domingo, 12 de mayo de 2013

Cuando viajas en Metro.-


Este jubilata viaja mucho en metro. Es un transporte rápido, para los pensionistas sigue siendo barato (de momento) y te comunica con cualquier punto de la ciudad. Pero cada vez resulta más penoso. Y no por el hacinamiento en horas punta, por el olor a sobaquillo, o porque te sientas parte del rebaño. No. Es por los desheredados sociales con los que te tropiezas a cada paso, cada vez en mayor número y cada vez más próximos a las clases medias. Es por lo enormemente cruel que resulta ver la indiferencia con que les negamos su presencia entre nosotros.

Un servidor, como cualquier otro usuario (que no cliente), lleva ya mucho tiempo acostumbrado a soportar la bullanga de los músicos ambulantes que se sacan unas perras mientras lees en un rincón. Uno, claro está, sabe que en el vagón de metro no se va a tropezar con un Alfredo Kraus cantando romanzas, ni con un Rostropovich interpretando una suite de Bach al violonchelo. Sabe que el músico ambulante toca su instrumento con más o menos habilidad y que está allí por necesidad, aunque él preferiría actuar en una sala de concierto o en un grupo rok de moda. Así que el jubilata no se queja de ello. Cada cual sobrevive como puede, aparte que eso de echarle una moneda no es preceptivo. 

El viajero sabe también que hay mucha picaresca, individuos que hacen del pedigüeñismo ambulante una forma de vida y te cuentan milongas con una oratoria que para sí la quisieran esos Castelares de torpe verbo de las Cortes. A estos pedigüeños, aunque solo sea por su habilidad retórica, habría que socorrerlos como a especie autóctona, folclórica y de interés cultural.

Pero hay otros marginados, recién incorporados al elenco de los supervivientes en medio hostil. Son esas personas que un día no muy lejano tuvieron casa, trabajo, familia..., y la crisis social y económica ha convertido –de repente y sin darles una preparación adecuada –  en pobres de pedir, faltos de la mínima habilidad para este menester. Gente que, a lo mejor, hasta gozaba de una flamante hipoteca, de unas letras del coche, veraneaba en Benidorm, y ahora se ve desahuciada por la sociedad.

El problema, a ojos de este jubilata, no es tanto la pobreza económica que se ven obligados a soportar, sino el desprecio al que los sometemos. Desprecio que no se manifiesta en gestos de desdén o incomodidad cuando pasan por nuestro lado; es el desprecio de ignorarlos, de negarles su derecho a que los veamos como nuestros semejantes. El viajero está a lo suyo, enfrascado en su lectura, en su iPodid, MP3 (o como se llame); el pobre de reciente factura se pone a su lado, desgrana con torpeza mil disculpas por verse obligado a pedir, termina sus excusas balbucientes, espera una mano que le suelte una moneda mientras recorre el vagón, y nadie le ha visto pasar. Es la indiferencia en estado puro. Es algo tan cruel como vender la sanidad pública a un empresario amiguete, pero en la esfera de lo privado. Y, además, no nos sentimos culpables, como el político neoliberal cuando nos acogota para sacarnos de la crisis en la que sus amos nos metieron.

Excusará el improbable lector si este jubilata le asegura que se conmueve – con la edad se nos afloja la lágrima – cuando ve a aquel hombrecito de chaqueta raída y barba entrecana recitar un poema de Rosalía de Castro, primero en gallego, luego en castellano, con vocecilla casi inaudible. Como el hombre es menudito y de poco bulto, se le ve aprisionado entre las espaldas de los viajeros, contra las que choca su hilillo de voz: “Figueiriñas que prantei / prados, ríos, arboredas /pinares que move o vento…”.  Cuando termina, nadie se ha dado cuenta. Mira a su alrededor, ve la indiferencia en el gesto aburrido de los viajeros y, despacito, comienza a abrirse camino hacia el final del coche, echa una mirada apenada, y, cuando se abren las puertas, se va.

Este jubilata, para no castigar con su indiferencia a estos desheredados, ha decidido que les va a dar unas monedas. No porque el gesto resuelva la injusticia social, ni porque aspire a conseguir un sitial en el paraíso cuya llave tiene Rouco Varela. Piensa hacerlo para que el otro, el expulsado social, ejerza su derecho a ser reconocido como persona en el gesto de quien le pasa una mínima ayuda.

Por cierto, este poema de las Figueiriñas…, de Rosalía de Castro, es la canción del emigrante. Muy a propósito para quien, como el hombrecillo que la recita en el metro, se ve expulsado de su casa, de su trabajo, de su puesto en la sociedad, que eran su patria. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario