lunes, 3 de noviembre de 2014

La literatura o la vida.-

Imagínese el improbable lector  qué cara pondría si le dijese que este sábado pasado me he acercado al Museo Arqueológico, a las salas de Prehistoria, con la peregrina intención de ver la industria lítica del Paleolítico Medio. Raro, ¿no? Más que raro, ganas de llamar la atención; o aún peor, una desconexión total con el mundo exterior, una manifiesta incapacidad de adaptación al medio. 

Pero los que ejercemos en clases pasivas disponemos de todas las horas del reloj para ir tapando los huecos que va produciendo la vida a su paso. Una vez cumplidas las funciones elementales de la supervivencia, como son la comida y el sueño, el resto son casilleros vacíos que deben rellenarse de gestos en apariencia inútiles  - inútiles porque de ellos no se deriva ninguna consecuencia práctica, como el ganar dinero o trabajar para que otros lo ganen –, sin mayor objeto que la justificación de nuestro estar en el mundo.

Puesto que los jubilatas ya no somos Homo oeconomicus ni  Homo faver, sino una subespecie de Homo sapiens, variedad otiosus, aunque solo sea por justificar lo de “sapiens”, nos damos una vuelta de vez en cuando por museos y exposiciones de la capital del reino. Y sí, es verdad que este sábado pasado estuve deambulando por entre las vitrinas dedicadas a la Prehistoria. Y todo porque este verano, en el mercadillo de los miércoles en Rascafría, le compré al marroquí que suele montar su tenderete de pulseras, pendientes y otros aderezos low cost, un par de puntas líticas prehistóricas.

Se trata de dos puntas labradas sobre lascas obtenidas mediante la técnica que los arqueólogos llaman Levallois: un núcleo de piedra del que se obtienen lascas arrancadas mediante percutores rudimentarios al golpear sobre él con el ángulo de incidencia apropiado. A euro me costó cada pieza; el marroquí me dijo que se las traían de la zona del Atlas, y me mostró una caja llena de raederas, raspadores y otros utensilios prehistóricos por el estilo. 

Yo me acordé del individuo neandertal que las fabricó y del escaso margen comercial  – no se olvide, a euro la pieza - que debió quedarle al pobre a pesar de su habilidad en la talla. Ciertamente, la obsolescencia programada no entraba entre sus planes, ya que de entonces acá han pasado más de cuarenta  mil años (tirando por lo bajo) y las dos puntas siguen tan ternes. Eso sí, la funcionalidad la han perdido desde el Calcolítico o, por lo menos, desde la Edad del Bronce.

Ahora bien, estas piezas, si hay suerte y nadie desbarata el yacimiento, terminan en un museo; y si no la hay, en un mercadillo y en manos de un jubilata ocioso que hace de ello una buena excusa para pasar una mañana en el Museo Arqueológico y recordar viejas nociones de cuando era universitario y le mareaban con la periodización del Paleolítico y tenía que aprenderse las láminas de industria lítica desde los bifaces hasta las hachas pulimentadas. Y total para qué, ni al neandertal de mis puntas de flecha le aprovechó gran cosa su habilidad, ni a este jubilata, en la vida práctica, le fue de utilidad distinguir entre una herramienta lítica musteriense y otra magdaleniense o solutrense.

Quizás el improbable lector se pregunte qué necesidad había de titular esta entrada “La literatura o la vida”, cuando se ha dado la tabarra con las piedras prehistóricas. Como todo lector se merece una explicación, confesaré que el título de marras se me ocurrió a raíz de una conversación que tuve con un amigo. 

Éste aseguraba que él jamás lee literatura de los años 50 (que es cuando él nació) en adelante. Afirmaba que la literatura producida a partir de esas fechas nunca será tan rica en vivencias como las que ha vivido a lo largo de su vida; que aquélla es un falseamiento de una realidad que él conoce por experiencia, estudio y observación, infinitamente más interesante en cuanto que la realidad social, conocida a través de las ciencias sociales, da una visión más acabada y cierta del mundo que conocemos. No hubo posibilidad de entendimiento, menos cuando los que vemos en la literatura un escape a la mediocridad ambiente, debemos reconocer nuestra incapacidad para aceptar una realidad que se nos hace cada vez más compleja e inabarcable.

Feliz aquel neandertal que tallaba sus herramientas líticas a la boca de la cueva, ignorando que, unos pocos miles de años después, el Neolítico iba a sentar las bases de la sociedad compleja que ahora conocemos. Más le hubiera valido no evolucionar y seguir cazando mamuts. Nosotros ahora andaríamos con un taparrabos, pero dichosos en nuestra dulce inocencia roussoniana. 

1 comentario:

  1. Calla, calla, JJ, que con este frío que viene, andar en taparrabos debe de ser horrible. Además de que ,para lo que hay que tapar...Lo de tu amigo de la literatura de después de los 50's no se entiende, excepto que crea que su vida comprende el mundo todo entero. Exageradito, digo.

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