La cosa más anodina que puede ocurrirle a uno, y que de hecho les ocurre a los
humanos con la frecuencia inexorable que establece el calendario, es el cumplir
años. Tratándose de un acontecer periódico, repetitivo hasta la saciedad,
irrelevante por reiterado, y asumido con sentimiento de fatalidad por algunos, con indiferencia por
unos pocos, con resignación por la mayoría, nadie se explica, entre el círculo
de amistades, conocidos, compañeros de trabajo y enemigos domésticos en
general, la reacción tan desmesurada de NN*.
Hombre de familia, con un status social equiparable al de millones de
ciudadanos anónimos, habituado a un trabajo sin relevancia y sin más
expectativas que una jubilación mediocre, no era consciente del paso del tiempo
porque las autoridades se lo habían cosificado en su carné de identidad. Aquella tarjeta rectangular, de 78x47 mm, llevaba aprisionada entre las
dos láminas plastificadas la identidad legal de NN*, con un número de serie que
acredita su pertenencia a uno de esos países civilizados, donde, en cuanto nace
un ser bípedo dotado de racionalidad – que, como en el ejército el valor, se le
supone – se le marca para mejor controlarlo a lo largo de su anónima
existencia.
Periódicamente, por quinquenios cumplidos, dicha tarjeta es renovada por la
burocracia policial que adhiere a la cartulina la fotografía actualizada del
ciudadano, sorprendido en un gesto de perplejidad idiota por el foco desaforado
del fotomatón, y deja irremediable constancia de ese pasmo facial que tan
íntimamente odiamos.
NN*, escrupuloso cumplidor de las
leyes, se había sometido, con la periodicidad establecida por la autoridad, al
cambio de documento, y con él, al cambio de gestos de idiotizado asombro
congelado hasta la próxima renovación. Y tales eran su disciplina de fiel
ciudadano y la ausencia de cualquier alteración de su transcurso vital, que
sólo el final de cada ciclo quinquenal suponía una percepción del transcurso del
tiempo.
Imperceptiblemente, la cada vez renovada fotografía del documento de
identidad le mostraba el rostro de un tipo - él - que envejecía a saltos de
cinco años: unas canas más sobre los huesos temporales, un progreso
alopécico que erosionaba su bosque
capilar sobre el frontal, una coronilla frailuna en progresivo y geométrico
crecimiento sobre el occipital...
También el rostro mostraba, quinquenio tras quinquenio, las huellas de
estos saltos temporales: ojos antaño vivos de curiosidad, aunque siempre
perplejos a causa del flash traicionero, cada vez más apagados; arrugas
progresivamente más marcadas en torno a ellos; facciones cuya flaccidez, congelada en la foto de rigor, era
una prueba a mínima escala de la atracción gravitacional que el planeta ejerce
sobre todo tipo de objetos depositados sobre su superficie. Y así, un sinnúmero
de pequeños detalles faciales.
Instalado en el confortable estancamiento del tiempo que el carné le
proporcionaba, alterado únicamente por los periódicos sobresaltos
correspondientes a los fogonazos del fotomatón que le retrataba las facciones
del alma, su vida se detenía entre visita y visita a las oficinas del DNI, de
forma que se habituó a cumplir años cada lustro, con absoluto olvido de los
cumpleaños anuales.
Quizás por eso, por haberse olvidado de cumplir años como todo el mundo –
apreciación en la que coincidieron amigos y enemigos –, el súbito descubrimiento
de hallarse en posesión, o más bien, poseído irremediablemente por 50
aniversarios brutal y multitudinariamente presentes, le trastorno el juicio – según sus amigos –, o
acabó por desjuiciarle el poco que le quedaba –según sus más entrañables
enemigos–. Y comenzó a comportarse de forma extraña.
El primer síntoma derivado de la
indigesta y subitánea conciencia de anualidades acumuladas fue una insospechada
tendencia a la filosofía de mesa camilla, en la que la observación de sus más
íntimos entresijos vitales producía un torrente de imparables ¿porqués? enmarañados y de confuso
desentrañamiento, para los que ni el propio Jean Paul Sartre hubiese encontrado
respuesta razonable.
Descubrió que la existencia se movía entre lo inmanente y lo trascendente,
lo cual fue ocasión para largas conferencias en el tresillo del domicilio
conyugal. De tal forma, que su santa esposa terminó hecha un lío tratando de
discernir entre la inmanencia de las tareas domésticas, actividades que
muestran lo contingente y efímero de los actos humanos, y la trascendencia del
ser humano en cuanto poseedor de aspiraciones universales.
Por no cansar al lector: harta de las frecuentes jaquecas que tales
disquisiciones le producían y de un sentimiento de inferioridad que su marido
le inculcaba con sus filosóficas peroratas, la santa, en un insospechado
arranque de auto estima, se fugó con un novio de juventud.
Los amigos terminaron por rehuirle cuando se lo encontraban por la calle,
temerosos de las elucubraciones que propiciaba un simple: Hombre, fulano ¡qué tal! Pues semejante fórmula de cortesía,
intrascendente y dicha sin mayores intenciones, era ocasión para un discurso
de media hora sobre la inanidad y sin sentido de su vida, en particular, y de
la de la especie humana en general.
Todavía recuerdo aquel aciago día en que me encontré a NN* por la calle, y
un simple ¡Cómo estás! fue suficiente
para llegar con dos horas de retraso a la Agencia Tributaria, perder la cita
con el Inspector de Hacienda y verme obligado a pagar un multazo de órdago por
una declaración en la que había ocultado unos euretes que me hacían falta para la entrada del coche…
Pero como el improbable lector estará ya aburrido de que le cuenten una
vida sin horizontes y, seguro, seguro, tiene mejores cosas que hacer, el resto
de la historia va a la papelera de reciclaje y un servidor va a ver si
desentraña eso que dice Walter Benjamin sobre
el “esteticismo político”. Eso donde dice que el poder político organiza, o fomenta,
celebraciones deportivas, grandes asambleas y desfiles festivos, procurando que
las masas se expresen, se vean la cara y se sientan protagonistas de su
destino, sin que ello implique un cambio real en las condiciones materiales de
vida de éstas.
O sea, la vida misma, tal como la estamos viviendo en los últimos avatares políticos en los que hay quien prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león porque patria y pasta casan bien.
O sea, la vida misma, tal como la estamos viviendo en los últimos avatares políticos en los que hay quien prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león porque patria y pasta casan bien.
A ver si te aceptan esta pole en tu club de petanca.
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