Olmo cerca del collado de la Flecha. |
Un servidor
tiene debilidad por el Artiñuelo, eso que ni siquiera llega a río discretito y
que en plena agostada se convierte en un hilo de agua cuando su cauce atraviesa
el pueblo. En estos momentos, cuando escribo esta croniquilla vacacional, su
murmullo entra por el balcón abierto y produce un sonido refrescante y
apaciguador. Sé que en la capital mesetaria andan cerca de los 40 grados; aquí,
al pie de casa, el Artiñuelo no solo nos regala su música acuática, también
produce una corriente de aire fresco y húmedo y, si levanto la vista de la
pantalla y miro hacia él, veo el trazo verde de la arboleda que crece en sus
orillas, las ramas altas que se mecen con sosiego y hasta puedo imaginar las pequeñas
truchas que nadan en sus pozas.
Si a eso se añaden las campanadas que el reloj
del ayuntamiento va desgranando con parsimonia, es como si hubiese regresado a
aquellos años de infancia que pasé por estos lugares. Solo que ahora sí soy
consciente de estos pequeños regalos que hace la naturaleza a quien quiere apreciarlos. Entonces, niño, el
paisaje era donde uno vivía, el medio donde se estaba sin cuestionar su valor
estético, tan natural como el aire que se respira; ahora, adulto y jubilata, el
paisaje lleva una gran carga de apreciación estética y subjetiva; uno ya no
vive espontáneamente inmerso en él, sino que lo aprecia como un equilibrio que
la naturaleza hace para mantenerse en su puridad frente a las agresiones de la
especie humana que allí donde ve un lugar bello, ve una urbanización parcelable
con la que especular económicamente.
Definitivamente,
le he cogido cariño a este arroyo de montaña que se domestica en el trazo que
cruza el pueblo. Domesticado y todo, este tramo tiene una belleza singular.
Además de la vegetación de rivera que le es propia, como las salicáceas,
fresnos y matorral, tiene unos chopos añosos, de piel arrugada por los años,
servales de cazador, tilos, negrillos y algún madroño… Su cauce, a su paso por
Rascafría, es un pequeño vergel.
A su paso por Rascafría |
Visto su trazo
en el mapa, desde su nacimiento al pie del Collado de la Flecha hasta su
desembocadura en el río Lozoya, cerca del lugar que llaman Las Suertes, tiene
una longitud de unos seis o siete kilómetros con un desnivel que va desde los
1.900 a los 1.100 metros (en términos aproximados). Tiene como tributario, en
torno a los 1.600 m de altitud, al arroyo de la Cancha Redonda, el cual, en su
cruce con la pista, luce los tejos más hermosos de estos contornos.
Una de las fuentes del arroyo |
El otro día
decidí que iba a subir hasta su nacedero, tarea ardua por lo abrupto del lugar
y el matorral que es casi intransitable. Mi proyecto era modesto para un
montañero, ya que pretendía atacar solamente el trazado superior, el que va
desde la pista (a unos 1.600 m de altitud) hasta el pie del collado donde
tuviese la fuente más alta. Para ello
tomé el camino que sube hacia el Reventón, que nace a la altura del
polideportivo, hasta llegar al Carro del Diablo, donde tomé la pista hacia la
derecha. Por cierto que este Carro del Diablo (una piedra caballera
característica) a mí siempre me ha parecido una tortuga que soporta sobre su
lomo un bolo achatado, como una esfera terrestre irregular. Por alguna razón
que ignoro, me recuerda a la cosmogonía de alguna vieja cultura, en la que se
representa al universo soportado por una tortuga primigenia.
El Carro del Diablo |
Seguí la pista
unos dos kilómetros hasta que ésta se cruza con el Artiñuelo. De allí, a huevo,
tó p´arriba, por donde pude, entre cambrones, enebros rastreros y zarzas. En
estos casos, seguir las huellas que abre el ganado es muy útil. Tienen la
costumbre estos animales de abrir entre el matorral pequeños senderos
discontinuos para sus desplazamientos en busca de pastos y para llegar a los
arroyos a hacer la aguada. No son una autopista, pero ayudan a sortear la
maleza y avanzar unos pasos.
Según las
enseñanzas montañeras, uno debe alejarse del cauce de los arroyos, siempre
enmarañados y muchas veces encajados entre rocas, y subir la loma, por lo
general mucho más despejada. Así lo hice, con el arroyo a la vista, hasta
llegar a los prados de altura, alomados y cubiertos de hierba jugosa. Lo demás
era cuestión de zapatilla y resoplido cuesta arriba.
El Artiñuelo,visto desde la pista hacia abajo |
Según se gana
altura, el cauce principal se va estrechando y ya solo corre un hilillo de
agua. Este arroyo, como cualquier río adulto, dispone de una cuenca acuífera
surcada por una retícula de pequeños manaderos encharcados y arroyitos que van
aportando caudal, de forma que la fuente más alta hay que considerarla la original.
A lo mejor no es la que aporta más caudal, pero como convención resulta útil. Pero
a la cumbre no llegué. El pepito grillo de la prudencia me hizo recordar que
ando en edad provecta y artrítico de remos, y por aquellos andurriales no había
más animal humano que un servidor, así que me eché monte abajo, hasta la pista.
Pista adelante,
llegué hasta el cruce con la que sube a las Calderuelas y me entretuve un rato
charlando con el bombero forestal que tiene allí una caseta de vigilancia (Collado Vihuelas es la denominación que dan a este punto de observación). Me
dijo que era geógrafo de profesión y estaba con contratos de cuatro meses; o
sea, este país dilapidando capital humano, del que andamos sobrados.
Puente a la entrada del pueblo. |
Bajé al pueblo
a todo correr, aunque me paré un momento a saludar al roble centenario que hay
al borde del camino. Como un servidor conoce estos andurriales, acorté pista
–siempre un poco aburrida – atrochando, para entrar por el barrio de las
Matillas, por el camino junto al Artiñuelo que pasa cerca de las ruinas del
molino del Cubo. Por cierto que hay en un prado cercano un mostajo
esplendoroso, que está catalogado como árbol singular.
No sé qué
opinará el improbable lector, pero a este jubilata el Artiñuelo le parece un
arroyo serrano de lo más guay. Es bravío en el monte, umbrío y agreste desde la
vieja presa colmatada por los materiales de arrastre, doméstico y
risueño mientras cruza el pueblo, y manso hasta su desembocadura en el Lozoya.
Y eso es así, de su natural, sin asesor de imagen.
Me alegro JJ.que le saques chispas a esos paseos veraniegos por la montañas madrileñas.
ResponderEliminarSaludos a Tere.
JJ.
Me ha gustado mucho y ¡qué envidia, con el calor que está haciendo en esta Villa y Corte! Saludos y ya sé a dónde ir el año que viene( o este...) Jesús Macellarius
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