Cerca de la presa colmatada
del arroyo Artiñuelo, en el arranque de una senda semioculta por la vegetación que sólo conocemos las vacas y yo, hay un roble estrangulado por una yedra, al
que hace años bauticé como “el árbol negro”.
Asfixiado por el abrazo de esa
yedra, destaca por su color negruzco en el entorno verdigris del bosque y no se
deja atravesar por los destellos de luz que se cuela entre el follaje. Parece
criatura del Infierno de Dante, condenada a la negritud vegetal por pecados
cometidos en su pasada vida.
Quizás era el roble más hermoso del entorno. Vanidoso, pavoneaba su hermosura en aquel rincón del bosque, entre otros robles de menor porte, algún majuelo achaparrado, las modestas retamas, las zarzas siempre pinchosas y malhumoradas, y las ortigas que escuecen al acariciar.
Quizás era el roble más hermoso del entorno. Vanidoso, pavoneaba su hermosura en aquel rincón del bosque, entre otros robles de menor porte, algún majuelo achaparrado, las modestas retamas, las zarzas siempre pinchosas y malhumoradas, y las ortigas que escuecen al acariciar.
Quizás, con
su porte soberbio desdeñaba a los helechos a sus pies, hacía sombra a las
mejoranas que crecían en las proximidades buscando rodales de luz, y a las
modestas matas de orégano que pasan desapercibidas entre el herbazal. Quizás
por eso, su vanidad de criatura más hermosa se vio castigada por un amor
posesivo y excluyente de la trepadora que surgió a sus pies; la cual, con la
excusa de acariciar su tronco, trepó hacia sus ramas hasta sofocarlas en un
abrazo de muerte.
En el tronco de la yedra que
lo abraza y estrangula, este jubilata ha ido grabando con su navaja campera
nueve muescas. Una por cada año que he recorrido esta senda. Nueve muescas
profundas en el brazo nervudo de aquella yedra. Muescas que van cicatrizando con el
paso del tiempo y que me sirven de calendario para recordarme la fugacidad de
los veranos. La yedra, impertérrita, cierra la herida anual con una corteza
dura, y persiste indefinidamente en su abrazo asfixiador, siempre resistente al
paso del tiempo.
Este verano he vuelto a la
presa colmatada del arroyo. Me he parado a escuchar los sonidos cambiantes y
siempre iguales del agua que salta de peldaño en peldaño del aliviadero. A pesar del susurro del agua, no
he me he resistido a subir por el camino que lleva hasta el comienzo de la
senda donde el árbol negro. He sacado mi navaja y he vuelto a marcar una nueva
muesca. La yedra, impertérrita, ha soportado, con indiferencia vegetal, el
corte horizontal y profundo como labios blanquecinos que dejaban rezumar
gotas de su savia.
Pasaré varias veces por aquí a lo largo de este verano y
siempre me pararé un momento bajo el árbol negro. La yedra, sin prisas, irá
cicatrizando la herida, oscureciéndola, hasta que no sea más que una nueva muesca borrosa.
Y, cada vez que me pare y cuente las incisiones, ella me recordará, en silencio, que un verano más está pasando y que un año más va tomando
posesión de mi edad.
Ella seguirá con su abrazo de muerte, sosteniendo entre
sus ramas al pobre roble prisionero, manteniéndolo en pie a la vez que le va
quitando la vida, sin prisas. Mientras, yo sabré que el tiempo pasado – esas
nueve muescas en el tronco, más las que te marca la vida – es una yedra tenaz
que te circunda, parece abrazarte y sostenerte, mientras se alimenta de la
savia de tu propia vida.
Por eso, por aliviarme de pensamientos tristes, bajo de nuevo al arroyo y quedo unos minutos eternos oyendo el
rumor del agua y sintiendo las vibraciones del paisaje. El bosque es un cuerpo
vivo, múltiple, siempre quieto, arraigado, pero siempre en movimiento a través
de los millares y millares de hojas de sus árboles. El arroyo es una hendidura
irregular en el paisaje. Siempre idéntico a sí mismo, pero en continuo
movimiento de sus aguas. Éstas forman pequeñas cascadas, cuya sonoridad se repite
en notas idénticas que armonizan con los murmullos de otros pequeños saltos de
agua. Es a modo de un órgano hidráulico de registros cambiantes, donde cada piedra de su lecho, cada pequeño remolino, dan forma a su melodía eterna.
Un juego, el del agua, que combina fluidez, transparencias, reflejos luminosos, notas musicales y una canción
que sólo escucha quien sabe degustar el silencio.
Y en ese silencio, lleno de destellos sonoros, recuerda los ecos de La Soledad Sonora de Juan Ramón Jiménez, y paladea:
Y en ese silencio, lleno de destellos sonoros, recuerda los ecos de La Soledad Sonora de Juan Ramón Jiménez, y paladea:
Agua honda y dormida, que no quieres ninguna
gloria, que has desdeñado ser fiesta y catarata;
que, cuando te acarician los ojos de la luna,
te llenas toda de pensamientos de plata...
gloria, que has desdeñado ser fiesta y catarata;
que, cuando te acarician los ojos de la luna,
te llenas toda de pensamientos de plata...
Cómo lo voy leyendo es como si me encontrará en la naturaleza oliendo a vida.
ResponderEliminarSigue animando nuestras veladas
En el texto texto y he encontrado ciertas similitudes con un lugar de la blblia que dice"He rodeado con mi corazón por saber e inquirir la sabiduría y la razón y por conocer la maldad de la insensatez y los desvaríos del error. Y hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras. El que agrada a Dios escapará de ella, mas el pecador en ella quedará preso...lo que busca mi alma y no lo halla: entre mil hallé un hombre, mas mujer entre todas ni una hallé" Eclesiastés 7-25,26,27. Al ver cómo la yedra abraza al roble, poderoso, noble y bello, en abrazo de muerte. "Es una yedra tenaz que te circunda, parece abrazarte y sostenerte, mientras se alimenta de la savia de tu propia vida...manteniéndolo en pié, mientras le va quitando la vida, sin prisas" Es una muy veraz imagen de la vida, donde encontramos hueco para hospedar a la mujer que, al fin, como la propia vida, nos va llevando dulcemente a la propia muerte, sin prisa.Es un detalle que el bárbaro Eclesiastés obvia; llevado, quizá, por la brutal prisa por acabar la frase redonda.
ResponderEliminar(Con permiso del conductor de blog, diré del anterior comentario que los anónimos mejor los dejamos para los manuscritos medievales)
Me ha transportado a mi juventud en las montañas rocosas cuando tenía la Naturaleza al otro lado de la puerta. Cómo lo hecho de menos. Lo apreciaba entonces, pero poco sospeché que no volvería a vivirlo igual. Gracias por los recuerdos.
ResponderEliminarHe seguido paso a paso tu relato y me he transportado al lugar. El árbol le está aprisionando y chupandole la vida tal y como esta sociedad aprisiona al humano y lentamente te va absorbiendo la vida.
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