... En un mundo donde lo único que importa son los logros materiales, la posesión de objetos, la lectura temprana de ¿Tener o Ser? de Erich Fromm, me inclinó por lo segundo. Y así, cuando oigo a la gente importanciosa preguntar: Y tú ¿qué eres?, me acuerdo de mi profesor de Antropología Filosófica, quien comentaba irónicamente: Yo siempre respondo: no soy nada, pero existo mucho. De igual forma, yo he optado por existir lo más posible y no ser socialmente nada, apenas funcionario y, ahora, jubilata.
Me recuerdo como lector desde la infancia, cuando en las casas no había libros (un lujo innecesario para la supervivencia). Deboraba tebeos y los escasos libros que llegaban a mis manos. Sin querer ser pretencioso, te diré que era bien niño cuando leí por primera vez El Quijote. Era un ejemplar editado en 1916 que trajo mi madre de su casa y que había pertenecido a su padre, hombre sin instrucción, pero gran lector. Por supuesto, me saltaba esas historias tan aburridas de la Pastora Dorotea o del Curioso Impertinente.
Lecturas como esa, a tan temprana edad, resultan, forzosamente, perniciosas. Que un hidalgo pueblerino, con un mediano pasar, se hiciese caballero andante para traer la justicia al mundo era una ambición perfectamente inútil y, si me apuras, peligrosa para la buena marcha de la sociedad. Por eso le volvieron cuerdo, a la fuerza, en su lecho de muerte. Yo, por aquellos años, lo ignoraba y me parecía una locura excelsa. Luego, de mayor, la cosa ya no tenía remedio. Y la cosa se complicó al leer, años más tarde, Vida de Don Quijote y Sancho, de aquel cascarrabias de don Miguel de Unamuno. Descubrí lo que tenía de sublime renunciar a la cordura.
Pero ¿para qué hablarte de mis lecturas? He leído de todo y con poco provecho porque he olvidado la mayoría de lo leído. Allá en el fondo, apenas quedan unos posos, semejantes a capas sedimentarias; testimonios geológicos de tantos tiempos perdidos. Estratos calcificados por el tiempo que han formado una costra que, por desgracia, ha enterrado definitivamente esa inocencia con la que veía el mundo durante la niñez. Ahora, sin inocencia para observar el mundo con los ojos del niño que fui, y sin madurez suficiente para afrontarlo con la sagacidad del hombre que debería ser, nado entre dos aguas: la imaginación y la realidad.
Y aún así, no hace tantos años que empecé a dar forma literaria a mis fantasmas particulares. Recuerdo bien mi primer cuento. Tiene fecha de septiembre de 1995 y se llama La Piedra del Peregrino. Lo escribí para una amiga belga con la que hicimos el Camino de Santiago aquel verano. Se llamaba Françoise, estaba recién divorciada y había venido al Camino para tomarse un tiempo de reflexión y poner en orden su vida...
Aún hoy, lamento no haber tenido más libros en mi infancia. Y El Miedo a la libertad, de Erich Fromm, cambió mi destino.
ResponderEliminarAbrazo!!