miércoles, 10 de agosto de 2016

Rutinas veraniegas, III.- Minucias.-


Pensaba haber titulado esta entrada “Pequeñeces”, pero de repente recordé que ese fue el título que el Padre  Coloma le había puesto a una novela satírica que fustigaba la alta nobleza de la Restauración.  Así Currita Albornoz y Jacobo Téllez-Ponce nada tienen que ver con los pasos campestres en que este jubilata trotacaminos anda metido en su verano serrano. 

Porque, la verdad, andar sin rumbo fijo por los caminos del valle no lleva, por más empeño que le ponga uno, a tropezarse con los aristocráticos personajes  del P. Coloma.  A lo más que te llevan los pasos, dentro de las botas andariegas, es a toparte con una punta de ganado que sestea bajo los robles, a alcanzar un altozano desde el que disfrutar de buenas vistas, a encontrarte matas de poleo aromático, o a llegar a un abrevadero donde puedes refrescarte el pescuezo y los brazos. Porque este entramado de rastros, trochas, senderos, caminos, pistas, donde suele llevar es a enlazar con cualquier otra senda o trocha de ganado que discurre por los vericuetos del bosque, entre fincas ganaderas, y que terminan sacándote a algún camino o pista que te acerque a cualquiera de los pueblos del valle o te dé de bruces con la carretera.


Pues bien, de eso va esta entrada, de las pequeñas cosas, o curiosidades, con las que el caminante se tropieza en su andadura por los caminos del valle. 

Hoy mismo, que he bajado del Alto del Robledillo para seguir un rato el curso del arroyo Santa Ana hasta la ermita del mismo nombre, me he encontrado a un ganadero, sentado en uno de los poyos adosado a la fachada de la ermita. El individuo tenía las narices metidas dentro de la pantalla de su móvil (no sé si andaba a la caza de algún Pokémon), mientras la vacada andaba a sus rumias por acá y acullá. Un escueto “Buenos días” ha sido toda nuestra conversación. Al bucólico Títiro virgiliano le hubiese dado un patatús de pasmo al ver al vaquero dándole con frenesí a las teclas de su móvil en vez de tañer un dulce caramillo al pie de un umbroso fresno. Joder, qué sociedad esta… ha sido la reflexión de este jubilata antes de seguir su andadura.

Si uno pasea hasta el Puente del Perdón, cerca del monasterio de El Paular, y se mete a la finca de Los Batanes (donde el antiguo molino papelero, del que no encuentro memoria escrita), podrá pasear por el “bosque de Finlandia”, así llamado por la cantidad de coníferas y abedules que hay allí. Hay un estanque artificial rodeado de boscaje, con un pequeño embarcadero, donde, si nadie hay por allí, el paseante puede sentarse a disfrutar del silencio y la soledad. Con suerte, verá algún pato silvestre dedicado a sus quehaceres.

También puede que encuentre a alguna pareja de recién casados -ella puro frufrú vaporoso, él de convencional pingüino -, obedientes las órdenes de un fotógrafo, haciéndose las consabidas fotos románticas para el book de bodas. No es infrecuente tropezarse con algunas modelos posando para alguna revista de modas, ataviadas con trapitos muy lucidos  o vaporosos trajes de novia. Sin ir más lejos, la otra tarde, la santa y yo vimos en medio del camino a una jovencita en una especie de deshabillé, con una teta al aire y un niño rubio de escaparate al brazo. Dos fotógrafos la cosían a fotos, pose va, pose viene. Nosotros pasamos justo por al lado sin existencia perceptible para ellos.

Pero, excursos y mamas aparte, lo que quería decir es que, si uno se mete por un caminito poco transitado, próximo al estanque, da con un curioso monumento: dos traviesas puestas en pie, una más alta que la otra, estando la más baja coronada por una rueda metálica dentada. En el fuste de estos maderos, en letras labradas y pintadas de rojo, puede leerse: Bosque el Rotario. Y al pie siete plantones de tejo (variedad baccata).
No sabía que el club Rotario tuviera su presencia por estos lugares tan recónditos. Pero ya se sabe que los poderosos de la tierra enseñorean hasta los confines más insospechados.

Bajando desde el barrio rico de las Matillas hacia la calle Artiñuelo, por el camino junto a la margen izquierda del arroyo (que ya anda menguado de agua), puede uno encontrarse con la cosa más insospechada y más, aparentemente, inútil en aquel lugar: una garita cilíndrica hecha en ladrillo, rematada con una bóveda. A sus pies, una pequeña cacera que pasa por detrás. Es talmente, talmente, como las garitas de vigilancia que había en las instalaciones militares de antaño, solo que está cubierta por una yedra que ha crecido en la capirota de la garita y amenaza con devorarla si los años le dan ocasión para ello. Cada vez que paso por allí me pregunto qué coños de utilidad pudo tener aquello en semejante lugar.

Pero si uno se mete por las anfractuosidades (me gustaba la palabra y por eso…) rocosas que cierran el vallejo donde se encaja el Artiñuelo, curso arriba de la presa colmatada, puede encontrar en la pura roca una calicata de, aproximadamente, de dos por dos de lado y tres metros de profundidad. La hicieron en los años 40 o 50 del siglo pasado en busca de mineral de hierro o wolframio. El lugar es de difícil acceso pero, conociendo su existencia, es curioso de visitar, aunque solo sea por hacer un poco el cabra por aquellos roquedales.


Más  curiosidades, puras pequeñeces veraniegas, podrían contarse en esta entrada a la bitácora jubilata, pero no es cuestión de cansar al improbable lector con las minucias del veraneante asendereado. Otro día hablaremos de cualquier otra cosa.  

2 comentarios:

  1. Poleador veraniego10 de agosto de 2016, 12:28

    Esta pole no se va de vacaciones.

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  2. tu camino empedrado de palabras, trae un frescor necesario para estos habitantes del cemento.
    No puedes parar, continúa.

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