viernes, 14 de octubre de 2016

Cáscaras de arte.-

Cartel anunciador en la fachada.

-¿Te ha gustado la exposición? Me preguntó la santa nada más que llegué a casa.

Me quedé perplejo. Si le hubiese contestado que no, seguro que me habría replicado: Entonces, ¿por qué vas a ver esas cosas raras al Reina? Si le hubiese respondido que sí, pero que, bueno…, que gustar, gustar, no era la palabra exacta, me hubiese exigido respuestas más claras. Y yo no lo tenía nada claro. Más bien, cada vez que visito una exposición en el Museo Reina Sofía, salgo preguntándome por qué se llama Arte a lo que los conocedores definen como tal, y qué debemos entender por Arte los no iniciados para que quepa en nuestro estrecho casillero mental. ¡Con lo fácil que fue, desde el punto de vista de satisfacción estética, la visita que hice a la exposición de Caravaggio en el Thyssen!

Acceso a las salas.
Pero, claro está, si uno va a visitar la muestra titulada Marcel Broodthaers. Una retrospectiva, más vale ahorrarse los aquí inaplicables epítetos de: “¡Qué bonito!”, “¡Precioso!”, o sus contrarios: “Pues vaya camelo”, o “No entiendo nada”. Más cuando uno se entera de que el autor fue un poeta fracasado quien, a sus cuarenta años, cogió los cincuenta ejemplares no vendidos de su Pense-Bête y los encriptó en yeso. La expresión artística pasó de la palabra escrita a los objetos perecederos que uno puede encontrar en el cubo de la basura orgánica. Así, el espectador no sabe si por fina ironía, el artista exhibe un Moule des moules (un molde de mejillones), donde las cáscaras de este molusco se muestran compactadas, como recién volcadas de una marmita. Y el espectador se devana los sesos tratando de comprender por qué monsieur Marcel, belga él, se fue a la rue des Moules bruselense y se llevó todas las cáscaras de mejillón del restaurante para enmoldarlas en un perol.

Un bonito caldero lleno de cáscaras de mejillón
Este jubilata, que tiene muchas exposiciones vistas en su vida – otra cosa es que, además, hayan sido comprendidas – recuerda el arte povera y su emblemática Venus de los trapos, de Pistoletto, y esas modestísimas construcciones, hechas de tablillas, cartones o alambres, del constructivismo ruso, y ha aprendido que cualquier material de uso, o de desecho, puede contener un significado artístico dependiendo del contexto en que se reubiquen y según la intencionalidad del artista. Es cosa sabida que los objects trouvés o arte encontrado, empezaron por alguna  de las genialidades de Duchamp, y desde que éste colgó un urinario en una exposición en Nueva York, basta con clavar una rueda de bicicleta sobre una banqueta – descontextualizar, dicen que lo llaman – para que el espectador se dé de bruces con una chocante expresión del movimiento estático que le descoloca sus prejuicios sobre el Arte.

Es, según parece, un problema de relación entre el objeto y su representación que depende del cambio de significado: deja de ser "util" para convertirse en "arte". En su “Ladrillos ensamblados”, Broodthaers nos lo está diciendo: los materiales prácticos, producidos industrialmente, pierden su función al ser considerados obra de arte. Y al espectador, que deja su papel pasivo de mero curioso para hacerse intérprete de las intenciones del autor, no le queda otra que tratar de comprender por qué un objeto industrial como un ladrillo, reproducido por miles de millares, se convierte en obra de arte única como por ensalmo, solo porque así lo ha dispuesto el artista.

El proceso, según supone el observador perplejo, vendría a ser: descontextualización de un producto de su utilidad práctica, con la consiguiente pérdida de la funcionalidad original; presentación del mismo objeto como "artístico" mediante un artificio (sala de exposiciones, catálogo, crítica especializada, marchartes, valor de mercado del artista, apreciación económica de la obra…), lo que provoca un cambio de percepción: de objeto de uso pasa a ser considerado obra de arte. De valor de uso pasa a cobrar un valor de signo: significa "obra de arte", genialidad, originalidad..., y su apreciación económica se dispara.

