En 17 de enero pasado, dejé constancia de una marcha con el grupo de montaña del CSIC, que hicimos por el Manzanares, río arriba, desde los aledaños de Colmenar Viejo hasta Manzanares el Real. Esta vez, con la agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid, hemos hecho una marcha río abajo, siguiendo su curso durante una buena cantidad de kilómetros, hasta tropezarnos con la cerca del monte del Pardo. Tramo todo él – recorrido en uno y otro sentido – que corresponde al Parque Natural de la Cuenca Alta del Manzanares.
Quienquiera que vea el Manzanares a su paso por Madrid, embalsado, urbanizado, domesticado y colector de detritus, al que varias depuradoras liberan de su servidumbre de cloaca capitalina, pensará que no merece la pena dedicar una paseata a este río. Pero está en un error. El Manzanares, desde su nacimiento en el Ventisquero de la Condesa y su paso por la Pedriza hasta el embalse de Santillana, es un bonito río de montaña que se suaviza curso abajo en un trazo ya sinuoso, encajándose en su discurrir por tierras graníticas, hasta convertirse en un río remansado que forma meandros y arenales cuando entra en tierras del Monte del Pardo, pocos kilómetros más allá del puente de la Marmota.
Esta vez comenzamos a caminar en el Vado del Arcipreste, cerca del puente romano del Batán, bajo el viaducto de la carretera de Cerceda. De este lugar dice Juan Ruíz: “Cerca de aquella sierra hay un lugar muy honrado/ muy santo y muy devoto, de la Virgen del Vado”. En las proximidades, los indicadores nos dicen que por allí pasa una vía pecuaria y el GR 124, sobre el que transcurre parte del camino de Santiago que han trazado desde Madrid.
Como digo, en este tramo hay zonas en las que el río se encaja profundamente. Son tierras graníticas muy erosionadas y cubiertas por un bosque autóctono a veces ralo, a veces denso, donde el curso se adapta a las sinuosidades del terreno, buscando las tierras llanas. Su desnivel entre cotas apenas es apreciable, ya que en una distancia de unos 20 kilómetros, de aquí a Madrid, apenas alcanza una diferencia de nivel de unos 40 metros, de ahí su discurrir pausado.
Los parajes, en todo lo que alcanza la vista, ya digo, están cubiertos por especies propias del bosque mediterráneo, con abundancia de carrascas y enebros de la miera, especialmente, y algún pino disperso, y un sotobosque que jaras, lentisco, rosales silvestres y plantas aromáticas: tomillo, cantueso, y tantas otras especies que desconozco, que dan al paisaje esos tonos pardo-grisáceos y esa belleza discreta de las tierras castellanas. Abajo, en las orillas del río, un bosque de ribera con alamedas y saucedas. A veces, una mancha brillante de amarillos, ocres y oros viejos de algún grupo de chopos en todo su esplendor otoñal.
Todo a lo largo del río, pueden apreciarse los restos de viejos molinos hidráulicos y batanes, que fue una industria floreciente hasta que, a principios del pasado siglo, se represó el río en la presa del Grajal y se construyó la central hidroeléctrica de Navallar, que alimentó de fluido eléctrico a Colmenar. La electricidad dio paso a un tipo de industria más acorde con los tiempos y la energía hídrica fue cayendo en desuso.
Quienquiera que vea el Manzanares a su paso por Madrid, embalsado, urbanizado, domesticado y colector de detritus, al que varias depuradoras liberan de su servidumbre de cloaca capitalina, pensará que no merece la pena dedicar una paseata a este río. Pero está en un error. El Manzanares, desde su nacimiento en el Ventisquero de la Condesa y su paso por la Pedriza hasta el embalse de Santillana, es un bonito río de montaña que se suaviza curso abajo en un trazo ya sinuoso, encajándose en su discurrir por tierras graníticas, hasta convertirse en un río remansado que forma meandros y arenales cuando entra en tierras del Monte del Pardo, pocos kilómetros más allá del puente de la Marmota.
