lunes, 12 de agosto de 2019

Estival, 3.- Para leer el paisaje.-

En la contemplación de un árbol
podríamos pasar
enteramente nuestra
vida.
Giner de los Ríos, 1907 (En una placa del arboreto Giner de los Ríos, frente al monasterio del Paular).



Estos últimos días pasados, en el valle de Lozoya hemos vivido el temor a los incendios que nos acosaban desde el puerto de la Morcuera y desde la vertiente segoviana que da a La Granja. Estos días, un servidor ha sentido rabia y vergüenza de pertenecer a la especie humana que, por pura maldad, convierte en cenizas el medio que le permite la supervivencia. 
A pesar de ello, la vida sigue, aunque las cenizas de lo que fueron bosques ayer nos recuerden que el ser humano arrastra en su naturaleza la miseria de su estupidez congénita. 
Pues bien, a pesar de todo ello, este jubilata escribe sus crónicas estivales, aunque solo sea para demostrarse a sí mismo – y a quien lo lea, si le parece bien – que siempre hay un poco de esperanza; siempre,  porque la contemplación de la naturaleza nos incita a formar parte de ella y nos enseña a no ser su verdugo.

Por eso lo que sigue:


Hágame caso el improbable pero siempre estimado lector si le digo que el paisaje es un libro cuya lectura debe hacerse como las vacas rumian: sin prisas, triturando entre los molares de la imaginación el pasto que hemos ido arrancando brizna a brizna durante esas horas de lento pacer, que es tanto como la rumia sobrevenida de la tranquila contemplación durante un caminar atento por los caminos del monte.

Ya sé, ya… Ya supongo, ya imagino, la sonrisilla irónica que al improbable lector le vendrá a la cara con lo del símil vacuno. Pero recuerde lo que el profesor Tierno Galván, siendo alcalde de Madrid, les dijo a aquellas féminas del común que fueron a darle palique, que había que leer como las gallinas beben agua, despacio, buchito a buchito, levantando la cabeza a cada trago, como reflexionando sobre lo bebido/leído.


Entiendo que resulte difícil digerir esa asimilación del placer estético del paisaje a la lenta rumia vacuna. Más si tenemos en cuenta la fama que, entre los humanos, este animal tiene de ser un tanto estólido y bobalicón. Pues imagínate, lector amigo, improbable o no – y disculpa el tuteo, fruto de la estima en que te tengo –, el símil gallináceo del profesor Tierno para explicar a las chonis cómo debían leer un libro… Y dime si no tenía razón el viejo profesor con lo del beber de las gallinas, o si no la tiene este jubilata con el rumiar vacuno, cuando a la atardecida, por los pinares, crees oír el rumor de una fuente, te aproximas despacito, como al acecho, y Enrique de Mesa, poeta guadarramista, te dice quedo:
Dudosa en la gris penumbra
De una luz crepuscular,
A lo lejos se columbra
La fontana, que se alumbra
Por los claros del pinar.



De ahí la insistencia del caminante en el mirar reposado y el masticar lento del entorno, como de goloso que saborea un paraje que sólo se ofrece a sus ojos y a su paladar. Si te lo tomases con calma, lo de observar y paladear el entorno, entonces no tendrías tan pobre opinión de la humilde rumiosa, amigo lector; y si, además, como este jubilata, hubieses descubierto el paisaje a través de los ojos tranquilos de una vaca ramoneando los brotes tiernos de un fresno.

El cuadro de la naturaleza, visto a través de aquellos ojos vacunos, en lo que tenían de inocentes y asombrados, y también un poco de somnolientos, tiene la ventaja de integrarnos en el paisaje como uno más de sus elementos. El caminante ha de sentirse parte del paisaje para entenderlo, de parecida forma a como Bruce Lee aconsejaba adaptarse a las circunstancias cual el agua lo hace al recipiente que la contiene: ha de ser árbol junto al árbol, piedra cubierta de musgo junto al arroyo y huella de sendero  en el pinar. Y, sobre ese proceso de mimetismo, ha de reflexionar: esa rumia del paisaje de la que se ha hablado al principio. Mirar un paisaje no es solo ver, porque para ver hay que mirar y saber qué se mira.


Es la diferencia entre el observador que contempla, por un lado, y cada uno de los elementos (animales, vegetales, minerales) que conforman el entorno, por el otro: que él, el observador, se sabe ajeno, pero parte integrante mediante un proceso de percepción estética y, si se me permite, intelectual de lo percibido. Según aquel personaje de Molière, la gente no sabe que habla en prosa; los elementos de un paisaje no saben que lo son, pero el caminante sí es consciente de su entorno, lo disfruta a pequeños bocados, lo paladea y querría integrarse en él mediante un proceso – apenas un instante – de aniquilación de su consciencia para ser roca en la sierra, arroyo en el pinar, hierba en el prado.

Aunque, olvidados esos sentimientos alambicados, nos conformaríamos simplemente con estar ahí, si los humanos no fueran tan aficionados a la tea asesina…

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