lunes, 12 de julio de 2021

El verano en el vale, 1.- El silencio por los caminos.



No le extrañe al improbable lector, lo que este jubilata ama con amor de enamorado callado es el silencio de la naturaleza. Silencio que, por otro lado, según nos enseñó John Cage, es inexistente. De ahí su 4.33, donde el silencio musical se llena de sonidos ambientales que conforman una sinfonía siempre irrepetible, tantas veces cuantas el intérprete se siente ante el piano mudo a interpretar esa melodía de pentagrama plano.

Pensando en estas cosas, la imaginación en vuelo libre, va un servidor andando por entre el robledal, camino de la pasarela sobre el Aguilón, con el arroyo rumoreando aguas abajo. Tan feliz, rodeado de soledad y silencio, que hasta me vienen a las mientes los dos primeros versos de aquella égloga de Virgilio:  Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui musam meditaris avena.

Le envío el primer verso virgiliano al amigo Chus, junto con una foto junto al Aguilón, con el agua corriendo al pie de un frondoso fresno. Es el simple y delicioso placer de hoy, caminar por prados y robledal en solitario y envuelto en el murmullo silencioso de la naturaleza.

Tras sufrir el zarpazo del Covid esta primavera pasada, sigo poco seguro de hasta dónde llegan mis energías de viejo montañero, así que planeo una caminata por caminos llanos del valle. Como objetivo, llegar hasta el puente del Aguilón donde confluyen los dos caminos que van, ya en uno, hasta las cascadas del Purgatorio. Al final, he hecho 14 k, lo que asegura, según parece, mi aún buena forma de jubilata marchoso.

Rebasado el manantial de las Suertes y subida la pequeña cuesta hasta donde las huertas, sigo, distraído, por el camino principal en lugar de por el callejón donde está el cercado de los caballos, hasta que me doy cuenta de mi equivocación y de que terminaré cerca de las Presillas. Por curiosidad, ya que estoy allí, tomo un camino abandonado desde hace años, cubierto de maleza, que me lleva, tras recorrer unos centenares de metros, a un prado recién segado. Si la máquina ha entrado aquí, debe haber una salida practicable, me digo. Recorro el perímetro sin hallarla, así que voy de prado en prado en dirección hacia las vaquerías que están junto al camino que yo pretendo. Llego, pero he de arrastrarme por debajo de una alambrada entre zarzas y pasar una acequia. Estas edades ya no son para esos menesteres…

Sigo el camino que discurre por la orilla derecha del Aguilón. El robledal tiene el frescor de la noche (me he puesto en camino a las 08:30 h) y el suelo, que conserva aún la humedad de las pasadas lluvias primaverales, está cubierto de hierba verde. Una vacada dispersa va pastando apaciblemente, se oye el esquilón de la vaca maestra, los terneros observan temerosos al caminante, y éste se esfuerza en un caminar liviano mientras se desplaza silencioso, como queriendo ser parte integrante del entorno.

Parada obligatoria bajo el fresno, frente a la pasarela. El murmullo del agua a los pies del árbol tan frondoso, forma parte del paisaje sonoro que se percibe en el silencio ambiental. Ese silencio está lleno de leves sonidos que producen las criaturas vivas: la brisa que mueve las hojas, el olor a vida vegetal, la esquila desacompasada en mitad del robledal, el reclamo de algún ave, e incluso la respiración pausada de sosiego de quien, por un breve tiempo, quisiera ser parte del bosque, fluir como el arroyo y deslizarse ligero como brisa. Pero no pasará de ser caña pensante agitada por sus pensamientos, y con eso se conforma.

Desde aquí, por un terraplén, a un tramo de pista abandonada que enlaza con la que sube hasta el puerto de la Morcuera. Pista abajo, la abandono en la primera curva para ahorrarme un par de kilómetros de bajada, y corto hacia el fondo del valle. Empiezo a encontrarme con pequeños grupos de humanos domingueros que enfilan hacia las cascadas del Purgatorio, así que me echo hacia la orilla del río. Sentado sobre una roca que sobresale en el cauce, junto a la desembocadura del Aguilón, tomo una fruta mientras contemplo el entorno y oigo el agua discurrir con esas prisas de río de montaña que se remansará en el embalse de Pinilla, unos kilómetros más abajo. De aquí, por las Presillas y la finca de los Batanes, a casa.

En el aparcamiento municipal, una pareja, ya pasadas las doce y media del día, me pregunta cómo subir hasta el Carro del Diablo. A esas horas, cayendo ya el sol sobre nuestras cabezas, y yendo en dirección contraria como iban… Les informo señalando hacia los Carpetanos y les disuado. Al monte hay que venir temprano y bien madrugado. Lo pienso, pero no lo digo.

Y, a ser posible, con la melodía 4.33 de Cage rondándote la cabeza mientras tus botas camineras te llevan por los caminos.

3 comentarios: