El caso es que, para un jubilata aficionado a darle a la tecla para alimentar su bitácora, publicar un cuento de navidad en estas fechas es obligación inexcusable. Y eso por dos razones: una, porque un cuento entrañable de navidad junto al Pesebre es el complemento ideal para digerir el turrón, tan dulces el uno como el otro. Aparte que turroneros y belenistas son aliados naturales y nuestra sociedad no entendería la presencia de unos y la ausencia de otros; la otra razón es simple cuestión de amor propio de escribidor. Uno acostumbra a afilar la péñola en ocasiones memorables como las navidades que, aunque cíclicas, con sus espumillones y sus lucernarios municipales, siempre dan asunto para acarrear tinta del tintero al papiro.
Dicho sea, improbable lector, claro está, en sentido metafórico. Ya no es cuestión del rasgueo de la pluma sobre el papel, ni siquiera de darle a la tecla de la Olivetti, como cuando acumulábamos trienios siendo industriosos funcionarios, sino de píxeles sobre la pantalla.
Lo dicho, fraterno lector navideño: el que sigue es un cuento 100% lleno de amor universal, paz y buenos deseos, aunque un poco resabiado. Y eso porque, a poco que nos fijemos, las cosas son de una forma aunque en la tele salgan de otra, y en casa, la verdad, a la tele le hacemos poco caso.
Pues dice así:
Sucedió
que aquellas navidades el Portal de Belén estaba vacío. La sagrada familia no
aparecía ni viva ni muerta por los alrededores de la ciudad. Ni en las posadas
más modestas, ni en los corrales, pesebres o cuadras de los arrabales se les
había visto. Los pastores, a los que
había convocado el ángel pregonero a trompetazo limpio, no sabían qué hacer con
sus ofrendas de queso, leche y vellones. La verdad, fueron unos días de
desconcierto.
Verlos,
los habían visto por los caminos de Judea. María, con su preñez avanzada, a
mujeriegas sobre un borrico, y José caminando a su lado, mientras sujetaba al
burro por el ronzal. De Nazaret habían salido unos días antes, pero a Belén no
habían llegado. Y el camino, desde luego, se lo sabían, porque era un ritual
que repetían cada año por aquellas fechas. Así que raro sí era, pero tenía que
haber una explicación.
Semanas
antes, el emperador Augusto, desde Roma, había decretado que cada cual, en las
tierras de Israel, fuese a su lugar de origen a empadronarse para que les
diesen la carta de residencia. Hasta que no lo hiciesen, estaban indocumentados
y no podían disfrutar de derechos sociales. Y ellos, José y María, se habían
puesto en camino a cumplir con sus obligaciones ciudadanas y, de paso,
conseguir un subsidio de desempleo para José, que estaba en paro desde que
deslocalizaron la carpintería, y asistencia gratuita para el parto que se le avecinaba
a María.
Las
autoridades públicas de aquella esquina del imperio ya sabían, porque sucedía
cada año por estas fechas navideñas, que Belén se convertiría en un cafarnaún
de gente extraña. Lo de la fiesta de Natividad, repetido año tras año durante
un par de milenios, había llegado a ser tan multitudinario que, para el
solsticio de invierno, Belén se llenaba de devotos, curiosos, mercaderes,
rapa-bolsas, emigrantes sin papeles, parados en busca de una chapuza extra,
pedigüeños profesionales y un sinfín de expatriados en busca del milagro
económico al amparo del Portal y las riquezas que traían los Reyes Magos.
Pero este año, las autoridades habían decidido
acabar con el efecto llamada y montaron una valla doble en torno a la ciudad.
La cubrieron con kilómetros y kilómetros de alambres de púas y, en la parte más
alta, pusieron rollos de concertinas con cuchillas que cortaban como las de
afeitar. Por los puestos de control únicamente podían pasar los ciudadanos del
imperio, los turistas con visa y los mercaderes de cualquier país, siempre
respetuosos con los principios de la libre concurrencia.
Toda
la barahúnda de indocumentados se quedó del otro lado, por más que intentaron
varias veces saltar las alambradas. Los había a miles, en campamentos
improvisados, donde las ONG se hinchaban a remendarles los costurones
producidos por las concertinas.
José
y María, con paciencia, fueron recorriendo el perímetro de la valla y, en cada
control, pedían a los aduaneros que les dejaran pasar, que tenían un trabajo muy
importante que hacer en el Portal del Belén aquella noche. Pero como les veían
con esa pinta de pobretes y no tenían acreditación, les daban puerta. Y saltar
la alambrada, con concertinas y todo, no era cosa de intentarlo. José, porque
estaba en edad provecta y bastante artrítico; María, porque, con lo de la
preñez, no era cuestión de desgraciar al niño a punto de nacer.
Llegó
la noche del parto, el Portal seguía vacío y la sagrada familia en paradero
desconocido. Bajo un alcornoque, frente a la alambrada, María parió a su hijo,
lo arrimó a la teta y el bebé se durmió como un cordero; ni se enteró de que
había salido del claustro materno para terminar en un campo de refugiados. Por
lo demás, nadie se dio cuenta de que había nacido el que darían en llamar el
Mesías. Había, por aquellos andurriales, demasiados desgraciados intentado
sobrevivir y uno más ni se nota.
Muy bien Juan, por el mesías sin papeles.
ResponderEliminarSaludos y felices fiestas.