Hay momento en la vida en que el santo se te pone de culo. Y estos días son de esos en que al perro flaco todo se le vuelven pulgas, así que paciencia y arrascar. Pero no quiero aburrir al improbable lector con lamentos, que los que estamos en edad provecta no podemos perder nuestro tiempo llorando penas de la vida, cuando hemos de aprovechar la que nos queda por delante. Solo le contaré un sucedido y añadiré un cuento que viene al pelo.
Recién salido de tres semanas de Covid, hace ya dos días del final de la
cuarentena, mientras estaba dando un paseo para recuperar mis fuerzas, algún
profesional, amigo de lo ajeno, descerrajó la puerta de nuestra vivienda. Ya se
sabe cuál es el resultado: avisar a la policía, poner una denuncia y llamar al seguro.
El cerrajero desmontó la cerradura, comprobó que los pivotes que anclan la
puerta al marco habían resistido, me puso cerradura nueva provisional, y a
esperar el arreglo definitivo. Me dijo el cerrajero que quien había intentado violar
la cerradura “era un bruto”; esto es un gilipollas con absoluta falta de
profesionalidad; que hoy se hacen “trabajos” mucho más finos y limpios, un
sistema que llaman bumping. El animal, por lo visto, metió palanqueta y tiró a
lo bruto.
Pues eso, en honor al gilipollas que nos forzó la cerradura dejo aquí este
cuento que escribí hace años y que viene al pelo, como si lo hubiera escrito
para ese chapuzas anónimo. Cosas de la premonición literaria, por lo que se ve.
El cuento se llama Carnet por puntos, y dice así:
Eran las 04:07 de aquella madrugada de aquel lunes. Al primer golpe, el inmueble se sacudió como por efectos de un bombazo. Los vecinos, a esas horas de la noche, dormían profundamente y no se enteraron. Los golpes, secos, acompasados, hacían retemblar los vidrios de las ventanas: ¡Bum! ¡Bum! Carlitos el Piojo, alias Piojito el Butronero entre los de la profesión a ambos lados de la ley, se afanaba con su mazo. Sudando por el esfuerzo, levantaba la maza por encima de su hombro derecho y golpeaba con fuerza sobre la puerta cristalera.
Era la tercera
vez que intentaba robar aquel local:
– ...Y por una cuestión de honor –, se dijo Carlitos, hablando en voz alta, sin darse cuenta.
En efecto, Carlitos el Piojo, a pesar de ser un profesional modesto –Categoría C, según su licencia para robar–, era un hombre con pundonor. Las dos veces anteriores había fracasado por razones ajenas a su voluntad, y esta vez iba a por todas.
Cansado del esfuerzo, dejó la maza apoyada en la pared y se secó el sudor de la frente. Esta vez no podía fallar. No, esta vez no; se jugaba demasiado. Encendió un cigarrillo: en su trabajo no había normativa que lo prohibiese, y se recostó contra el coche que estaba frente a la puerta del bar. El maldito cristal blindado se resistía y era cuestión de media docena de mazazos más. Pero él necesitaba un respiro, ya no era tan joven como cuando aprendió el oficio.
– O traes un sueldo a casa, o te abandono por Wenceslao–, le había amenazado la mujer. El tal Wenceslao había sido novio de Carmela cuando chavales y trabajaba en un banco. No es que Carmela, su mujer, fuese mala persona; es que ya estaba harta de pasar necesidades y de tener que comprar fiado. Los tenderos de su barrio la miraban mal y las vecinas murmuraban a su paso. Y ella era una mujer decente, que podía ir con la cabeza bien alta.
Por su parte, él tenía fama de buena persona, pero un poco inútil en el oficio. Y lo que era peor, desde que pusieron el carnet de ladrón por puntos, podían retirarle la licencia para robar. Ya se lo había recordado el señor comisario la última vez que le detuvieron:
– Mal te veo, Piojito, este año es la segunda vez que te pillamos. A la tercera, el juez te retira el carnet, y a ver de qué vives... –, añadió, paternal.
– A ver si espabilas, hombre, que nos das mucho trabajo –, le recriminó el Secretario del Juzgado de Instrucción, cuando le tomaron declaración, después de veinticuatro horas en el calabozo. – Hay que robar con todas las de la ley –, insistió cuando le notificó la libertad provisional.
Piojito el
Butronero dio una última calada, aplastó la colilla con la suela del zapato y
fue a por la maza. Después de escupirse en las manos, para que no resbalara el
mango, descargó con energía el primer golpe. ¡¡Bum!! Sonó como un escopetazo en
la calle silenciosa. ¡Bum! golpeó de nuevo con todas sus fuerzas, pero el
maldito cristal se astillaba, pero resistía.
Unos golpes más y, en cuanto hiciera el butrón, se colaba por él. Esta vez no iba a ser como la anterior, cuando lo de la tienda de Todo a 100, que se pasó cinco horas a mazazo limpio. Cinco horas para abrir un agujero en un tabique de doble rasillón. En cuanto pasó del otro lado, se encontró en un sótano donde dormían once chinos, le quitaron la maza y la cartera y, encima, llamaron a la policía.
