Como no valen lamentos, he aprovechado el destierro temporal que me ha traído de los decibelios asesinos a los sudores asfalteños. Tenía pendiente en mi diario de actividades - por sugerencia de Macelarius (Chus para los amigos, o viceversa) - una visita al Reina Sofía para ver una instalación de Olga Ramo que lleva el nombre de lindalocaviejabruja, y dejarme sorprender por sus propuestas. Además, en el Reina se estaba muy fresquito, y su patio ajardinado es una isla geométrica de sosiego y silencio en medio de la capital del reino. Así que nadie se llame a engaño. El improbable lector queda advertido:
Nadie vaya desapercibido a visitar lindalocaviejabruja
al museo Reina Sofía. Cuando entre a la Sala de Protocolo, pasará ante una
fregona que parece abandonada momentáneamente, apoyada contra la pared,
mientras la señora de la limpieza, se supone, está en cualquier otra tarea. Si
uno vuelve sobre sus pasos y se pregunta qué hace ahí esa fregona, tan
desubicada, observará que del mocho sale una lengua burlona, o, quizá,
amenazante. Que nadie se avergüence por haber pasado antes de largo. No todos somos
un Marcel Duchamps capaz de transustanciar un urinario en una fontana. Un mocho
de fregona es un mocho, por mucho que nos saque la lengua. Su sitio es el
cuarto de las escobas, de acuerdo con nuestro sentido utilitario. Y si la
artista – habrá que llamarla así, provisionalmente, por aquello de las
convenciones estéticas, que tanta seguridad nos dan – ha decidido que la
fregona deje de ser herramienta para ser objeto de reflexión estética, o de
denuncia de una sociedad patriarcal que reduce a la lindalocaviejabruja
a mera fregatriz, es cosa que el visitante, a lo mejor logrará entender.
Quizás, ese cubo de fregar que el
espectador ignoró al pasar, le ponga a la expectativa y descubra que, en la
Sala de Protocolo, el vacío aparente del espacio y de sus viejos armarios en
madera, no es tal. Es un vacío donde objetos corrientes, tan corrientes en su
realidad vulgar que son como no-existencias colonizando un rincón de la pared,
o bien ocupando el interior de un armario lleno de nada que merezca nuestra atención en la
vida diaria, cobran un sentido. Ese pegote de chupa-chups y caramelos
pringosos aferrándose a la pared como una colonia de hongos; o esas docenas de
pintalabios, bajo una poco apacible luz rojiza, entrevistos por la rendija de
las puertas entreabiertas de un armario; o las puertas cristaleras de un
armario, abarrotado de trapos… Objetos sin valor estético, y menos aún,
práctico, una vez descontextualizados de su función utilitaria, que toman
presencia en una especie de juego del escondite por los rincones más
insospechados.
Aquí, estos objetos carecen de sentido por lo que tienen de ruptura del orden que les damos en nuestro mundo utilitario. De repente, descubrimos el desorden provocado por el absurdo de tales objetos sin razón aparente en un espacio ordenado y geométrico; y ese desorden produce una cierta desazón, como si se nos escapara el control sobre ellos, porque parecen haber adquirido alguna forma de vida. Y este jubilata, que ya hizo su noviciado en la observación de instalaciones de Sara Ramo, allá por el verano de 2014 en el Matadero, ha de reconocer que esos objetos cotidianos, tan sin aprecio de puro vulgares que son, que vemos y usamos a diario – en su contexto, en su funcionalidad, eso sí – han adquirido como vida propia, una vez perdido su valor de uso, y producen un desasosiego porque los querríamos inanimados, pura herramienta. Al reclamar vida para sí, descabalan nuestro mundo de racionalidad y nos obligan a repensar nuestra forma de ver la realidad. Nos producen desasosiego.
Perdone el improbable lector la
insistencia con lo de la fregona, pero de la misma forma que el visitante no la
vio al entrar en la Sala de Protocolo, de puro objeto cotidiano que es, cuando visita el Espacio 1,
tampoco ve los motivos de la sala empapelada. Un suave color amarillento con
motivos, aparentemente, florales. Es lo que uno podría en su casa, en caso de
empapelar una habitación. Pero no, el observador, si lo es y se fija en estos
motivos de cerca, verá vísceras y trozos de cuerpo humano. Un trampantojo que transforma
una casquería humana en un habitáculo doméstico. A modo de advertencia: las
cosas no son lo que parecen. Además, una cola como de monstruo, sale de una
pared, especie de guiño a Dorothea Tanning y sus esculturas blandas, adscrita
al surrealismo, cuya exposición se vio también en el Reina hasta enero de este
año, y en esta bitácora se dejó constancia.
Una cortina oscura da paso a una sala
negra como boca de lobo, salvo el escenario que tiene en uno de sus laterales.
Tanteando en la oscuridad, dudoso entre quedarse a ver de qué va la cosa o
salir corriendo, uno se sienta en un banco y espera. Ex tenebris, lux.
Lo mismo que en aquella instalación de Desvelo y traza vista en el
Matadero hace cinco años, las tinieblas van dando forma a los objetos y las
personas de alrededor. Hay más gente, luego me quedo.
Un telón de trapos variopintos tapa la
mitad superior del escenario. Un polichinela de cachiporra golpea el aire con
ruido seco; una marioneta, a modo de bruja, se mueve sobre unas llamas; media
mujer (de medio cuerpo abajo) taconea sobre unos zapatos rojos disformes
mientras un lobo parece acecharla… Y más escenas oníricas que, de puro
demediadas por ese telón a media asta, tienen algo incompleto y de absurdo. De
repente, aquella cachiporra del polichinela, a gran tamaño, aparece al pie del
telón. Es el símbolo de una sociedad machista y patriarcal – el visitante cae
en la cuenta enseguida – que es desventrado por manos de una mujer. A modo de
vísceras, saca de su interior trapos, papeles, cintas y otros objetos. Este jubilata, por una
caprichosa mezcolanza de ideas, no puede dejar de asociarlo a la Venus
(yacente, esta vez) de los Trapos de Pistoletto. En ambas imágenes hay
provocación. En la Venus, la contraposición de la belleza formal clásica con la
miseria de la supervivencia; en Ramos, la rebelión de la fémina contra la
dominación del macho patriarcal.
El espectador sale con la sensación de
haber estado en un espacio doméstico donde los objetos cotidianos no se
comportan como tales. Lo que es un fastidio. Un palo de fregona sacándote la
lengua, o un puñado de pelos a ras de suelo, asomando por bajo un armario bajero, o en una
ventana un grupo de recipientes de barro a modo de campo de urnas funerarias…,
son un desorden en nuestra vida corriente. Los objetos no tienen por qué
comportarse caprichosamente en un mundo material y utilitario tan bien
organizado como el nuestro.
A pesar de todo, a lo mejor volvemos otro
día, a ver si ponemos un poco de racionalidad en ese caos doméstico.
Ni la propia artista lo hubiera explicado tan bien.
ResponderEliminarIncreible Juanjo, es maravillosa tu crítica literaria sobre la exposición. No la he visto pero iré. Opino que ni la artista lo explicaría mejor.
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