonos a seguir, con su gesto, la mirada hacia arriba y la izquierda, hasta las diosas que flotan sobre el pintor. Como quien dice, prácticamente hemos recorrido todo el cuadro sin darnos cuenta de las fuerzas que nos movían a ello. Si miramos al angelote que lanza la paloma, veremos que su disposición oblicua hacia la izquierda, en equilibrio inestable, y la paloma en vuelo, nos llevan, de forma imperceptible, hasta posar la mirada sobre el pintor, tan lleno de dignidad. Son dos fuerzas contrapuestas que cierran la composición como en un óvalo. ¿A que sí?
Con esto, vale. Es mejor ir la museo (la obra está en la galería central, muy cerca de La familia de Carlos IV, de Goya. Ya que estamos al lado, mírese un rato y observe ¡qué familia!), sentarse en el banco frontero y observar con ojos críticos y curiosos. Si el continuo pasar de turista te lo permite, claro está.
Una semana de estas tenemos que acercarnos a la iglesia de San Antonio de los Alemanes a ver las pinturas de Francisco Rizi y Carreño de Miranda, donde también Lucas Jordán pintó los paramentos por encargo de Carlos II. Si se tiene ocasión, también hay que visitar el Casón del Buen Retiro, para ver su bóveda pintada con la alegoría de la monarquía hispana. Nosotros la vimos hace meses. Un alucine de simbolismos ¿Sabéis que la monarquía austriaca se dice descendiente de Hércules? Cuanto más decaimiento, más relumbrón. Casi nada.
El texto me ha salido un poco largo, pero me gustó tanto la visita que no me he resistido a hablar de ella. Perdone el improbable lector tanta monserga.

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