No le extrañe al improbable lector, lo que este jubilata ama con amor de enamorado callado es el silencio de la naturaleza. Silencio que, por otro lado, según nos enseñó John Cage, es inexistente. De ahí su 4.33, donde el silencio musical se llena de sonidos ambientales que conforman una sinfonía siempre irrepetible, tantas veces cuantas el intérprete se siente ante el piano mudo a interpretar esa melodía de pentagrama plano.
Pensando en estas cosas, la imaginación en vuelo libre, va un servidor
andando por entre el robledal, camino de la pasarela sobre el Aguilón, con el
arroyo rumoreando aguas abajo. Tan feliz, rodeado de soledad y silencio, que
hasta me vienen a las mientes los dos primeros versos de aquella égloga de
Virgilio: Tityre, tu patulae recubans
sub tegmine fagi silvestrem tenui musam meditaris avena.
Le envío el primer verso virgiliano al amigo Chus, junto con una foto
junto al Aguilón, con el agua corriendo al pie de un frondoso fresno. Es el
simple y delicioso placer de hoy, caminar por prados y robledal en solitario y
envuelto en el murmullo silencioso de la naturaleza.
Tras sufrir el zarpazo del Covid esta primavera pasada, sigo poco
seguro de hasta dónde llegan mis energías de viejo montañero, así que planeo
una caminata por caminos llanos del valle. Como objetivo, llegar hasta el
puente del Aguilón donde confluyen los dos caminos que van, ya en uno, hasta
las cascadas del Purgatorio. Al final, he hecho 14 k, lo que asegura, según
parece, mi aún buena forma de jubilata marchoso.
Rebasado el manantial de las Suertes y subida la pequeña cuesta hasta
donde las huertas, sigo, distraído, por el camino principal en lugar de por el
callejón donde está el cercado de los caballos, hasta que me doy cuenta de mi
equivocación y de que terminaré cerca de las Presillas. Por curiosidad, ya que
estoy allí, tomo un camino abandonado desde hace años, cubierto de maleza, que
me lleva, tras recorrer unos centenares de metros, a un prado recién segado. Si
la máquina ha entrado aquí, debe haber una salida practicable, me digo. Recorro
el perímetro sin hallarla, así que voy de prado en prado en dirección hacia las
vaquerías que están junto al camino que yo pretendo. Llego, pero he de
arrastrarme por debajo de una alambrada entre zarzas y pasar una acequia. Estas
edades ya no son para esos menesteres…
Sigo el camino que discurre por la orilla derecha del Aguilón. El
robledal tiene el frescor de la noche (me he puesto en camino a las 08:30 h) y
el suelo, que conserva aún la humedad de las pasadas lluvias primaverales, está
cubierto de hierba verde. Una vacada dispersa va pastando apaciblemente, se oye
el esquilón de la vaca maestra, los terneros observan temerosos al caminante, y
éste se esfuerza en un caminar liviano mientras se desplaza silencioso, como
queriendo ser parte integrante del entorno.
Parada obligatoria bajo el fresno, frente a la pasarela. El murmullo
del agua a los pies del árbol tan frondoso, forma parte del paisaje sonoro que
se percibe en el silencio ambiental. Ese silencio está lleno de leves sonidos
que producen las criaturas vivas: la brisa que mueve las hojas, el olor a vida
vegetal, la esquila desacompasada en mitad del robledal, el reclamo de algún
ave, e incluso la respiración pausada de sosiego de quien, por un breve tiempo,
quisiera ser parte del bosque, fluir como el arroyo y deslizarse ligero como brisa.
Pero no pasará de ser caña pensante agitada por sus pensamientos, y con eso se
conforma.
Desde aquí, por un terraplén, a un tramo de pista abandonada que
enlaza con la que sube hasta el puerto de la Morcuera. Pista abajo, la abandono
en la primera curva para ahorrarme un par de kilómetros de bajada, y corto
hacia el fondo del valle. Empiezo a encontrarme con pequeños grupos de humanos
domingueros que enfilan hacia las cascadas del Purgatorio, así que me echo
hacia la orilla del río. Sentado sobre una roca que sobresale en el cauce, junto
a la desembocadura del Aguilón, tomo una fruta mientras contemplo el entorno y
oigo el agua discurrir con esas prisas de río de montaña que se remansará en el
embalse de Pinilla, unos kilómetros más abajo. De aquí, por las Presillas y la finca
de los Batanes, a casa.
En el aparcamiento municipal, una pareja, ya pasadas las doce y media
del día, me pregunta cómo subir hasta el Carro del Diablo. A esas horas,
cayendo ya el sol sobre nuestras cabezas, y yendo en dirección contraria como
iban… Les informo señalando hacia los Carpetanos y les disuado. Al monte hay
que venir temprano y bien madrugado. Lo pienso, pero no lo digo.
Y, a ser posible, con la melodía 4.33 de Cage rondándote la cabeza
mientras tus botas camineras te llevan por los caminos.
me alegro de oírte
ResponderEliminarme alegro de oírte, caminante...
ResponderEliminarInteresante tu camino
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