En este barrio de jubilatas, nacido en los años cincuenta del pasado siglo, la caída demográfica de la población autóctona ha dado paso a una sociedad un tanto varipinta y multicultural que ha ido llenando los huecos que nuestra baja natalidad ha dejado en los últimos lustros.
Los pequeños comercios han sido ocupados por chinos que abrieron negocios de alimentación y bagatelas de Todo a Euro; también suramericanos y paquistaníes abrieron fruterías que compiten duramente por la supervivencia de sus negocios. Incluso una señora peruana abrió, a pocos portales de mi casa, un taller de arreglo de ropa bajo el pomposo nombre de Retoucherie, como si el nombre afrancesado diese cierta categoría social a la necesidad de dar la vuelta al cuello de la camisa para que parezca nueva.
Pero pocos tienen la oportunidad de tener como vecino a un coreano, como nos ocurre a nosotros. Se trata de un matrimonio de Corea del Sur que alquiló el bar de debajo de casa y se especializó en comidas de su país. Gente laboriosa y cortés para quienes no parece que la crisis económica haya supuesto un problema excesivo a la hora de sacar adelante su negocio.
Entramos en relación con ellos una vez que tuvieron problemas con el suministro de gas natural y subieron a casa para que les ayudásemos a comunicarse con la empresa a través del teléfono. Imposibilitados de entendernos en un idioma que ambos hablásemos, la cosa se resolvió por gestos: ellos gesticulaban en español y nos hacían grandes reverencias al modo oriental, y nosotros hablábamos el coreano por señas, con sonrisas de cumplido a falta de mejores cortesías. A pesar de proceder de culturas tan dispares, fuimos capaces de entendernos y resolver el asunto de la mejor forma posible.
Desde entonces mantenemos una relación educadamente distante -el idioma sigue siendo una frontera que no logramos sobrepasar- con intercambios de reverencias y sonrisas. Lenguaje universal que allana cualquier barrera idiomática.
El restaurante de nuestros vecinos coreanos tiene el exótico nombre de Gayagum y sus clientes son tan exóticos como el nombre que ostenta. Casi todos los días aparece algún autobús lleno de turistas orientales que siguen disciplinadamente a su guía y ocupan el comedor. Cenan a media tarde y desaparecen con la misma discreción con que han llegado. Pero no solo vienen turistas de su país, sino que, de vez en cuando, aparecen personajes de muchas campanillas. Llegan en grandes coches negros del cuerpo diplomático, con guardaespaldas trajeados y discretos. En estas ocasiones, el dueño del local se trajea, sale a la calle a recibir a sus ilustres huéspedes y le da a la bisagra de las reverencias con mucha ceremonia.
En un barrio tan modesto como el nuestro, ver aparecer a tan conspicuos personajes es un espectáculo que observamos desde la distancia de nuestras ventanas, a fin que nuestras mediocres vidas no interfieran en la existencia de gente de tanto tronío. Porque hay formas sutiles, con esa sutileza del oriental que insinúa sin señalarte con el dedo, de marcar las distancias sin ofender a quienes somos clase media de medios pelos. Como nos ocurrió a nosotros.
Un día que teníamos el coche -bastante marrano, como es habitual- aparcado delante del restaurante, apareció con el parabrisas y el capó brillantes. El encargado coreano, con amabilidades y en un español a medio zurcir, nos explicó que lo había limpiado la dueña del restaurante porque la suciedad desmerecía de la cortesía que se debía a los clientes que allí entran.
Ahora no es que me moleste en limpar el coche más que antes, pero caí en la sutileza del asunto y lo aparco donde no perturbe con su marranez las buenas maneras de la cortesía oriental. Que lo cortés no quita lo valiente, oiga.
Bueno, señor, lo próximo debe ser una crítica gastronómica. No nos defraude, que sabemos que tiene un buen paladar... (y tomar, que diría un coreano).
ResponderEliminarUn saludo, señor.