El improbable
lector que haya seguido estas crónicas veraniegas me habrá oído hablar de la
tranquilidad que se respira en este pueblo serrano, de los largos paseos por el
monte y por los caminos aledaños, de la placidez y belleza que se respiran a
las orillas del Lozoya y de otros pequeños placeres campestres, suficientes
para colmar los deseos de sosiego, silencio y naturaleza de este jubilata en
vacaciones. Pero desengáñese, no todo, durante este verano en el valle, iba a
ser dar bucólicos paseos por robledales y dehesas viendo el apacible rumiar de
las vacas u oyendo el murmullo de los arroyos en los pinares umbríos. En los pasados
días de mediados de agosto hemos estado en plenas fiestas patronales, que es
tanto como decir bullanga hasta las tantas de la madrugada en la plaza de la
Villa, borracheras de tamaño natural, estallido de petardos con nocturnidad y
alivios de vejiga alcohólica en los rincones más oscuros de nuestra calle.
Que a este
jubilata le gusten el silencio y la soledad de los montes no significa que el
pueblo soberano no tenga derecho a la fiesta. Faltaría más. Llegan las fiestas patronales,
y Rascafría, hasta entonces plácido pueblo de vacaciones, se convierte en una
máquina de ruidos fiesteros fuera de control. La plaza de la Villa, cada noche,
es el lugar donde una orquesta, con mejor voluntad y empeño que destreza musical, encabrita su megafonía a tope de
decibelios desbocados, haciendo saltar en mil pedazos el sueño nocturno de los
que estamos en edad de sopitas y a las once en la cama.
No sería eso
tan malo, si al ruido no se unieran la juerga alcohólica – verdadero espíritu
de la fiesta – y el incivismo en forma de basuras y orines por doquier. Aunque
es algo que no debiera extrañar a este jubilata gruñón y malhumorado por la
falta de descanso nocturno; no debiera extrañarle, digo, el indisoluble
trinomio de alcohol, ruido y cochambre que vienen a ser la “Marca España” de
toda fiesta celtibérica, y que es como la santísima trinidad de todo jolgorio
que se precie en el solar patrio.
Hay, junto a
una pasarela sobre el Artiñuelo, una estatua en broce, de tamaño natural, que
representa a la Manola (“Puta”, le ha escrito en la espalda algún cabestro),
una lavandera de este pueblo a la que dedicaron este homenaje, posiblemente
porque era una mujer serrana trabajadora y popular entre los suyos. En opinión
de este jubilata – opinión de poco peso – en la plaza de la Villa de Rascafría también
debería levantarse un monumento a Julito, lo mismo que en la madrileña plaza de
Jacinto Benavente hay otro dedicado a un barrendero de los de antaño. Julito es
el barrendero municipal al que puede verse cada mañana con su traje de faena
impoluto limpiando todas las basuras que el pueblo, en ejercicio de sus
soberanas ganas de fiesta, ha ido
tirando al suelo a lo largo del día y la noche. No digo que, en estos días
fiesteros, él solo se limpie las calles del pueblo, tarea imposible, pero sí
que es representativo de los servicios de limpieza municipales y héroe
silencioso y esforzado de la higiene pública, sin la cual este hermoso pueblo
estaría más cerca de una gorrinera que de un poblamiento bípedos civilizados.
Y aunque al improbable
lector, lo que digo a continuación, pueda parecerle de un naturalismo crudo, no
lo dejaré en el tintero: nuestra calle, calle con pavimento de tierra, cada
noche de fiesta, al amparo de la oscuridad, es el lugar al que podría llamarse,
por puro recochineo, un ninfeo; pero no un ninfeo de aguas cantarinas al estilo
de las fuentes romanas, sino de ninfas meonas y flojas de esfínter; porque
aquí, en la tapia de nuestra casa, detrás de nuestro coche, vienen las mozas a
aliviar su vejiga y dejarnos el presente del clínex húmedo y los humores
acuosos de las partes del bajo vientre, cuando no los tampones higiénicos
pringosos de... Los mozos, por el
contrario, parecen sentir debilidad por la tapia trasera del frontón, que les
sirve de aliviadero de los repentes urinarios. También desde casa tenemos
hermosas vistas sobre ese evacuatorio de las urgencias mingitorias del recio mocerío.
Algunas fotos
testimoniales de tanta cochambre las tengo, pero ésta no es una bitácora
escatológica y le ahorro al lector el desagrado de su visión. Con don Quijote
diríamos aquello de Sancho hermano, huele
y no a ámbar. Aquí, en nuestra
calle Ibáñez Marín, para no insistir
más, durante las fiestas huele a meo de alta graduación alcohólica.
Y eso por no
hablar del pobre Artiñuelo, nuestro arroyo serrano cuyo cauce, tras los días de
fiestas, se ha convertido en un basurero espontáneo. Ya se sabe de otras veces,
el arroyo es la primera víctima del incivismo carpetónico. A él han ido a parar
envases de chuches, de refrescos y cerveza, vasos de plástico, un palet de una
obra, un banco desvencijado, un somier, restos de globos de los niños, un
cepellón con las plantas arrancada al jardincillo, cartones, papeles…Y eso que,
como ha escrito la alcaldesa en el programa de fiestas: Nuestras fiestas patronales 2013 se estrenan con el reconocimiento de
Rascafría como el corazón del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama,
núcleo de la mayor riqueza medioambiental… Pues, por lo que se ve, al pobre
Artiñuelo de poco le ha servido. Si se llega a colar una errata que dijera merdoambiental,
lo clava.
Sería injusto
si únicamente hablase de incivismo. También estas fiestas son motivo para
manifestaciones folclóricas y actos culturales. Existe aquí un grupo folclórico
llamado La Trocha, compuesto por una rondalla y bailarines, que montan
exhibiciones de bailes regionales y se acompañan con canciones populares. El
día de fiesta grande bailaron ante la imagen de la virgen agosteña,
que procesionan por las calles el pueblo, y danzaron un complicado paso de
baile entrelazando las cintas de colores en torno a una vara tenida en alto. Este
año, además, han confeccionado trajes
regionales en papel y nos han hecho una muestra de danzas charras salmantinas,
jotas y seguidillas. Es curioso, porque prácticamente todas sus componentes son
mujeres, quienes mantienen viva la tradición de las manifestaciones festivas de
antaño.
En el salón de
actos del Ayuntamiento ha podido verse una exposición de pintura organizada por
la asociación cultural Luis Feito, de Oteruelo, donde se exhiben cuadros de
tipo paisajístico, retratos y alguna abstracción figurativa. El valle del
Lozoya siempre ha sido un acicate para la pintura paisajística de caballete,
pero los plenaeristas no parecen abundar mucho por estos parajes. Debe ser que
la fotografía digital ha convertido esta actividad artística en una antigualla.
El otro día,
en la iglesia parroquial, el cuarteto vocal Ercolani nos alegró el oído con un recital de
madrigales amorosos del S.XVI. Un servidor, oídas las finezas de amor que los
madrigalistas dedicaban a sus amadas, no conseguía hacerse a la idea de
imaginar a Claudio Monteverdi cantándole Ch´ami
la vita mia a una de esas mozas perfumadas en kalimocho que vienen a
desaguarse, en cuclillas y con nocturnidad, junto a la tapia de casa. Ni, a
esos efluvios de vejiga, yo me atrevería a llamarlos, según canta Giovanni
Pierluigi da Palestrina, Chiare fresche e
dolci acque.
En fin, en
palabras de Pierre Certon, madrigalista francés: Je ne l´ose dire. No, yo tampoco me atrevería a jurarlo.
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