– Jodidos inmigrantes – se indignaba él al recordarlo –, vienen a quitarnos el pan de la boca –. Además de quedarse sin herramientas, sin dinero y sin documentación, el juez mandó retirarle 4 puntos del permiso para robar y le amenazó con mandarle a un curso de reciclaje. Curso que, según la nueva Ley 21/2005 (B.O.E de 3 de marzo), de Regulación de Latrocinios Urbanos, debía pagarse de su bolsillo, si quería recuperar la licencia.
– Inútil, más que inútil – se lamentó Carmela en aquella ocasión. – Así nunca llegarás a capitalista. Mira Wenceslao –, le restregó por la cara –, a los banqueros nunca les pillan. No se podía comparar, pensó él descargando un tercer golpe con todas sus ganas. Al estruendo, algunas luces empezaron a encenderse por las casas de alrededor. – No se puede comparar, hombre – volvió a hablar en voz alta, mientras se secaba el sudor –, la escuela que tienen ellos, la habilidad, los contactos... ¡Qué sabrán las mujeres lo que es esta profesión!
Todavía recordaba cuando se metió en el oficio. Le inició un tío suyo que había cumplido condena en el penal de Ocaña, el más famoso de aquellos tiempos, donde iban los que se habían labrado un nombre. Cuando decías por ahí que habías cumplido condena en Ocaña, la gente te miraba con un respeto. Entonces, a los buenos profesionales se les respetaba mucho, se les pedía consejo y, encima, no habían inventado esa maldita ley del permiso de ladrón por puntos.
– Antes era todo más natural –, suspiró Carlitos el Piojo, agarrando de nuevo la maza. – Aprendías el oficio y te ganabas la vida honradamente robando carteras en el tranvía; si eras joven y fuerte como yo entonces, te especializabas en el butrón y hacías una pasta.
– Era todo más
natural... – Tomó aliento y dio un mazazo enorme. Saltaron los cristales y se
hizo un agujero por donde cabía el puño.
Los vecinos del inmueble empezaron a abrir ventanas y a mirar a la calle. En un momento, no había ventana donde no asomara alguna cabeza desgreñada. Por todas partes se oían voces legañosas de sueño y sobresalto. Él, entusiasmado, sin hacer caso de los gritos, empezó a mazazos como un poseso: en cinco minutos, la recaudación de la tragaperras sería suya. A ver qué iba a decir Carmela entonces, cuando le viese con la pasta. Seguro que ya no le llamaba inútil, ni se acordaba de Wenceslao.
Sí, se jugaba mucho, pero ya se veía toda una semana descansando, sin dar golpe. Cuando se enterasen en su barrio, los conocidos le darían palmaditas amistosas en el hombro y le invitarían al bar. Y lo más importante, empezarían a respetarle. Ahora, es como si ya no le pesase la maza; a cada golpe, ¡Bum! ¡Bum! el cristal blindado saltaba hecho añicos.
– ¡Están tirando bombas!¡ Es Al Qaeda, los moros están tirando bombas–, gritaba el vecino del primero derecha.
– Que no, que
no, vecino –, replicaba a gritos un jubilado desde el piso de enfrente. – Que
están robando en
– ¡Ladrones,
ladrones! –. La calle era una algarabía de voces. Las sirenas de la policía
empezaron a ulular por todo el barrio.
Dos coches patrulla de la policía municipal, con chirridos de frenazos, se abalanzaban contra la fachada del bar; casi se estampan contra la puerta cristalera y atropellan a Carlitos el Piojo.
– Patrulla a Central, patrulla a Central –, llamaba el madero por la emisora de policía –. Hemos detenido al sospechoso... Sí, sí, Piojito el Butronero ¿Me copias? Es Piojito el Butronero.
– Pero, alma de cántaro ¿Otra vez tú? – se burlaba el municipal mientras le ponía las esposas. – Esta vez te retiran el permiso para robar, inútil, más que inútil. A ver qué dice tu mujer cuando se entere –, le recriminaba.
Carlitos el Piojo, alias Piojito el Butronero entre los de la profesión a ambos lados de la ley, sabía que de ésta se quedaba en el paro y sin mujer. Pero lo que más le dolía es que ella se fuera con un empleado de banca, alguien que se llevaba el dinero ajeno con las manos limpias.
– Lo que más
me duele es la competencia desleal –, dijo al madero que le metía en el coche
patrulla.
©Viator, 08/01/06
Quisiera poner una denuncia a este pobre butronero, pero querría tener alguna razón fuerte para hacerlo. Si pudiera...pero lo que ese señor está pidiendo es un curso acelerado y una vez hecho, yo ya podría protestar. Debiera hacer algo al respecto, todos deberíamos. Pero cualquiera de esas cosas son equivalentes. Al llegar del hospital por el covid yo no encontré mi puerta rota.Encontré que mis vecinos decían no haber pasado el covid, a pesar de que sí lo habían pasado. Quizá ellos me lo habían pasado a mí; quisiera no tener que decir esto, querría que esto no hubiera pasado.
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