domingo, 25 de octubre de 2015

Caminata otoñal.-


Cuando se llega a setentón sentirse otoñal no lleva aparejado ningún tipo de tristura o depre postraumática por haber atravesado el fuego cruzado de los años vividos y las esperanzas no cumplidas. Hay a quien la vida le parece un campo de minas y pasa sobre ella de puntillas y hay quien pisa fuerte y se la juega a la ruleta rusa, mientras que otros, simplemente, caminan a su aire y miran al horizonte con la esperanza de encontrar la hierba más verde en el siguiente valle. Los jubilatas caminantes pertenecemos a esa especie de ilusos que esperan encontrar un mundo distinto a cada revuelta del camino.

Llegado que ha a septuagenario, el caminante tiene esta convicción:
mientras las varias artrosis que van dibujando garabatos en sus articulaciones se lo permitan, hay más belleza en una vaca rumiando en una pradera de montaña que en toda la red de Metro de la Villa y Corte.  


También sabe que es preferible el hilillo cristalino de un arroyo rumoroso en medio del pinar que un atasco en la M30 en hora punta. Y si le apuran, estaría dispuesto a jurar por sus ancestros que donde haya un robledal en otoño se vayan quitando los triunfalismos macroeconómicos de un gobierno que se rasca complacido el gonadario mientras vende baratos sus ciudadanos en el mercado laboral.

En fin, y perdonen la insistencia, el jubilata se pregunta ¿es que vamos a perdernos el placer de ver el bosque vestido de otoño? Pregunta retorica, poco útil pero socorrida para responder que ni hablar, que donde haya caminos habrá caminantes dispuestos a recorrerlos. Pero no a la ligera o como quien va con prisas.

Al caminar por los senderos del monte en este octubre templado, uno debe andar por la vista apercibida, tanto para abarcar el paisaje  en su grandeza como para apreciar esos pequeños detalles que se encuentran junto a la puntera de las botas. 


Puede el caminante encontrarse con una explosión de amarillos dorados de un chopo que surgen como un surtidor entre los verdes oscuros del pinar o puede, bajando la vista, tropezarse con el rojo intenso, tachonado de puntos blancos, de una amanita que se abre paso entre el humus de las agujas de pino que cubren el suelo. 


Por eso el caminante, en libertad condicional de fin de semana – la ciudad es una gran prisión a la que se regresa siempre – debe aprovechar esas pocas horas para llenar sus sentidos de tantas sensaciones como el bosque le ofrece: olores, sonidos, colores, grandes espacios, soledad, sosiego anímico…

Es muy recomendable, cuando se camina por entre la arboleda, escuchar el silencio salpicado de pequeños sonidos porque son como gotas de agua que forman una lluvia menuda. Te van empapando casi sin darte cuenta. Crees que la naturaleza calla, pero, si prestas atención, oyes los chasquidos de las ramitas bajo tus pies y el crepitar de la tierra del camino denuncia tu presencia al ritmo de tus pisadas; hay un murmullo indefinido flotando en el aire, tu oído se pone al acecho y te das cuenta que los árboles, con sus voces vegetales, se avisan unos a otros de tu presencia y sientes que estás invadiendo su intimidad.

A veces, el paisaje ante tus ojos es una acuarela donde destacan manchas doradas, naranjas o rojizas sobre una gama de verdes que van del verdinegro de la masa de pinos al verde jugoso de los prados y al azul tamizado de nubes claras del cielo. 


El robledal es un tachonado de verdes, marrones y ocres que se distribuyen de forma caprichosa, y los árboles de ribera pierden sus verdes veraniegos para ir tomando tonos suaves, como pintados al pastel. 


Para serles sincero, este servidor de ustedes - entreverado de clases pasivas y plumílla dilentante - quisiera ser, como Enrique de Mesa, mitad montañero, mitad poeta: Aquí a la sombra de los pinos viejos / descanso al repechar de la vereda…, y explicar al improbable lector lo hermosa que está la sierra en este otoño. 


Pero uno no tiene esas herramientas que proporcionan una imaginación sensible y un dominio de los conceptos poéticos, de ahí que se limite a recomendar vivamente: calza tus botas, ármate de un buen bocata y recorre los caminos del monte, trepa por los riscos -si están en edad de ello- párate a mirar, camina en silencio, siente el aire húmedo y todos los matices cromáticos y olorosos. 

Siéntete vivo por un rato, coño ¿O vas a pasarte la vida abducido por la pantalla de un Iphon?

3 comentarios:

  1. La pole es mía!
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  2. Muy bonito D. Juan Jo.Yo es que tengo firuletes en las hidromurias, lo que me impide salir con tánta frecuencia. A parte eso, están las cornucopias del saloncito a las que les está saliendo como trimalciato de ergomanina y no sé qué hacer; y el estafermo que se me relaja y ni duermo pensando en él. Yo estoy hasta el límite de las gunfias. Se lo juro, D.J.J y cualquier día me largo con usted al monte ¡Hála! Y que sea lo que dios quiera, le desea Chus.

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  3. Rediez ¡vaya navazo!

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