Hay por ahí un librito, L´oeuvre et le produit, de un profesor de tecnología francés que lo explica muy bien, incluso para un profano en esa materia como un servidor. Nos dice que la función y la utilidad  de un objeto dependen de un referente cultural y de uno práctico, que varían según el lugar, las circunstancias y la época. Así, un objeto industrial, presentado en un museo, abolida su función de utilidad, es aceptado como obra de arte. Ese cambio de apreciación cuenta también con otros factores, como el que él llama “de afectividad”, que es el valor subjetivo que se da al objeto y le hace cambiar de estatuto: de producto utilitario a objeto “artístico”, para pasar de ser un producto de uso corriente a un objeto “bello”, “raro”, “curioso”, “único”…

Exhíbalo en una galería de arte afamada, póngale Vd. precio, consiga la crítica favorable de algún gurú del Arte con mayúscula, y espere a los inversores. Se lo quitarán de las manos.

Aquí el cuadro y taburete con cáscaras de huevo.
A decir verdad, no parece que éste sea el caso de Marcel Broodthaers. No parece un mercader del arte, sino un outsider de difícil calificación para el profano. Este jubilata se quedó un rato mirando la obra Cuadro y taburete con huevos que era justamente eso: unas docenas de cáscaras de huevos pegadas al tablero y sobre el taburete. Es como si el autor estuviese diciendo: si fueses rico y caprichoso, ¿pagarías algo por esto? Pues de eso se trata, de poner en cuestión el valor comercial del arte.

Una patria hecha de cáscaras vacías.
Aparte que la utilización de materiales orgánicos de desecho ayudan a desmontar mitos burgueses bien arraigados. En su caso, la bandera belga hecha con cáscaras de huevo habla del nacionalismo colonialista. O su Il faut sauver le Congo: huevos pintados de negro sobre un editorial de Le Soir, que es un toque de atención a la negra historia de la Bélgica  colonial. 


Cañones en la sala de estar.
O, para terminar, la colección de armas de fuego en un jardín de invierno al gusto decimonónico, que nos habla de la guerra y el confort burgués, la guerra como espectáculo. Vista en tierra ajena, la guerra es espectáculo y hasta negocio. Dulce inexpertis bellum, que decía el maestro Erasmo.

En los jardines del Reina.
Más turbulencias mentales tuvo este servidor tras la visita al Reina, pero no es cuestión de cansar al sacrificado lector con elucubraciones de jubilata temoso. Lo que sí me quedó claro es la cantidad de obras de arte en potencia que arrojamos al cubo de la basura, por ejemplo, cuando rompemos los huevos para hacer una tortilla de patatas o tiramos los restos de una paella. 
Vale, es coña.

La próxima vez que visite una exposición de arte contemporáneo, lo haré cuando mi santa esté por ahí con sus amigas. Así me ahorraré contestar algunas preguntas embarazosas.

4 comentarios:

  1. A nosotros lo que sí nos ha gustado es tu artículo.

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  2. Y ,además, documentado. Incluso da ideas de cómo independizarse de la pareja yendo a las salas de exposiciones, sin exponerse.

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  3. Mi hijo Esteban te recomienda esta exposición..
    http://www.rtve.es/noticias/20161018/edad-media-mas-alla-catedrales/1427565.shtml

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  4. Sebastián Clarisa Monasterio27 de octubre de 2016, 22:02

    ¿Por qué aclara usted que "es coña" un pensamiento tan claro? Si tiene usted más razón que un santo (de su santa). El cubo de la basura (y sus aledaños, no nos olvidemos, que no todos somos Brabender) constituye una obra de arte como la copa de un pino (un pino de Rioja, por ejemplo). No se avergüence, que todos pensamos igual. Un saludo.

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