Te
lo dan con la jubilación, le dijo a un amigo un jubilado de reciente
hornada, señalando al bebé dentro del cochecito que iba empujando. Se ve que, recién
jubilado, y en previsión de una depresión poslaboral, le nombraron paseador del
nieto. Al hombre se le veía tan feliz con su nuevo oficio de escanciador de biberones.
La
anécdota sucedió unos días antes de terminar nuestras largas vacaciones serranas, cuando este jubilata andaba medio depre, pensando en el regreso a la capital del reino y a sus
ruidos y contaminaciones habituales. Esta escena me hizo olvidar la angustia vital que me embargaba y recordar que, hace años, allá
por el 2005, escribí un relato corto sobre un asunto parecido, en que un
jubilado reciente se encontró siendo abuelo sin que mediara consulta previa o
consentimiento por su parte.
Por distraerme, fui al cajón de sastre
(entiéndase: memoria externa del ordenador) donde voy arrumbando todos los
textos escritos a lo largo de los años y lo rescaté y hoy lo paso a la bitácora. El
improbable, y en este caso, paciente lector, juzgará si la historieta ha
quedado desfasada o sigue teniendo vigencia.
Así dice esta fábula
milesia:
No había amor intergeneracional como el de aquella
familia. Lo mejor que le pudo ocurrir al padre, cuando le sobrevino la
jubilación, fue que su hija se quedara preñada. Claro que no llegó a esa
situación de una forma socialmente aceptable, pero había que reconocerlo, el
resultado iba más allá de toda esperanza.
La chica había sido siempre, desde que cumplió los
quince, un poco pendón. Se iba de discotecas el fin de semana y no volvía hasta
el domingo de madrugada. Ni los cabreos y cagamentos del padre, ni los
chantajes emocionales de la madre la sujetaban. Ella, simplemente, el viernes
por la tarde se pintaba el ojo, se ponía la minifalda, y desaparecía hasta el
domingo por la mañana.
Pero aquella situación cambió radicalmente el día
que fue a la farmacia, compró un predictor de esos y le dio positivo: estaba
embarazada y no tenía la menor idea de quién podía haber sido el padre. Tampoco
le preocupó demasiado, la verdad; podía haber sido cualquiera de aquellos
niñatos de discoteca, ciegos de éxtasis. Total, para tener que hacerse cargo de
dos inmaduros, mejor se quedaba sólo con el enano a punto de nacer, que siempre
sería más manejable.
Además, con esa moda neoliberal de deslocalizar
empresas, al viejo lo habían jubilado a la fuerza y estaba insoportable. Si se
hacía cargo del que iba a nacer, ella se libraba de dos incordios por el mismo
precio: los gruñidos del abuelo y los berridos del nieto. Cuando pasaron los
meses de lactancia, buscó trabajo como azafata de congresos y organizó la vida
de sus viejos e hijo: la madre preparaba biberones, lavaba culos, planchaba
ropa, mientras que el padre hacía la compra de la casa y paseaba al bebé
interminables horas por el parque. Mientras tanto, ella, tan mona con su
uniforme de azafata, repartía sonrisas en el curro y buscaba una pareja económicamente
solvente.
El abuelo asumió el nuevo papel y el salto
generacional no fue un problema que enturbiase las buenas relaciones entre éste
y el nieto, al menos en los primeros tiempos. El abuelo sacaba el cochecito al
parque e iba por donde le apetecía, a las partidas de cartas y a las
competiciones de petanca. El nietecito, incapaz de manifestar opinión alguna,
se dejaba llevar; se limitaba a succionar el chupete y contestar con gú-gús
incomprensibles a las propuestas del abuelo.
Sin embargo, el abuelo era consciente de que, en
pocos años, el nieto cambiaría. Sabía que el mocoso, con el tiempo, terminaría exigiendo ropas de marca, móvil de última generación, play station, pasta para discotecas
y libre consumo de estimulantes. Y él quería estar preparado para el momento.
Por eso, y aunque ignoraba las últimas tendencias
del diseño minimalista, él siguió un proceso de deconstrucción de su propia
personalidad. Comenzó por sustituir la gorrilla de jubilado y el jersey de
cremallera por una gorra de béisbol y una chupa de marca; sólo usaba pantalones
hip hop y playeras como patas de elefante. Cambió la dentadura postiza por otra
de implantes con destellos nacarados, y empezó a ir al gimnasio para bajar
barriga. Practicaba el aerobic enfundado en bodys de licra y se teñía el pelo
de colorines fosforescentes; y hasta se puso un piercing en la lengua.
Descubrió que la vida comienza a los 55, así que se
apuntó al botellón de los viernes por la noche y no aparecía por casa hasta el domingo.
Llevaba los ligues a casa y mandaba a su mujer al bingo para que no molestara.
Como la pensión no le llegaba para sus gastos, empezó a explotar a su hija.
Ésta, que ya vivía en pareja con un economista, se había vuelto conservadora y
miraba mucho las apariencias; así que llevaba un sofoco detrás de otro. Por
librar al niño de la mala influencia del abuelo, lo metió en un colegio
religioso y le afilió a los boy scout.
El día que el abuelo llegó con la noticia de que
había embarazado a una jovencita, a la hija le dio un ataque de ansiedad y se
compró medio Corte Inglés; en el trabajo andaba de mala leche y la echaron por
bajo rendimiento. Se volvió depresiva y el economista la abandonó. El niño, que
fumaba porros en el cole, pegó a un profesor y le expulsaron. La abuela,
imposibilitada de lavar culos de bebé, se había hecho ludópata binguera para superar
sus frustraciones.
Sólo el abuelo miraba el futuro con optimismo.
Pensaba en lo bien que iba a educar al niño y observaba la redondez de la tripa
de su jovencísima pareja. Ésta, para aguantar el aburrimiento de la preñez,
tomaba rayitas de coca de vez en cuando y le daba al tarro a escondidas; eso
sí, nunca fumó porque, según las autoridades sanitarias, era malo para la salud
del feto.
Cuando por fin parió, descubrió que la clase media
es un asco, dio puerta a su pareja, le encasquetó el mocoso, y se fue a una comuna de okupas, a vivir su vida. El abuelo volvió
al parque a pasear el cochecito de su bebé, a las partidas de cartas y al juego
de la petanca. Mientras, su retoño succionaba el chupete y soltaba inarticulados
gú-gús de infantil satisfacción.
Genial! Acertada diría yo! En los parques hay una de cada.
ResponderEliminar