Por más que este jubilata intente no dar palo al agua en todo el verano, nunca ha conseguido estar ocioso en eso de la lectura y la caminería. Leer y caminar (nunca revueltas: cada cosa en su momento) son dos actividades que llenan las horas veraniegas.
Imagínese el lector,
ocasional o habitual, de esta bitácora qué duro sería si tuviese que estar mano
sobre mano desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche – de la
siesta nada se dice, que tiene entidad propia y sus propias maneras de
existencia – sin un puñado de letras de imprenta que echarse al coleto del
intelecto. Y así durante semanas y con estos calores.
Pues eso. A la hora de
planificar la estancia veraniega en este pueblo serrano, aparte el ajuar doméstico y la munición de boca que hay que traer para
eso de la higiene en el vestir y la supervivencia, no puede faltar en el hondón
de la maleta un puñado de libros para pasar las horas de la tarde, las horas de
canícula; esas horas aperreadas en las que uno no tiene ni ánimos para tirar de
su propio cuerpo y queda desparramado en el sofá, con la mente ensopada y su yo
transcendental reducido a la inconsciencia. Esas horas, precisamente, son las
más propias para despabilar y darle caña al intelecto para que avive el seso y
despierte.
Quien esto escribe,
lector habitual y un tanto anárquico, así lo hace. Las tardes de verano,
mientras el sol amurria a los pájaros y recalienta los caminos, se dedica a
leer cualquier cosa que tenga letras de molde. Y ese “cualquier cosa” no lo entiendas, amigo lector, como
desmerecimiento del valor de las lecturas que uno se mete entre pecho y
espalda, sino como esa falta de criterio que aqueja a un servidor a la hora de
racionalizar sus lecturas según temas de interés cultural, narrativo, formativo
o informativo. Para que quede más claro: sobre la mesita auxiliar hay una
mezcolanza de libros, cada uno por sí interesante según su género, pero
dispares, cuyas lecturas se van alternando aleatoria y caprichosamente. Estamos
en verano y uno puede darse esos gustos.
Leer a Heródoto (más
tras la visita a Irán/Persia que hicimos esta primavera, y de la que quedó constancia en esa bitacora) y sus guerras médicas no deja de ser una lección sobre el
conocimiento que éste tenía de la naturaleza humana. Cuando los Argivos quieren
quedar al margen de la expedición de castigo que Jerjes planea contra Atenas y
los lacedemonios, Heródoto dice comprenderlos (a los habitantes de Argos) y
afirma que, si todos los seres humanos reuniesen en un mismo lugar todas las
desgracias que les aquejan, con objeto de intercambiarlas entre sí, una vez vistas
las desgracias del prójimo, cada cual se volvería a casa con las suyas propias
por considerarlas más llevaderas.
No dejaban de ser prudentes los ciudadanos de
Argos a tenor de lo que cuenta el historiador griego, ya que, según sus
cálculos, las huestes persas eran tan descomunales (5.283.220 individuos:
infantería, caballería, tropas auxiliares, marinería, sirvientes, esclavos,
personal auxiliar para las acémilas y el equipaje, familia –viajaban con
mujeres, amantes e hijos–) que cuando llegaron al río Escamandro, cerca de
Troya, agotaron sus aguas para dar de beber a la tropa. Y dice que en tierras
tracias había un lago de más de 5 k de perímetro que quedó seco sólo con dar a
beber a las acémilas que llevaban la impedimenta.
Aunque Heródoto
resulta aquí un tanto hiperbólico (en alguna nota leída a pie de página se dice
que el ejército persa no debió superar los trescientos mil efectivos), también
sabe ser prudente, pues afirma: “Si yo me veo en el deber de referir lo que se
cuenta, no me siento obligado a creérmelo todo a rajatabla (y que esta
afirmación se aplique a toda mi obra)”. ¿Se da cuenta el improbable lector de
esta bitácora de por qué hay que leer durante las vacaciones? Hay más sentido
común en un libro de lance – éste fue
comprado en una librería de ocasión – que en las promesas de estabilidad
política de estas últimas semanas.
