Improbable pero siempre estimado lector, si en estos
hermosos días de septiembre paseas – con permiso de la Ayuso y la pandemia – por
el parque del Buen Retiro, puedes ver una exposición en el Palacio de Cristal. Si tienes curiosidad y lees el cartel explicativo de la entrada (ya no dan
folletos en papel, que por lo visto te llenan de coronavirus), te llamará la atención su
largo título: A un cuervo y los huracanes que, desde lugares
desconocidos, traen de vuelta olores de humanos enamorados.
Y si te
ocurre lo que a este jubilata, leerás y te quedarás in albis; así que mejor
entramos y echamos un vistazo, a ver si por el contexto llegamos a alcanzar su significado. Y, aunque no puedas desentrañarlo, al menos habremos visto una de
esas curiosas exposiciones a que nos tiene acostumbrados el Museo Reina Sofía.
No olvidemos que el mundo actual es confuso, cambiante y muy complejo, y el
arte que da forma estética a sus expresiones resulta, a veces, de difícil comprensión.
No hay que acomplejarse por ello, hay que verlo con ojos de niño y selfi de turista
que pasaba por allí.
Así que entremos y veamos el nido que ha montado el
cuervo blanco, aunque mejor debería hablarse de un bowerbird. Grandes
enramadas dan acceso al lugar. Pueden significar tanto el bosque donde se
esconde el nido, como el propio nido que te envuelve. Un juego dentro/fuera que
se acomoda muy bien con la estructura acristalada del propio palacio: estamos
dentro, pero nos envuelve el boscaje exterior que se asoma a través de los
paneles de cristal, dándonos cobijo. Esta ambivalencia, interior/exterior, siempre
ha dado mucho juego en el arte y es un recurso socorrido para espíritus de
estética de manual. A un servidor le funciona, y lo aconseja.
Ese cuervo blanco, que puede verse en una esquina del
recinto, antropomorfo, vestido con impoluto traje de chaqueta, blanco como cal,
y cabeza de pájaro, le recuerda a un servidor al cuervo blanco de Apolo y el
episodio mítico de Coronis. Ya se sabe, esos dioses del panteón greco-romano,
enamoradizos y celosos. Coronis decía que quería mucho, mucho (como la trucha
al trucho) a Apolo, pero se la pegaba con un simple mortal. El cuervo blanco se
chivó al dios y éste, en un arrebato de celos, mató a Coronis. Luego, para
castigar al cuervo por irse del pico, convirtió su plumaje de blanco en negro,
negro de ala de cuervo, y su voz la convirtió en graznido. Pero este cuervo
blanco que nos invita a su nido, no parece maledicente y sí acogedor.
Lo cierto es que el palacio de cristal, esa bombonera
luminosa que acoge la exposición, viene a ser como ese nido ornamentado que
fabrica el pájaro bowerbird para atraer a la hembra de su vida. El
visitante, con curiosidad de hembra curiosa y enamoradiza, entra en el nido a
ver qué tal, y ve las grandes flores colgadas del techo con sus estambres y
pistilos coloridos, la enramada tupida, las guirnaldas suspendidas en las columnas y
hasta, si es observador, los comederos con alpiste para los pájaros. Y en el
centro del recinto, dos largas patas doradas, de ave zancuda con fuertes
garras, cuyo cuerpo no se ve porque ha trastechado por sobre la estructura superior del palacio acristalado.
Petrik Halilaj, kosovar él, es quien ha montado esta
instalación, nido de amor donde el visitante deambula buscando ángulos
insólitos desde los que hacerse selfis con esas flores coloridas, tan
acogedoras que entran ganas de esconderse bajo ellas. Que esta instalación, y
sus demás obras (según parece), hagan referencia a la situación personal del
artista, a sus vivencias de niñez durante la guerra albano-kosovar, a los
conflictos culturales-religiosos de la ex Yugoslavia, o a su condición de
homosexualidad asumida y exhibida frente a los prejuicios de su propia sociedad,
son cosas que al visitante se le escapan y le pillan un poco a trasmano. No se
olvide que sólo pasaba por allí y le picó la curiosidad.
Lo de las flores, tan vistosas ellas, el dicho visitante sí lo entiende; lo
del cuervo antropomorfo, trajeado en blanco (aunque no tenga idea del asunto
lamentable de Corolis y Apolo), más o menos, también lo entiende; lo de que el
pájaro/hombre lleve un madero en las manos, como para ir construyendo el nido,
puede que también. Entonces, ¿Qué más se le puede pedir al curioso que paseaba por el
Retiro y tuvo la ocurrencia de entrar a la exposición?
Lo dicho. Si paseas por el Retiro un día de estos, entra,
improbable pero siempre amigo lector. Disfruta de la luz que se adueña del
recinto, de las flores y bellos etcéteras que ha colgado el artista, y no te
olvides hacer unas cuantas fotos para enviar a tus amistades vía guasap. Te
envidiarán al verte libre de coronavirus en el nido florecido, y quedarás como persona
culta. Si es que esto sirve de algo.
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