En el
500 a.n.e. el imperio aqueménide se extendía desde las orillas del río Indo hasta – según
nos cuenta Heródoto – el Danubio en tierra de Tracios, nuestros actuales
vecinos rumanos. Si se tiene en cuenta que Alejandro Magno les devolvió la
visita y conquistó su imperio, produciéndose una simbiosis entre el helenismo y
la cultura persa, verse como viajero en aquel país es un poco como visitar a
parientes lejanos de los que perdimos el contacto hace tiempo. Eso aparte la
propaganda política adversa, interesada, por razones estratégicas del imperio y sus satélites, en presentárnoslos como satanes
instigadores del Eje del Mal. Conviene no olvidar el tronco cultural común y las diferencias impuestas por razones geopolíticas; un aviso para caminantes por si se viaja con los prejuicios bien asumidos.
Algo que sorprende es la pervivencia de la vieja religión mazdeísta persa. Ahouda Mazda era dios al que ya invocaban los emperadores persas. Sus invocaciones pueden verse en placas esculpidas en letra cuneiforme en los palacios de Persépolis: El gran dios es Ahoura Mazda, que creó el cielo, que creó el mundo, que creó al hombre, que creó la felicidad de los hombres, que hizo rey a Jerjes… Por supuesto, este jubilata es incapaz de leer textos cuneiformes en persa antiguo, en babilonio o en elamita, pero se fía de lo que le cuentan los arqueólogos.
Y si el viajero apercibido sigue las huellas de este
vieja religión monoteísta (hay algunos dioses menores, pero son comparsa,
quizás emanaciones) no podrá por menos que admirar en Yazd las Torres del
Silencio. Cuatro cerros pelados cuya cima está cercada por un muro circular,
hecho de sillarejos y tapial y en cuyo centro hay un gran pozo. Son los viejos
cementerios zoroástricos. Para esta religión, ecologista avant la lettre, que adoraba a los cuatro elementos de
la naturaleza: tierra, aire, fuego, agua, contaminar la pureza de los elementos naturales
con la carroña de los cadáveres humanos era impío. Por eso los exponían en
estos lugares elevados donde las aves carroñeras se encargaban de mondarlos y,
luego, los huesos eran arrojados a los pozos abiertos al efecto.
Y si el viajero piensa que aquello solo es pura
arqueología, se sorprenderá al saber que en esta misma ciudad existe un Templo
del Fuego zoroástrico donde se conserva viva una llama encendida. Adoradores
del fuego, los mazdeístas, según la tradición, cuando la invasión árabe, ocultaron el fuego eterno en un templo
rupestre y lo han mantenido vivo durante siglos. Actualmente, en este
templo levantado hace unos 70 años, se mantiene viva la llama.
Solo que el
encanto poético queda un poco mal parado cuando el visitante se entera de que una instalación de gas se encarga de que la llama eterna siga viva. Los adelantos técnicos
hacen milagros, pero matan la imaginación. Pero si quiere ver un antiguo templo
del Fuego, no deje de observarlo cuando visite en el farallón de Naqsh-e Rustam
los bajorrelieves de las tumbas de los reyes aqueménidas.
Y si el improbable lector piensa que el Paraíso es asunto de invención bíblica, va desencaminado, es invención persa. Ellos convirtieron lugares desérticos en paraísos haciendo aflorar el agua, construyendo albercas y surtidores y llenándolos de verdor. Desde las lejanas montañas hicieron construcciones subterráneas, a veces de centenas de kilómetros, con pozos de acceso cada tanta distancia, para levantar vergeles. Y en ellos, el sempiterno ciprés, árbol sagrado.
Todavía en Abarkuh se conserva un gran ciprés cuatro
veces milenario, y de unos dieciseis metros de contorno en su tronco, aunque en la memoria colectiva persa se conserva el recuerdo
del de Kachmar, plantado por el propio Zoroastro, según se menciona en el Shahanameh, libro de los Reyes Persas.
Paraíso y poesía, en esta cultura van de la mano. No
puede entenderse la poesía persa si no se oye el rumor cercano de un surtidor y
se respira el olor de azahar que desprenden los naranjos, o se disfruta de la
abundancia de los granados y pistachos. Desde el iwan de un palacio campestre,
con una alberca de agua clara corriendo a los pies y dos ringleras de cipreses
enmarcándola, dejarse llevar por el espíritu sufí de compenetración con la
naturaleza hace que el canto a la amada y al vino transcienda en una visión
espiritual.
Eso, al menos, pudimos entender ante la tumba del poeta Haffe (“Quien
sabe el Corán de Memoria”, significa). Aquí
está el corazón palpitante de amor de los persas, nos dijo nuestro guía
ante su túmulo, guardado bajo un templete de cúpula octogonal sustentada por
columnas, y nos recitó uno de sus gacel
o poesía de amor místico. A propósito alguien del grupo recordó la influencia
del sufismo en san Juan de la Cruz:
Entréme donde no supe
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia transcendiendo.
Yo no supe dónde estaba,
pero cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo
toda ciencia transcendiendo.
Por eso, transcienda el improbable lector de esta
bitácora toda consigna interesada y mediocrizadora (con perdón por la
palabreja), levante el vuelo de su curiosidad y, cada vez que se ponga de viaje
trate de entender a las gentes del país visitado. Recuerde lo que dijo Alexandra David-Néel: Celui qui voyage sans rencontrer l´autre il ne voyage pas, il se
déplace. Y si los modos de vida de otras culturas no le interesan, pues ahí tiene el bufé libre del
hotel, y buen provecho le haga.
Gracias D. Juan José, ya estoy deseando irme por allá. No sabía o no recordaba la influencia del sufismo en S.Juan de la Cruz, pero está clara, ahora que lo dice ud. Si, lo del eje del mal, como lo políticamente correcto, está causando estragos en las mentes. Gracias.
ResponderEliminarMil gracias!También pienso viajar a Irán y me alegro ver tus comentarios. Así es más cercana.
ResponderEliminarMil gracias!También pienso viajar a Irán y me alegro ver tus comentarios. Así es más cercana.
ResponderEliminarMuy buen trabajo Juan, me parece que así como latino américa se libero de España, no se libero del cristianismo, y Persia se libero de los árabes pero no del Islam.
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