Esta vez comenzamos a caminar en el Vado del Arcipreste, cerca del puente romano del Batán, bajo el viaducto de la carretera de Cerceda. De este lugar dice Juan Ruíz: “Cerca de aquella sierra hay un lugar muy honrado/ muy santo y muy devoto, de la Virgen del Vado”. En las proximidades, los indicadores nos dicen que por allí pasa una vía pecuaria y el GR 124, sobre el que transcurre parte del camino de Santiago que han trazado desde Madrid.
Como digo, en este tramo hay zonas en las que el río se encaja profundamente. Son tierras graníticas muy erosionadas y cubiertas por un bosque autóctono a veces ralo, a veces denso, donde el curso se adapta a las sinuosidades del terreno, buscando las tierras llanas. Su desnivel entre cotas apenas es apreciable, ya que en una distancia de unos 20 kilómetros, de aquí a Madrid, apenas alcanza una diferencia de nivel de unos 40 metros, de ahí su discurrir pausado.
Los parajes, en todo lo que alcanza la vista, ya digo, están cubiertos por especies propias del bosque mediterráneo, con abundancia de carrascas y enebros de la miera, especialmente, y algún pino disperso, y un sotobosque que jaras, lentisco, rosales silvestres y plantas aromáticas: tomillo, cantueso, y tantas otras especies que desconozco, que dan al paisaje esos tonos pardo-grisáceos y esa belleza discreta de las tierras castellanas. Abajo, en las orillas del río, un bosque de ribera con alamedas y saucedas. A veces, una mancha brillante de amarillos, ocres y oros viejos de algún grupo de chopos en todo su esplendor otoñal.
Todo a lo largo del río, pueden apreciarse los restos de viejos molinos hidráulicos y batanes, que fue una industria floreciente hasta que, a principios del pasado siglo, se represó el río en la presa del Grajal y se construyó la central hidroeléctrica de Navallar, que alimentó de fluido eléctrico a Colmenar. La electricidad dio paso a un tipo de industria más acorde con los tiempos y la energía hídrica fue cayendo en desuso.
Pero ahí están los viejos edificios en buena piedra granítica para dar testimonio de la industria que, desde la edad media, nació y se desarrolló al amparo de la fuerza motriz que proporcionaban las aguas del río.
Cerca de la presa del Grajal, el viejo puente medieval con un arco de medio punto, construido en granito bien labrado. Según leo, corresponde a un camino militar andalusí – para defensa de estas tierras frente a las incursiones cristianas durante la Edad Media – que unía Talamanca del Jarama con el valle del Tietar. Junto a él, y en paralelo, un moderno puente que salva las dos orillas y permite acercarse con coche a estos parajes. Este es un lugar de cómodo caminar, ya que vamos sobre el mismo trazado del canal, que llaman senda de la presa del Grajal.
La caminata, kilómetros más allá, a ratos, se convierte en un rompepiernas porque, aunque vamos río abajo, la irregularidad del terreno nos obliga a bajar hasta las orillas del río para, inmediatamente, volver a subir cerro arriba, por caminos a veces muy erosionados por efectos de las malditas motos de montaña que erosionan el terreno con la misma fuerza que una excavadora. Los montañeros nunca hemos entendido que se pueda disfrutar de la naturaleza montados sobre una máquina ruidosa y pestífera que abre grandes rodadas en los caminos, convirtiéndolos en desaguaderos por donde corren las aguas de lluvia arrastrando piedras y tierra en suspensión y provocando cárcavas que degradan el terreno. Y si no, véase la foto de la izquierda.
Paramos a comer en el puente medieval de la Marmota (en algún lugar he leído que del S. XVIII y no tengo medio de contrastar la información), junto a la tapia que delimita los montes del Pardo. La verdad es que la embocadura de este puente es un poco chocante, ya que, aunque salta el río con un arco de medio punto perfecto, su apoyo sobre la margen izquierda es un poco irregular, quizás para salvar la pendiente. El camino que baja hacia el puente, que presenta todavía restos de la vieja calzada romana, hace un quiebro bastante brusco a la derecha para adaptarse a su acceso y de ahí que el pavimento no mantenga la horizontalidad que se espera de todo puente bien trazado.
