En una de mis últimas
caminatas de este verano, yendo de Rascafría a Oteruelo por entre los montes de robledo que hay hasta la dehesa boyar de este último pueblo, al salirme
de los caminos habituales, encontré los restos de una vaca. Los buitres se
habían dado un festín en su momento – digamos que hace ya más de un año – y
actualmente solo podían verse los huesos de las patas y las caderas, las
quijadas con sus dientes y el cráneo con su buena cornamenta. Del espinazo y el
costillar no vi rastro, aunque no debían estar lejos.
Dejándome llevar por
lo que supongo es un atavismo de nuestros lejanos tiempos, cuando nuestros ancestros prehistóricos,
quise dejar constancia a modo de trofeo y colgué el cráneo de la rama de un
roble. Y, para que quedase testimonio gráfico, en lugar de un dibujo
paleolítico en el fondo de una cueva, hice una foto del susodicho cráneo. Lo
que venía a ser como el selfi post mortem
del cornúpeta.
Y, como no solo vago
por los caminos del monte un poco al azar, sino que también mi imaginación
vagabundea por el mundo de sus ensoñaciones sin freno, le dio por pensar (a mi
imaginación, no a mí, que estaba mentalmente inactivo) qué imaginará quienquiera
que se tropiece con ese cráneo de vaca de cría, o quizás de toro semental,
colgado de un árbol. El asunto de si se trataba de vaca o de toro el cráneo del ungulado
de marras, era cosa a dilucidar, pensaba a falta de otra ocupación más
intelectual. No faltaban razones para ello. La cuestión del sexo, vacuno o
toruno, y su función reproductora tenía su relevancia a efectos de mera elucubración mental. No podía ser de otra forma, dada la inoperancia como causa generadora eficiente actual del sexo del animal, debido a que sus partes blandas terminaron
fagocitadas por buitres u otros carroñeros de aquellos andurriales.
Pues bien, mi imaginación,
en sus divagaciones sin lógica y sin freno, se planteaba la misma cuestión que planteó
la celebérrima Mariló Montero, de TVE, respecto al destino del trozo de alma que,
teóricamente, pudiera, migrar de un donante asesino a un receptor de uno de sus
riñones – pongamos por caso. Aplicando el razonamiento de esa sutil teoría
defendida en un programa de TVE, bien pudiera ocurrir que la capacidad
reproductora del cornúpeta ya citado (sea vaca, sea toro), de manera
indiscernible por la humana razón, pero obedeciendo a las leyes ignotas de la
transmigración, pasase al buitre que se
comió sus partes blandas reproductoras. Y eso de tal modo que, si fue buitre el beneficiario de aquel bocado, pudiera cubrir
a una vaca, o si fue buitra parir un ternero.
Bien es verdad que
reproché a mi imaginación tales desvaríos. Pero como estábamos en medio del
robledal y la vacada más próxima no pareció ofenderse por aquellas
elucubraciones aberrantes respecto a uno de sus congéneres ya finado, mi
imaginación argumentó en defensa de su teoría. Y fue que existían antecedentes
mitológicos equiparables, tal como el caprichoso refocile de Pasífae, esposa de
Minos, rey de Creta, con el toro que
debería haber sido sacrificado a Poseidón, de cuya coyunda nació el Minotauro.
Hecho del que se deriva toda la mitología subsecuente, con el laberinto que Dédalo
construyó para encerrar aquel bicho feroce y contranatural, y la saga de Teseo,
que lo finó bravamente, y Ariadna que le ayudó a salir del embrollo, y la huida
de Dédalo e Ícaro del laberinto en el primer vuelo conocido de la humanidad.
Eso sin hablar –insistía
mi imaginación – de los caprichos erótico/taurinos de Zeus, que raptó a Europa
siendo una mocita en estado de merecer (no ahora, que es vieja y egoísta),
transformado en toro; o aquella ocasión en que convirtió a la inocente Ío en
una ternera blanca para ocultar su aventurilla ante la celosa – con razón –
esposa/hermana Hera… Y la historia de Argos Panoptes, con sus mil ojos, que
vigilaba a la ternera Ío, hasta que Hermes, tañendo un instrumento, logró
dormirle hasta el último ojo y le rebanó el pasapán, tal como nos lo cuenta
Velázquez en su célebre cuadro, donde se ven los ojos de Panoptes en la cola de
un pavo real.
- Siempre serán mejor estos desvaríos con que
entretengo tus andanzas campestres – terminó arguyendo la imaginación mía, y no
le faltaba razón – que no andar cazando pokémones por los montes Carpetanos como un
adolescente desnortado.
Todo eso bullía en mi
imaginación disipada mientras mis pies tenían buen cuidado de no llevarme
contra ningún árbol ni enzarzarme en ningún matorral. Como quien no quiere la
cosa, pensaba con los pies mientras divagaba con la cabeza, y no me iba mal.
Hasta que me encontré con un ganadero, me puse de charla con él y logré que mi
imaginación aceptara los límites de la lógica usual a fin de poder mantener una
conversación razonable.
Estaba el ganadero mirando
con atención a la congregación vacuna de Oteruelo que había allí, a ver si
había algún animal suyo que se había pasado de cercado desde el término de
Rascafría. A lo que se ve, el hombre conocía a los animales como el político
conoce a sus votantes y dijo que había dos que no eran de aquella troupe, sino de Rascafría, aunque no
suyas. Charlamos del precio del pienso y la hierba: 50 pesetas el kilo en el
primer caso, 6 en el segundo, porque los ganaderos aún usan en sus tratos la
antigua peseta como unida de cuenta.
De regreso al mundo
real, pude acompasar los vuelos de la imaginación a los pasos de mis botas,
recorrí el camino de Los Navazos y llegué a la carretera y a la entrada a
Oteruelo. Allí, en las antiguas escuelas, la sala dedicada a la pintura de Luis
Feito, uno de los fundadores de El Paso; luego, la plaza con el antiguo
abrevadero y el potro de herrar, y por el antiguo camino del ejido y hoy camino
natural del valle, a Rascafría.
A la altura del
cementerio nuevo puse en orden el mundo imaginario por el que había vagado
durante un par de horas y atravesé el pueblo como una persona normal. Nadie se
dio cuenta y pasé desapercibido, como un veraneante más.
Ay de mí, otra vez me han (jordi) hurtado. Trágala, dijo Agrajes!!!!
ResponderEliminar