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Luis Barrenas, por así decirlo, era comprador de votos. Bien trajeado, con cartera negra de ejecutivo, iba de puerta en puerta pidiendo el voto. Cuando se quedó sin trabajo no había nada mejor en el mercado laboral. Un reajuste de plantilla le había puesto en la cola del INEM y, por eso, se especializó en el duro oficio de comprador de votos.
Bien es verdad que se trataba de un trabajo fijo discontinuo, sólo cuando
se convocaban elecciones, pero le iba sacando del apuro. Que las elecciones
fuesen autonómicas, locales, legislativas o europeas, era una cuestión marginal. Lo importante en esos casos es que
había que solicitar votos, y ese era su cometido. En su nuevo oficio el tipo de
elecciones convocadas no era relevante, tampoco lo era la adscripción
ideológica del votante. No dejaban de ser matices que no alteraban lo
sustancial: hacerse con un buen puñado de votos.
Llamaba al timbre, saludaba con educación y pedía el voto. Había gente
comodona que se lo daba enseguida y, encima, le estaba agradecida porque le
ahorraba desplazarse al colegio electoral el día de las elecciones. Otros, sin
embargo, se resistían y querían saber qué iba a hacer con su voto. En estos
casos, Luis les preguntaba por sus preferencias políticas y, de acuerdo con
éstas, les prometía lo que querían oír. A unos, que iba a bajar el paro, la
gasolina y los impuestos; a otros, que iban a erradicar la delincuencia y
controlar la inmigración; a otros, despido libre, recorte salarial y paraísos
fiscales. No era lo mismo pedir votos en el barrio de la Elipa que en de Salamanca. Luis Barrenas disponía de una carta muy surtida de promesas electorales y no había más
que saber dónde le apretaba el zapato ideológico a cada cual.
– Mire, señora – decía Barrenas – dígame usted sus preferencias ideológicas y
yo le improviso un programa político que se chupa los dedos.
Los más duros de convencer eran los que nunca votaban. Esos se guardaban su
voto sin usar y se les pasaba la fecha de caducidad. Eran clientes de lo más
variopinto. Los había escépticos, indiferentes o – lo que era peor para el
negocio de Luis – convencidos de su inutilidad. En tales casos, el surtido de
promesas electorales que llevaba en la cartera no solía hacer el efecto
previsto, así que recurría a argucias que no se enseñan en los masters de
marketing: se lo jugaba a los chinos o improvisaba un juego con tres cubiletes.
– Voto por aquí, voto por allá –, decía. A toda velocidad movía el cubilete
de derecha a izquierda, o al revés, y mareaba a los votantes con palabrería de
tránsfuga. – Hagan su juego, señores –, y escamoteaba el voto con la habilidad
de un trilero.
Raro era el que se resistía a jugarse el voto. Total, como les salía
gratis… Muchos terminaban por cogerle gusto. Algunos se enviciaban tanto que
acababan jugándose los votos de la mujer o de los hijos y terminaban endeudados
por varias convocatorias electorales. Había que currárselo, pero los votantes
ludópatas eran un buen negocio.
Cuando tenía la cartera llena de votos, Luis Barrenas iba a las sedes de los partidos
políticos y se los vendía a los directores de campaña. Era lo más duro de su
oficio, porque siempre tenía que regatear, aunque nunca los vendía por menos de
un 10 por ciento de comisión. Entre lo que sacaba de los votos y el paro el bueno de Luis iba sobreviviendo, aunque él hubiera preferido un contrato fijo con horario de
ocho a tres. Pero es lo que tiene vivir en época de crisis…
Esta pole sí que es la fiesta de la democracia.
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