Sentados sobre unas rocas, mientras damos cuenta de los bocadillos, nos llenamos los ojos de paisaje y disfrutamos de la soledad de estos parajes. Frente a nosotros, el curso del río se desliza mansamente, ya en terrenos del Pardo vedados al caminante. A lo lejos, el río parece detener su curso entre arenales y semeja un estuario ya en su desembocadura. Pero es una ilusión falsa. Todavía le queda por atravesar la capital y salir en busca del Jarama, del que es tributario.
Regresamos hacia Colmenar Viejo siguiendo la tapia del Pardo y bordeando el cerro de la Marmota, primero, y luego por caminos llanos que se prestan a la charla larga y tendida, como nuestro paso de caminantes avezados. Arriba, algunos edificios para servicio del Canal y, cruzando el camino, antiguos aliviaderos en desuso.
A lo mejor, algún día, hacemos el camino del río entre Madrid y su desembocadura en el Jarama, si la maraña de carreteras, autopistas, vías férreas, nos lo permite.
Cerca de la presa del Grajal, el viejo puente medieval con un arco de medio punto, construido en granito bien labrado. Según leo, corresponde a un camino militar andalusí – para defensa de estas tierras frente a las incursiones cristianas durante la Edad Media – que unía Talamanca del Jarama con el valle del Tietar. Junto a él, y en paralelo, un moderno puente que salva las dos orillas y permite acercarse con coche a estos parajes. Este es un lugar de cómodo caminar, ya que vamos sobre el mismo trazado del canal, que llaman senda de la presa del Grajal.
La caminata, kilómetros más allá, a ratos, se convierte en un rompepiernas porque, aunque vamos río abajo, la irregularidad del terreno nos obliga a bajar hasta las orillas del río para, inmediatamente, volver a subir cerro arriba, por caminos a veces muy erosionados por efectos de las malditas motos de montaña que erosionan el terreno con la misma fuerza que una excavadora. Los montañeros nunca hemos entendido que se pueda disfrutar de la naturaleza montados sobre una máquina ruidosa y pestífera que abre grandes rodadas en los caminos, convirtiéndolos en desaguaderos por donde corren las aguas de lluvia arrastrando piedras y tierra en suspensión y provocando cárcavas que degradan el terreno. Y si no, véase la foto de la izquierda.
Paramos a comer en el puente medieval de la Marmota (en algún lugar he leído que del S. XVIII y no tengo medio de contrastar la información), junto a la tapia que delimita los montes del Pardo. La verdad es que la embocadura de este puente es un poco chocante, ya que, aunque salta el río con un arco de medio punto perfecto, su apoyo sobre la margen izquierda es un poco irregular, quizás para salvar la pendiente. El camino que baja hacia el puente, que presenta todavía restos de la vieja calzada romana, hace un quiebro bastante brusco a la derecha para adaptarse a su acceso y de ahí que el pavimento no mantenga la horizontalidad que se espera de todo puente bien trazado.
Sentados sobre unas rocas, mientras damos cuenta de los bocadillos, nos llenamos los ojos de paisaje y disfrutamos de la soledad de estos parajes. Frente a nosotros, el curso del río se desliza mansamente, ya en terrenos del Pardo vedados al caminante. A lo lejos, el río parece detener su curso entre arenales y semeja un estuario ya en su desembocadura. Pero es una ilusión falsa. Todavía le queda por atravesar la capital y salir en busca del Jarama, del que es tributario.
Regresamos hacia Colmenar Viejo siguiendo la tapia del Pardo y bordeando el cerro de la Marmota, primero, y luego por caminos llanos que se prestan a la charla larga y tendida, como nuestro paso de caminantes avezados. Arriba, algunos edificios para servicio del Canal y, cruzando el camino, antiguos aliviaderos en desuso.
A lo mejor, algún día, hacemos el camino del río entre Madrid y su desembocadura en el Jarama, si la maraña de carreteras, autopistas, vías férreas, nos lo permite.
De nuevo, magnífico relato. Pero me gustaría saber si al cabo de una semana usted se acuerda de todos los sitios estos que pisa, porque me deja asombrada con tanto conocimiento. ¿Lleva usted una libreta al viaje en la mochila? ¿Van con un guía que les explica todo? Mis respetos, señor.
ResponderEliminarPues sí, doña OLvi. En la mochila, siempre, un carnet de notas, aparte escuchar a quienes sabe de estas cosas, y alguna lectura posteriores.
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