domingo, 15 de noviembre de 2015

Hábitos de indigencia.-

Tras los atentados de París, que tanto nos han sobrecogido, no está la Verónica para tafetanes. Pero, como la fuerza de una sociedad está en la normalidad con que sus individuos asumen la vida diaria, vivamos como tenemos por costumbre. Por eso, hoy tocaba colgar la entrada en la bitácora y aquí queda. Pese a todo fanatismo.


Cuando todos quieren tener lo mismo, en el mismo lugar y a la vez, el resultado es una cola de longitud directamente proporcional al afán de satisfacción de esa necesidad supuestamente acuciante, multiplicado por tantos individuos cuantos han decidido hacerse con el objeto de sus preferencias en el mismo día y lugar. Supongo que los sociólogos tienen un nombre para este fenómeno de consumo multitudinario a plazo fijo, compulsivo  y realizado a manera de manada disciplinada.

Este jubilata, que ya solo ejerce de ocioso paseante en la villa y corte y no tiene más ciencia que la curiosidad, aunque sí tiempo sobrado para elucubrar, ha estado macerando en sus meninges el asunto de las colas de consumo. Buscando una definición que le acomode, ha dado en llamarlo “hábitos de indigencia”, por darle un nombre que exprese la sensación de carencia de un objeto de consumo, apetecido por una muchedumbre en un momento dado, y no logrado más que tras largas horas de espera; o sea, como quien hacía la cola del pan en las épocas de hambruna de aquellos tiempos de maricastaña.

Aunque la comparación sea un poco traída por los pelos, este hábito de indigencia viene a ser - solo en apariencia - como volver a los gloriosos años del racionamiento, cuando la España franquista de los cuarenta caminaba con paso marcial por el Imperio hacia Dios entre páramos de carpanta crónica y adhesión inquebrantable a la cosa esa del Régimen. Solo que entonces (no habría que decirlo), era por necesidad y ahora (tampoco hay que insistir) por capricho.

Dirá el improbable lector que mis neuronas septuagenarias patinan, pero es que, como todo asunto, la cosa requiere su explicación y ¡Hombre!, todavía no he tenido tiempo de darla. No se dice aquí que la sociedad de consumo no ofrezca recursos hasta la saciedad y que cada cual no pueda gastar su pasta y su tiempo en lo que le pete; lo que aquí se dice es que, cuando la masa consumidora quiere mercarse los mismos bienes, en el mismo lugar y a la vez, el comportamiento es similar al de nuestros abuelos: te pones a la cola del racionamiento y aguantas resignado las horas que haga falta. Vamos, te comportas como un indigente rico en necesidades y pobre en satisfacciones.

La cosa viene al caso porque iba un servidor, la otra mañana, a hacer un mandado al centro de la ciudad cuando, en la Gran Vía, a la altura de la calle Mesonero Romanos, me tropecé con una cola de gente que recorría toda aquella calle, y doblaba por la del Carmen. ¿Cientos de personas esperando comprar un objeto de primera necesidad que falte habitualmente en las tiendas? No. Esperaban para comprar el décimo de lotería de navidad en Doña Manolita.

Una asociación de ideas un tanto heterodoxa – los jubilatas no medimos bien las distancias – me hizo ver que la fe en la diosa Fortuna mueve multitudes confiadas en sus milagros de la misma forma que los devotos hacen cola ante el cristo de Medinaceli: unos y otros esperan remedios milagrosos que encaminen sus vidas. Solo que la Fortuna reparte la pedrea y hasta les tapa los agujeros de la economía doméstica a unos pocos, mientras que la imagen del Cristo proporciona tanto consuelo y resignación cuanto sus adeptos estén previamente dispuestos a encontrar. 

Cada dios reparte los dones a su manera y sus fieles no quedan defraudados. El uno es rico en promesas a cumplir en el otro mundo; la otra, reparte puñados de euros a ciegas, y a quien no, le concede consuelo con el consabido “Lo importante es tener salud”. Los fieles tampoco piden mucho más: un rato de ilusión; lo cual está al alcance de cualquier deidad a poco que se esfuerce.

Lo de practicar el hábito de indigencia tampoco es tan raro en nuestra sociedad de la superabundancia; es más bien un deporte de masas que proporciona mucho entretenimiento a sus practicantes. No hay más que recordar lo de la inauguración, hace pocos días, de esos nuevos almacenes de nombre Primak, también en la Gran Vía, a cuyas puertas se congregaron centenares y centenares de personas con el afán, según he leído, de comprar bragas y calcetines a euro la pieza. Lo que no sé bien es qué dios propiciaba la lluvia de dones que sus feligreses se llevaron en forma de bragas, calcetines y otros textiles de trapillo.

Un clásico nos diría que se trataba de la diosa Abundancia, derramando generosa sobre los fieles consumidores el contenido de su cornucopia, atiborrada de las susodichas bragas y calcetines, o, en su defecto, décimos con reintegro de Doña Manolita. Pero todos sabemos, porque así lo ha dicho Todorov, que Dios ha muerto y las utopías se han ido al carajo, con lo que ni las viejas deidades ni los viejos ideales no parece que estén en condiciones de atender a tanto indigente necesitado de a euro el par de calcetines o de premios de lotería.

Rebus sic stantibus, lo único que se le ocurre a este observador de lo evidente es que, finiquitados dioses y utopías, los destinos de esta sociedad están en manos de una nueva serpiente del Paraíso, a quien hemos dado en llamar Obsolescencia. Ella ofrece la manzana apetecible que convierte a los ciudadanos responsables en consumidores compulsivos, a los artefactos tecnológicos – por muy sofisticados que ellos sean –  en chatarra a plazo fijo, al mundo en un gran vertedero, y a la sociedad en general en indigente de satisfacciones con fecha de caducidad.

De ahí que se formen esas enormes colas para comprar décimos de lotería, teléfonos de ultimísima generación, entrada a conciertos de Justin Bieber, bragas y calcetines, rebajas del Corte Inglés y otros miles de artilugios y caprichos imprescindibles, tan apetecidos como fungibles. 

Un día de estos voy a ponerme en la cola de algo, cuya posesión  inmediata sea tan indispensable para no sentirse un paria, que reúna centenas y centenas y más centenas de pacientes consumidores. Pertenecer al rebaño reconforta mucho, oiga. 

1 comentario:

  1. Pues parece que es así: cuanta más necesidad pasa la gente, más se aferra a los juegos de azar. Es la diosa Esperanza la que te da un ratito de vida mientras uno cree que puede ganar.
    Saludos!!

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