Este jubilata viaja mucho en
metro. Es un transporte rápido, para los pensionistas sigue siendo barato (de
momento) y te comunica con cualquier punto de la ciudad. Pero cada vez
resulta más penoso. Y no por el hacinamiento en horas punta, por el olor a sobaquillo,
o porque te sientas parte del rebaño. No. Es por los desheredados sociales con
los que te tropiezas a cada paso, cada vez en mayor número y cada vez más
próximos a las clases medias. Es por lo enormemente cruel que resulta ver la
indiferencia con que les negamos su presencia entre nosotros.
Un servidor, como cualquier otro
usuario (que no cliente), lleva ya mucho tiempo acostumbrado a soportar la
bullanga de los músicos ambulantes que se sacan unas perras mientras lees en un
rincón. Uno, claro está, sabe que en el vagón de metro no se va a tropezar con
un Alfredo Kraus cantando romanzas, ni con un Rostropovich interpretando una
suite de Bach al violonchelo. Sabe que el músico ambulante toca su instrumento
con más o menos habilidad y que está allí por necesidad, aunque él preferiría
actuar en una sala de concierto o en un grupo rok de moda. Así que el jubilata
no se queja de ello. Cada cual sobrevive como puede, aparte que eso de echarle
una moneda no es preceptivo.
El viajero sabe también que hay
mucha picaresca, individuos que hacen del pedigüeñismo ambulante una forma de
vida y te cuentan milongas con una oratoria que para sí la quisieran esos
Castelares de torpe verbo de las Cortes. A estos pedigüeños, aunque solo sea por su
habilidad retórica, habría que socorrerlos como a especie autóctona, folclórica
y de interés cultural.
Pero hay otros marginados, recién
incorporados al elenco de los supervivientes en medio hostil. Son esas personas
que un día no muy lejano tuvieron casa, trabajo, familia..., y la crisis social y
económica ha convertido –de repente y sin darles una preparación adecuada – en pobres de pedir, faltos de la mínima
habilidad para este menester. Gente que, a lo mejor, hasta gozaba de una
flamante hipoteca, de unas letras del coche, veraneaba en Benidorm, y ahora se
ve desahuciada por la sociedad.
El problema, a ojos de este
jubilata, no es tanto la pobreza económica que se ven obligados a soportar,
sino el desprecio al que los sometemos. Desprecio que no se manifiesta en
gestos de desdén o incomodidad cuando pasan por nuestro lado; es el desprecio
de ignorarlos, de negarles su derecho a que los veamos como nuestros semejantes.
El viajero está a lo suyo, enfrascado en su lectura, en su iPodid, MP3 (o como
se llame); el pobre de reciente factura se pone a su lado, desgrana con torpeza
mil disculpas por verse obligado a pedir, termina sus excusas balbucientes,
espera una mano que le suelte una moneda mientras recorre el vagón, y nadie le
ha visto pasar. Es la indiferencia en estado puro. Es algo tan cruel como
vender la sanidad pública a un empresario amiguete, pero en la esfera de lo
privado. Y, además, no nos sentimos culpables, como el político neoliberal
cuando nos acogota para sacarnos de la crisis en la que sus amos nos metieron.
Excusará el improbable lector si
este jubilata le asegura que se conmueve – con la edad se nos afloja la lágrima
– cuando ve a aquel hombrecito de chaqueta raída y barba entrecana recitar un
poema de Rosalía de Castro, primero en gallego, luego en castellano, con
vocecilla casi inaudible. Como el hombre es menudito y de poco bulto, se le ve
aprisionado entre las espaldas de los viajeros, contra las que choca su hilillo
de voz: “Figueiriñas que prantei /
prados, ríos, arboredas /pinares que move o vento…”. Cuando termina, nadie se ha dado cuenta. Mira
a su alrededor, ve la indiferencia en el gesto aburrido de los viajeros y,
despacito, comienza a abrirse camino hacia el final del coche, echa una mirada
apenada, y, cuando se abren las puertas, se va.
Este jubilata, para no castigar
con su indiferencia a estos desheredados, ha decidido que les va a dar unas
monedas. No porque el gesto resuelva la injusticia social, ni porque aspire a
conseguir un sitial en el paraíso cuya llave tiene Rouco Varela. Piensa hacerlo para que el otro, el expulsado social, ejerza su derecho a ser reconocido como persona en el gesto de quien
le pasa una mínima ayuda.
Por cierto, este poema de las Figueiriñas…, de Rosalía de Castro, es
la canción del emigrante. Muy a propósito para quien, como el hombrecillo que
la recita en el metro, se ve expulsado de su casa, de su trabajo, de su puesto
en la sociedad, que eran su patria.
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