Era un negocio evidente, pero había que caer en
ello. La penúltima crisis económica que estábamos viviendo hizo que dos tercios
de los jóvenes con titulación académica pasásemos, sin solución de continuidad,
de la universidad al paro; de allí a los contratos de aprendizaje sin
remuneración y de éstos a la emigración, para terminar regresando – los jóvenes
titulados éramos una plaga en este mundo globalizado – a casa de nuestros
padres para que nos mantuvieran. Como no íbamos a estar mano sobre mano, nos apuntábamos a un módulo de
FP a ver si como fontaneros teníamos salida…, pero la burbuja inmobiliaria, que
gozaba de inmejorable salud desde hacía más de dos décadas, no dejaba
resquicios más que para alguna chapuza.
El problema llegó a ser acuciante. Si las nuevas
generaciones no trabajaban, los jubilados no cobraban la pensión; si éstos no
tenían dinero, no podían alimentar a los jóvenes en paro. Un problema social en
bucle para el que las autoridades políticas no veían solución. De ahí el programa de jóvenes emprendedores.
Era una ocurrencia ingeniosa para evitar un estallido social. Además, no
costaba al erario un euro. La idea subyacente era: Joven, ya ves cómo
está el patio, así que aguza el ingenio y búscate la vida. Monta una
empresa y a quien Dios se la de, san Pedro se la bendiga. Si lo logras y
sobrevives, nosotros, instalados en el
poder, te aplaudiremos.
Además, como la pirámide poblacional se estaba
invirtiendo y estábamos llegando al 41% de población mayores de sesenta y cinco
años, las previsiones eran de llegar a un colapso demográfico, económico y
social en un par de décadas. Los viejos, en esos años, eran como una plaga de
langostas. Improductivos y cobrando la pensión, estaban devorando los escasos
recursos de que aún disponía el sistema productivo: las camas de los
hospitales, los centros de salud, las residencias para ancianos, los centros de
ocio para mayores, los viajes del Imserso… No había parque público cuyos bancos
no estuviesen ocupados por viejos de baba caediza y taca-taca tomando el sol, o
por jubilatas jugando a las cartas, o, simplemente, con los paseos saturados de
humanos caducos dejándose llevar por donde quería el perrito que tiraba de la correa. Por las calles de
la ciudad deambulaban enjambres de ruinas humanas con el cerebro carcomido por
el altzheimer y la policía empleaba todos sus efectivos en restituirlos a sus
respectivos domicilios. Las aceras eran un embotellamiento de sillas de ruedas,
cada una con su viejo inválido encima. La sociedad era un geriátrico al borde
del colapso.
A los jóvenes de mi generación no nos quedaba más
horizonte que el botellón de kalimocho, y eso a altas horas de la noche, cuando
la plaga de vetustos estaba roncando en sus camas, enchufados a la botella de
oxígeno o atiborrados de pastillas. Durante el día, como he dicho, las hordas
de carcamales llenaban el parque y no había espacio vital suficiente para
nosotros los jóvenes. Hasta que surgió la idea. Estábamos un par de amigos y yo enroscados
a una litrona, a la que habíamos añadido un franco de alcohol etílico para
alegrar la noche, cuando pasó por nuestro lado una ochentona desorientada y con
senilidad aguda.
– Sinvergüenzas – gruñó con su boca llena de
arrugas, al vernos darle al octanaje de la birra – Más os valdría estar
trabajando. ¡Inútiles!
– ¿Por qué no emigras, vieja? – dijo uno de mis
amigos.
– A ésta como no la deslocalices…– comentó el otro,
con ingenio etílico.
Precisamente, esa era la idea: deslocalizar
viejos. Nunca se nos hubiera ocurrido si no llega a ser por los chupitos de
alcohol de etileno. Y es que las grandes ideas nacen en los momentos más
insospechados y debido a la confluencia de elementos azarosos, como el alcohol
de quemar que le birlé a mi madre y el deambular desorientado de la vieja que
nos increpó. De repente, habíamos descubierto la llave con la que entrar en el
mundo de los negocios. Acabábamos de dar el gran paso de jóvenes en paro a
prometedores empresarios.
Una prospectiva de mercado nos demostró la
viabilidad del proyecto. Todos los estudios sobre cargas familiares eran
unánimes: los viejos son un estorbo. Tener en casa un anciano enfermo crónico y
dependiente es un lastre de difícil solución para los hijos o familiares con
ocupaciones laborales. Hay que cambiarles el pañal higiénico todos los días,
ponerles el babero para darles la comida, llevarlos al médico o a urgencias cada
dos por tres, contratar una persona por horas para que le cuide… Encima, como
pertenecen a antiguas generaciones de baja cualificación laboral, siempre
estuvieron mal pagados y tenían una pensión de mierda; eso cuando no se trababa
de viejas amas de casa semianalfabetas – centenares de miles de ejemplares, ya
sin utilidad práctica – a las que el Estado pasaba una ayuda de subsistencia
porque nunca cotizaron. En fin, una mina sin explotar. La deslocalización de
este material humano de desecho auguraba pingües beneficios.