La Sombra, de Galdós, es una obrita menor y poco conocida, pero viene a ser como
la primera novela freudiana de la literatura española. Que un tal doctor
Anselmo se vea corroído de celos porque el mítico personaje Paris (ese que le
sopló la dama al rey Agamenón y fue causa de la guerra de Troya) salte de un
cuadro de asunto mitológico para ligarse a la legítima esposa del doctor, es
cosa de visita al psiquiatra de guardia. La obsesión de protagonista es tal que se cree acosado por un
Paris burlón que promete aparentar cornificarle (no deja de ser un personaje/mito
sin entidad física, así que de consumar coitos, nada). Su finalidad al cortejar a la dama, según piensa el obsesivo marido, es labrar su desprestigio social y convertirle en el hazmerreir de la buena sociedad madrileña de la época. Tal fijación (suponerse cornificado por un personaje mitológico) lleva al
lector a desearle al doctor Anselmo un cornificio en toda regla; eso aunque solo
sea por el desasosiego que transmite al lector y por lo mal que trata a la sufrida y santa esposa que no gana para soponcios y
sobresaltos por culpa de los celos del marido.
Menos mal que el autor-narrador
toma una actitud distante y crítica respecto a su personaje e introduce la necesaria lucidez en el relato. Pero, de verdad, a un lector entregado le resulta tan irritante el protagonista con sus obsesiones, que él mismo estaría
dispuesto a saltar dentro del relato y darle de patadas en el culo. Y si no lo
hace no es por la imposibilidad metafísica de trasladarse de la realidad a la ficción,
sino porque a estas horas hace un calor del carajo (son las cinco de la tarde)
y uno no está para sofocos ni siquiera imaginarios.
Y así transcurren las
tardes veraniegas y las horas caniculares. Eso a pesar de que el vizconde de
Chateaubriand (en sus Memorias de
Ultratumba), tras ser retenido en Baviera varios días por problemas de pasaporte,
después de cruzar a Bohemia se pasea por el bosque en plena noche y tiene un
soliloquio con la luna (ella calla, solo está ahí): Un petit morceau de la lune qui entreluisaiet me fit plaisir… O lune!
Vous avez raison, mais si je parlais bien de vos charmes, vous savez les
services que vour me rendiez: vous éclariez mes pas alors que je me promenais
avec mon fantôme d´amour…
De verdad, si no fuese
uno tan convencional, también este jubilata se pasearía por el bosque a la luz
de la luna en soliloquios alunados y románticos, mientras el cine de verano en
el frontón escupe sus músicas y diálogos enlatados, y el respetable público
asistente, subyugado por la trepidante acción fílmica, come pipas de girasol. Y
tal…
Sí, amigos, es la pole y es MÍA.
ResponderEliminarY hablando de lecturas cita Lewis Carrol en un opusculín llamado "Alimentar la mente" a un tal Oliver Wendell Holmes, autor de un libro titulado "El profesor de la Mesa de Desayuno" en el que nos da la regla para saber cuándo un humano es viejo y cuándo es joven. El momento crucial es este: ofrece un hermoso bollo al individuo sospechoso exactamente diez minutos después de cenar. Si lo acepta y devora con facilidad queda demostrado el hecho de que es joven. Y junto con ello, para determinar la salubridad del apetito mental de un animal humano, pon en sus manos un tratado-minimamente bien escrito- sobre algún tema popular- un bollo mental. Si lo lee con entusiasta interés y atención y si tras la lectura el lector puede responder preguntas sobre el tema, la mente está a pleno rendimiento. Si lo deja educadamente o lo mira con dudas, puedes estar seguro de que algo va mal en su digestión mental. Finaliza Don Lewis: que, no solo por obligación sino también por tu propio interés debes leer, anotar, aprender y asimilar los buenos libros que caigan en tus manos.
ResponderEliminarY yo he de decirte, esclarecido paseante, que te cito todo esto y te lo transcribo para despertar del letargo que me está produciendo esta canícula de los cojones. Como lo he conseguido, te saludo deseándoos una feliz soirée serrana, como espero también para mí.
Bueno, poco tengo que apostillar a sus lecturas veraniegas, aunque echo en falta algo de Plinio (el policia de Tomelloso, el de García Pavón) y, por supuesto, algo de poesía (Gregorio Moreno o Erisvaldo García Talego, por ejemplo). En cualquier caso, disfruten de sus lecturas porque, parafraseando a González Sigüenza, lege et labora.
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