Quién
iba a decirnos que una conjunción astral, fatalidad cósmica provocada por los
humanos, nos traería a un mismo tiempo a Trump y a los cristales rotos
(metafóricamente) del Palacio de Cristal del Retiro, pero así ha sido: No por casualidad forjamos nuestro destino y luego decimos que es cosa del azar.
Dicho lo dicho, seguro que el improbable lector quedará perplejo si ve que en el mismo saco de esta bitácora se meten cataclismos cósmicos, azares, cachiza de cristales rotos y políticos reaccionarios recién estrenados. Debe perdonar el desvarío. Poner en orden las ideas es cosa difícil.
Dicho lo dicho, seguro que el improbable lector quedará perplejo si ve que en el mismo saco de esta bitácora se meten cataclismos cósmicos, azares, cachiza de cristales rotos y políticos reaccionarios recién estrenados. Debe perdonar el desvarío. Poner en orden las ideas es cosa difícil.
Hágase
cargo el lector, que aunque improbable, paciente: llega el cronista, entra en el
Palacio de Cristal y se lo encuentra deshabitado de objetos que tengan
intencionalidad artística; sólo la escueta estructura de metal y cristal que
hace de recipiente. Un vacío por dentro donde el espacio está ocupado por
sonidos como de cristales rotos que despuntan entre las voces. Una intención de
que la propia estructura del edificio sea parte de la escultura sonora que ha
ideado un señor de nombre… (A ver, un momento, que lo vea en el folleto...) Un
tal Lotahr Baumgarten que este jubilata no tiene el gusto de conocer, pero de
quien espera que le sorprenda con una visión original del mundo confuso que
vivimos.
¿Qué
se puede hacer en una bombonera decimonónica acristalada y vacía? ¿Qué opinión
formarse respecto al título de la muestra: El barco se hunde, el hielo se
resquebraja? El visitante, ante la nada material con que han vestido el
lugar, opta por sentarse en una silla a ver de qué va. Observa con la vista y
con el oído – no sabe nada del artista y su obra, pero tiene mucha veteranía en
estos avatares y sabe esperar –, recorre el lugar con la mirada y aguza el oído
para discriminar sonidos porque, según sospecha, ahí está el busilis. Sabe que
el sonido ocupa un espacio y es cuestión de localizarlo mientras sus ojos hacen
un paseo sonoro por el recinto.
Hay
gente que charla y niños que corretean y chillan. Hay ruidos aleatorios, espontáneos,
de origen humano y otros – algo así como chasquidos – hechos con
intencionalidad. Hay montones de selfis autocomplacidos, hay un deambular sin
objeto y una aparente despreocupación respecto a esa “escultura sonora” que es
la intención última de esta instalación
artística.
Entre
el barullo de los visitantes, si uno presta atención, empieza a discriminar,
cada vez con más nitidez, esos chasquidos como de cristales rotos; mira al
acristalamiento del techo, y nada, éste sigue en su lugar. El título de la
exposición da la pista: …el hielo se resquebraja. No es ruido de vidrios
hechos añicos, estamos ante una escultura sonora inspirada en el deshielo del río
Hudson, grabado en audio entre 2001 y 2005. ¿Con qué intención? Hacer que ese
romperse de los hielos, en una trasposición de imágenes acústicas, sea un
romperse del edificio acristalado. Provocar la sensación de que ese
desmoronamiento simbolice la destrucción del propio mundo que hemos construido.
Descubrir que nuestro mundo es frágil y que bastan unos bonos basura y un quebrar
de Lheman Bhothers para que nuestro barco se hunda; ese Titanic de la economía
mundial que choca contra un glaciar de la ambición a la deriva y naufraga entre
hielos que se resquebrajan.
¡Ah! El
autor se ha puesto trascendente y nos da un toque de atención respecto a
nuestra fragilidad como sociedad. Pero los niños siguen correteando y los
visitantes adultos “autoselfiseándose” para dejar constancia de que la
instalación sonora de Lothar Baumgarten ha existido alguna vez porque ellos
estuvieron allí y se autorretrataron sonrientes y olvidadizos de que, de entre
los hielos resquebrajados y sobre el barco que hace agua, ha aparecido un
Donald Trump, especie de Moisés bíblico con mucha pasta, que llevará a las
clases medias americanas, y a nosotros tras ellas, al cruce del Mar Rojo que se
abrirá a su paso gracias al cambio climático debidamente negado. Esta es una fatalidad cósmica
– como se decía al principio – de nuestra propia cosecha.
Pero
no todos los paisajes sonoros de este cronista transcurren entre cristales rotos.
También existe el optimismo de la técnica aplicada al sonido. Basta visitar la
Fundación Telefónica y oír/ver su 1, 2, 3… ¡Grabando! Desde el fonoautógrafo
hasta el mundo digital hay todo un camino de progreso que nos habla del ingenio
humano para registrar, cada vez con más perfección, el sonido. Un encuentro
amoroso entre la música y la tecnología que ha producido vástagos cada vez más
perfectos, pasando por los fonógrafos, los gramófonos, los discos, los
magnetofones, hasta los CDs y los MP3.
Pero
no es sólo cuestión de perfección técnica, sino de percepción, porque nuestra
relación con la música ha cambiado. Hasta la invención de estos aparatos, el
sonido era algo efímero, pura fugacidad que se agotaba en su propia ejecución. Estas
máquinas lo que hicieron fue aprisionar lo fugaz y obligarlo a un eterno
retorno de reproducciones, como en la Invención de Morel, esa novela de
Bioy Casares. El Fugitivo enamorado de Faustine, hace que su amor perdure
indefinidamente más allá de la muerte, gracias a la máquina que reproduce sus
vivencias que una vez fueron grabadas. Nosotros nunca pudimos asistir a la grabación
de Así habló Zaratustra por Von Karajan (hecho irrepetible), pero su
reproducción por Decca nos permitió oírlo las veces que quisimos en Una odisea del espacio, de Kubric.
Parece,
amigo lector (improbable o no) que a este jubilata los paseos sonoros de este
otoño le llevan por mundos extraños. Pero no hay por qué alarmarse por el temor
a los extravíos: estos paseos son, sobre todo, dentro de su cabeza y absolutamente inofensivos.
Buen articulo, con dos visiones de nuestro mundo.
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