Evidentemente, nuestro modelo empresarial fueron
las grandes firmas de distribución y prêt-à-porter (tipo H&M, Indesit, El Corte
Inglés, Carrefour…), quienes hacía ya años habían deslocalizado la industria
textil buscando el ahorro de costes de producción y el aumento de beneficios.
Si se deslocalizaba la producción para abaratar el coste de los salarios, ¿por
qué no deslocalizar el material humano deteriorado por la edad? El ahorro en
los costes de atenciones sociales y sanitarias podía suponer un respiro
económico para las familias con miembros a su cargo, cuya fecha de caducidad
aunque próxima, era de imprevisible cumplimiento. Los viejos viven demasiado, y
si padecen una dependencia severa, son eternos
En fin de
cuentas, la materia prima era abundante, la idea era original y los costes de
producción, mínimos. Bastaba un puñado de becarios, algunos profesionales
sanitarios y unos cuantos expertos en agencias de viajes. Un contrato basura y una expectativa
de ganancias extra por objetivos cumplidos, y la empresa disponía de personal dispuesto
a todo por conservar su puesto de trabajo.
El país elegido para deslocalizar jubilados sin
autosuficiencia era un paraíso: Bangladés. Era un auténtico paraíso para los
negocios. Con un salario inferior al dólar por día y trabajador, un régimen
laboral desregularizado, mano de obra dócil y abundante, mantener residencias
de ancianos tenía un coste sin competencia. Más teniendo en cuenta la
permisividad de las autoridades respecto a las normas de seguridad de los
edificios. Si alguno se caía por defectos de construcción, carecía de salidas
de emergencia en caso de incendio, o cualquier imprevisto, bastaba un soborno
para olvidar el incidente.
Los familiares, con tal de deshacerse del abuelo
con incontinencia de orina, o de la tía solterona a su cargo y más pobre que
las ratas, se apuntaban a la deslocalización de sus miembros más caducos. Podían
deslocalizar aquel material familiar en proceso de desguace vital por un
modesto coste. Nuestra empresa se quedaba con la pensión del individuo
deslocalizado mientras éste viviera. Por pequeña que fuera, y dados los mínimos
costes de manutención, instalaciones, exacciones fiscales, y servicio de
personal, el balance anual en la cuenta de resultados decía que las ganancias
centuplicaban la inversión original. La ecuación era sencilla, a más viejos,
más ganancias. Además, esta materia prima, con un 41% de población de mayores
en el país de producción geriátrica, y en continuo incremento, su suministro
estaba garantizado a unos precios sin competencia y por un espacio de tiempo
indefinido.
Una vez montado el negocio de exportación
geriátrica, todo han sido años de bonanza económica para nuestro grupo
empresarial, que se ha expandido por Tailandia y Vietnam ante el incremento de
la demanda de plazas. Actualmente ofrecemos precios sin competencia, ya que
hemos negociado salarios inferiores a 87 centavos de dólar por operario y día.
Por eso, nunca entenderé a esos jóvenes faltos de iniciativas,
siempre quejándose y perdiendo su juventud en botellones y discotecas. Yo pasé
de la litrona a ser miembro de la gran patronal por una idea brillante que puse
en práctica. Y es que las autoridades, cuando era joven, tenían toda la razón:
quien está en el paro y no es capaz de buscarse la vida, es un parásito social
que no merece el apoyo de las instituciones.
Eso sí, conviene que, cuando el hoy joven improductivo llegue a viejo, el
Estado le pase una prestación social sustitutoria para que el negocio funcione.
No se puede dejar todo el peso de la economía en manos de los emprendedores
como yo. Alguna compensación habíamos de tener por tanto esfuerzo ¿No?
Un cuento cruel. Convertir a los viejos en chatarra es inhumano, pero a lo mejor necesario. Vaya usted a saber.
ResponderEliminar¡Genial!
ResponderEliminarJuan es genial la idea, pero sin meter a los viejos políticos.
ResponderEliminar¡Menuda historia de mántica-ficción! Menos mal que los "emprendedores" (en el sentido fonético -o sea, feo- de la expresión, no en el sentido etimológico, que casi contradice ese sentido ya generalizado) no tienen tiempo para leer; tu fábula podría pasar de "índice" a "factor" de los nuevos tiempos en menos que canta un jubilata.
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