Una de las rutinas más
arraigadas en este veraneante setentón, una vez instalado en Rascafría, es
dedicar una de sus primeras visitas (seguirán otras a lo largo del verano) al
arroyo Artiñuelo. Por si el lector ocasional no lo sabe, el Artiñuelo es el
arroyo que nace en el collado de la Flecha, en los Carpetanos, a casi 2000
metros de altitud, y atraviesa Rascafría para rendir su curso en el río Lozoya,
que transcurre casi a los pies del pueblo.
Es riachuelo de gran
belleza en su trayecto de montaña y en su curso medio, y ha sido encauzado en
su recorrido por el pueblo, ya en su tramo final. Como nace en los acuíferos
que forman los neveros invernales, en verano acusa el cansancio del estiaje y,
llegado agosto, se convierte en un hilillo de agua que se va remansando en las
charcas de su trayecto final, como si le faltase fuerzas para llegar a la
desembocadura.Pero ahora, estos
primeros días de julio, aún baja brioso y cantarín, como aquellos antiguos
caminantes que hacían su camino con el hato al hombro y entretenían las horas y
las leguas con alguna coplilla en los labios.
Este jubilata, a modo
de pleitesía estética, al día siguiente de habernos instalado, se ha calzado las botas
montañeras y ha subido por mitad del robledal, por la desconocida y casi cegada
senda Viator, hasta el camino que salta por encima de la vieja presa colmatada
del arroyo. Luego, al pie del paredón de piedra, resquebrajado y herido de
hendiduras por las que manan las heridas de agua que el tiempo ha ido abriendo en sus juntas, ha prestado oído al
silencio del bosque.
Quizás el improbable
lector no haya caído en ello porque es más asfaltícola que boscófilo (palabro
para la ocasión y a no repetir), pero el
bosque está lleno de silencios rumorosos. Oír el silencio es un privilegio que
se alcanza tras largas caminatas por esos montes, hechas con la humildad y
perseverancia del neófito, y es aprendizaje que cada cual ha de hacer sin
manual de instrucciones y por su cuenta. Cuando, tras bastantes años de
noviciado y centenares de horas de paciente escucha, uno aprende a oír,
descubre que el silencio del bosque es ese espacio donde no hay un átomo de
aire que no tenga dentro su propia música.
Descubre, asombrado,
esa sinestesia que le hace percibir la mínima melodía del aroma que desprende
el piorno en flor; descubre, como una revelación, esa leve danza que la flor
del espino albar emite para atraer al abejorro que acarreará su polen. Y, si se
acerca al arroyo, se sienta a su orilla y escucha su rumor sin pausa, verá,
oirá y saboreará, todos los sonidos, frescor y destellos que corretean cauce
abajo. Porque el arroyo de montaña – que lo sepas, lector –, en medio del
bosque, es el continuum de las
composiciones musicales barrocas. Es un fluir de apenas unas notas que se
repiten, caracolean entre la espuma, parecen enroscarse unas en otras, para
saltar de piedra en piedra cauce abajo y dar paso a nuevas notas que jugarán
los mismos juegos indefinidamente.
Mientras el caminante
percibe el murmurar silencioso del agua, el robledal entonará su melodía hecha
del vibrar imperceptible de sus hojas, de las notas que el pájaro carbonero emite llamando a la compañera, del paso apresurado de un corzo entre el ramaje,
el lagarto que se esconde entre la hojarasca, o de la esquila de la vaca en el
pastizal, y de tantos y tantos pequeños sonidos, chasquidos, siseos que el oído
apenas consigue percibir y que, todos juntos, forman un lenguaje musical que se
ofrece al oído de quien se deja mecer como un nonato dentro de ese gran vientre
maternal que es la naturaleza.
También es verdad –
bucolismo y ensoñaciones aparte - que el caminante se ve comido de moscas y ha
de reconocer, mal que le pese, la imperfección de los paraísos terrenales; así que piensa con el clásico: et in Archadia ego…,
incluso en la Arcadia las moscas son un coñazo. Te resulta forzoso reconocer
que para ellas, las moscas, no eres el rey de la creación sino un cacho de
carne jadeante (monte arriba y con estas edades uno resopla con esfuerzo…)
cuyas glándulas sudoríparas segregan sabrosos jugos salobres que las vuelven
locas. Te bailan delante de los ojos y alguna, más atrevida, pretende libar en
tus lacrimales; otras, desvergonzadas, se te quieren colar por los caños de la
nariz y las hay que pretenden la espeleología por tus conductos auditivos.
Talmente como si fueras una vulgar vaca… En fin: Aquí, gozando de las
incomodidades del campo, solía decir el difunto primo Paco.
Sentado al pie de la
vieja presa del Artiñuelo, oyendo los saltos del agua cauce abajo, sintiendo sus
prisas por abandonar aquella angostura de las montañas, no he dejado de
recordar aquellos versos de no sé qué poeta con ribetes y puntillas de
ecologista:
Bullicio de espuma y piedra,
Orillas de risco y bosque,
Rumor oscuro y aguas claras,
El arroyo huye.
Desde los altos neveros,
Lejos, aún, la lenta llanura,
Las cumbres con su silencio
Acunan su andadura.
No corras, murmura el viento,
¡Sosiega!, grita el monte,
Aguas abajo serás río
Que enturbiarán los hombres.
Otra vez vuelves a alegrarme el verano pero en este caso no en la canícula ya que estoy en tierras teutonas, en las que el estiaje que describes en el Artiñuelo no se da aqui ni en los peores años; con decirte que aqui no se riegan las macetas ya imaginarás cómo se las gastan aqui los astros. Gracias por tus bien enlazadas palabras, querido Viator,incansable Viator, arroyo sedante de nuestros estíos.
ResponderEliminarYo, vecino de Moralzarzal, conozco muy bien de que habla usted. El estío es arduo en la comarca de Rascafría (Rascalafría, que decían en tiempos de Góngora) y seca el cauce del arroyo más pintado (pintalado, que decía el bueno de Jiménez de la Portilla). Bueno, un saludo de su vecino.
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