En estos días finales de confinamiento Covid-19 he estado hurgando
en los archivos de la memoria remota, la del ordenador, claro. Que la mía
personal tiene el disco duro bastante saturado y no consigo recordar tanto como
llevo escrito.
Lo cual no se dice por queja, ya que uno escribe, aparte de para
improbables lectores, para recordar que uno tenía cosas que decir. Si para don
Miguel los libros son los hijos que perduran, porque lo son del espíritu y no
de la carne, para este jubilata, la memoria externa de su ordenador son el
receptáculo de la prole fruto de su imaginación. Esa imaginación a la que Teresa
de Ávila, creo que en Las Moradas, llama la loca de la casa.
Pues bien, fruto de esa imaginación que, a veces,
se desboca y a veces desfallece sin causa conocida, es este cuentecito, escrito en 2002, que recupero
aquí. No tiene nada de especial, aparte de su brevedad y de su protagonista, un
piernas, un quídam de vida rutinaria. Es el tipo de personaje por el que
siempre he sentido debilidad: anodino, un átomo de masa entre gentes, un
superviviente de la mediocridad; alguien a quien nunca le ocurre nada
extraordinario. Por eso, precisamente, lo saco a colación del viejo archivo, lo
desempolvo y lo expongo a la curiosidad de quien quiera leerlo.
Su título: Vereda tropical. Y dice así:
Vinicio Sosa era uno de
tantos. Vivía en el barrio de la
Concepción y trabajaba en Cuatro Caminos. Todos los días, a
las siete y veinte de la mañana, cogía el metro en Pueblo Nuevo e iba a Avenida
de América. Allí, recorría los pasillos buscando el enlace con la Línea 6 y, cada mañana,
puntualmente, en el cruce de túneles, oía cantar a aquel músico callejero la
melodía de la vereda tropical.
Vinicio echaba una moneda de
veinte céntimos sobre la funda de la guitarra y se alejaba tarareando la
canción. Y cada día, durante los breves minutos que tardaba en recorrer el
túnel, recordaba aquel viaje al Caribe; único lujo de asalariado mediocre que se
había permitido. Allí, en Santiago de Cuba, una jinetera mulata le fingió pasión
caribeña; fue una semana de amor por un precio razonable. Comían en un paladar próximo
al parque Céspedes. En el paladar, el cuarteto Causal, arrimado a una pared que
añoraba pasadas blancuras, interpretaba canciones a petición de los presentes.
Lucinda, la jinetera mulata,
era moza de un sentimentalismo recurrente.
Siempre que comían en aquel lugar de Santiago de Cuba, pedía a los
músicos que interpretasen la vereda tropical
y se arrimaba a Vinicio, muslo contra muslo, y éste sentía el torrente de
aquella sangre abrasadora. Era lo más parecido a la pasión amorosa que nadie le
había dado nunca.
Por eso, cuando en el metro
oía al músico callejero, los túneles de Avenida de América, con sus fluyentes
masas de gente apresurada, adquirían el calor del Caribe. Entonces, Vinicio
cantaba bajito: y me juró querernos más y
más aquellas noches junto al mar...
Y de los carteles anunciadores salían airosas palmeras que se mecían al
son de la brisa, y negras bembonas que meneaban acompasadamente sus enormes culos,
y muchachitas con piel de caramelo que le regalaban sonrisas prometedoras.
Diariamente, Vinicio soñaba su ración de ilusiones mañaneras por el módico
precio de una moneda dorada.
Un día, el músico ya no
estaba en el sitio habitual. Ni en los días sucesivos. En su lugar había un
acordeonista que tocaba valses, pero ya no era lo mismo. Ya no nacieron
palmerales en los andenes, ni las muchachas tenían la piel de oro tostado, y la
gente se empujaba con malos modos para entrar en los vagones.
Desde entonces, Vinicio
compraba el periódico y se enfrascaba en las noticias económicas. Las
cotizaciones subían o bajaban según la fluctuación de los mercados, pero el
pulso de sus ilusiones marcaba un cardiograma plano.
No logro salir del círculo en el que el acordeón es denostado y tenido por menos que un pito. Hace meses recordé el "Elogio sentimental del acordeón" que a D.Pío le producía una tristeza solemne "Oh, enorme tristeza de la voz cascada, mortecina, que sale del pulmón de ese plebeyo, de ese poco romántico instrumento...Oh, extraña poesía de las cosas vulgares" Y ahora el cuento de D. Juanjo en el que un oficinista que ha vivido un momento VIP y barato en Cuba, lo revive en el metro madrileño con la canción "La vereda tropical"interpretada por un músico callejero, hasta que un día desaparece y en su lugar hay un acordeonista que toca valses "Pero ya no era lo mismo" y el pulso de sus ilusiones marca desde entonces un cardiograma plano, en su vida vulgar. ¡Vaya por dios! Cuando llegan los acordeones llegan las cosas vulgares, plebeyas y poco romanticas No digo yo que ambos protagonistas no hayan pasado sus momentos de plomiza negrura; que se hayan visto tristurosos y desvencijados. Pero que se les largue un acordeón de tristura de fondo es a lo que me niego, pues el acordeón es instrumento de alegría, sí, de tristeza, también; de largos sollozos otoñales y de soleadas avenidas por donde la gran alegría se puede vivir con sólo oír sus notas; en cualquier muelle portuario, en las fiestas patronales, en lugares donde las aleluyas se dicen sin ningún esfuerzo.
ResponderEliminarla próxima vez que haya ocasión, se dirá maravillas del acordeón. Y el ripio no es fruto de tan noble instrumento.
EliminarGracias, nobleza obliga.
ResponderEliminarEs interesante el relato y comprueba cómo las canciones son portadoras de recuerdos
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